Partholon 02

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P.C. CAST

SANGRE DE CHAMÁN

para hablar, él había permanecido allí, a su lado. Era un buen compañero, y un buen hombre, y pese a sus obvias diferencias, encajaban muy bien juntos. Cuchulainn dejó una brazada de ramas en medio del círculo que ella había marcado con unas piedras para encender la hoguera. —Voy a llevar a los caballos al río —dijo, y se olisqueó a sí mismo. Ella se echó a reír—. Y creo que yo también debo ir. —Buena idea. Hueles a caballo. Su risa le llegó con la brisa cálida. Las cosas eran distintas aquella noche. Más fáciles. Habían fortalecido su vínculo. Cuando él regresó con los caballos, y ella alzó la vista para sonreírle, notó un cosquilleo en el estómago. Cuchulainn tenía el pelo mojado. Se había puesto una camisa limpia, y un kilt nuevo. Y tenía la cara afeitada. Sonrió y se frotó la barbilla. —Corre el rumor de que prefieres a los hombres afeitados. —Yo sólo prefiero a un hombre —dijo, sosteniendo su mirada—. Y me gusta exactamente tal y como es, afeitado o no —añadió, y le lanzó el odre de vino—. Me toca ir al arroyo. Él observó sus movimientos a la luz de la hoguera y bajo el suave resplandor de la luna, pensando en que Brighid debía de ser la criatura más grácil de todo Partholon. Se suponía que tenía que vigilar la carne, pero no podía apartar los ojos de ella. Brighid encontró el mismo lugar donde se había bañado él, una zona en la que el arroyo formaba una poza muy agradable. Él la observaba, y ella se volvió a mirarlo. Bajo los rayos de luna, parecía una diosa del lago, en parte humana y en parte divina. Cuchulainn sintió el cuerpo caliente y pesado, y el alma increíblemente ligera. Ella le pertenecía, y él le pertenecía a ella. Y a quien no le gustara podía irse al infierno. Mientras cenaban hablaron muy poco, pero el silencio no era incómodo. No hacían falta palabras, sólo miradas y roces. Terminaron la comida y, como la noche anterior, Cuchulainn se recostó sobre la montura que había colocado en el suelo a modo de almohada. —Tengo una cosa para ti —dijo—. Quería dártela anoche, pero… Anoche… —La noche de ayer no terminó como debería. Esta noche será distinta. —Esta noche deberías tener esto —respondió él. Y le mostró una cadena de plata de la que colgaba la turquesa. —Es la piedra de Brenna —dijo Brighid, dejando que se posara en la palma de su mano. —Es tu piedra. Ella te la dio a ti. Creo que quería que la llevaras —repuso Cuchulainn, y le puso el colgante a Brighid en el cuello. La piedra quedó colgando entre sus pechos—. Yo no he sentido su presencia desde el día en que murió, pero quiero creer que aprobaría lo nuestro. Brighid cerró los ojos, intentando contener las emociones. —Vino a verme, Cu. —¿Cómo? —En sueños, como hiciste tú cuando tu alma estaba destrozada. Nos vimos en - 264 -


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