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1- SEBASTIAN DARKE, PRÍNCIPE DE LOS BUFONES

PHILIP CAVENEY

protector círculo alrededor de un carruaje de aspecto opulento, dispuestos a defenderlo con sus propias vidas. Los dos magníficos equinos que habían tirado del carruaje estaban muertos, con el cuerpo atravesado de flechas. Idéntico destino habían sufrido muchos de los guardias, cuyos cadáveres yacían esparcidos por el suelo. Mientras Sebastian observaba la escena, otros soldados fueron sucumbiendo bajo la lluvia de flechas que los malandrines seguían lanzando mientras cabalgaban una y otra vez alrededor de sus víctimas, gritando como dementes. —¡No es justo! —vociferó Sebastian. —Bienvenido al mundo real —repuso Cornelius, también a gritos—. No te preocupes, pronto igualaremos el recuento. Mientras los dos recién llegados se aproximaban al combate, uno de los malandrines, un hombre grande y barbudo a lomos de un equino gris, se percató de su presencia y se apartó de sus compañeros para atacar a Cornelius. Se lanzó hacia el pequeño guerrero a la velocidad del rayo, blandiendo en el aire un hacha de guerra y decidido a partirle en dos. Sebastian deseó cerrar los ojos, si bien le resultó imposible. Mientras pensaba que había sido un placer conocer a Cornelius, el hombrecillo realizó una maniobra extraordinaria, rodando hacia delante y deslizándose bajo los cascos del animal en movimiento. Luego, se impulsó hacia arriba y con la hoja de su espada escindió el vientre desprotegido de la criatura. El equino perdió el equilibrio, se tambaleó y se desplomó en el suelo, lanzando a su jinete cabeza abajo. Cornelius no vaciló; bien al contrario, se lanzó hacia delante con un grito aterrador a medida que otros jinetes se apartaban del grueso del combate para aproximarse a él. Sebastian no pudo observar por más tiempo, ya que se percató de que uno de los jinetes había reparado en él y se lanzaba al ataque a toda velocidad. Sebastian tragó saliva y apretó aún con más fuerza la empuñadura de la espada de su padre, repitiéndose a sí mismo que, si tenía que morir, lo haría como un valiente, sin mostrar miedo alguno, aunque por dentro temblaba como una hoja. El malandrín se acercó a él galopando, con su grotesco rostro pintado con franjas de algo que recordaba sospechosamente a la sangre. Se reía y agitaba su enorme espada por encima de la cabeza. Los cascos del equino parecían hacer vibrar el suelo mismo que Sebastian pisaba. Con desesperación, el joven trató le recordar el consejo que su padre le había dado para situaciones semejantes: «Deja que tu oponente haga el primer movimiento, pero mantente en guardia. Una vez que hayas esquivado el golpe, contraataca sin dudar un instante». El malandrín se colocó a su lado y se inclinó desde la silla de montar para asestar un sablazo. A medida que lanzaba el ataque, Sebastian osciló hacia un lado y la punta de la 36


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