Capítulo III Si Fedor Dostoievski, en vez de haber sido deportado a Siberia, lo hubiera sido a Bogotá, habría encontrado en la casa de Baltasar Riveros escenario y personajes para una novela. Porque allí reinaba la más deprimente y dolorosa miseria. No había ventana ni vidriera a la que no le faltaran varios cristales, ni silla que tuviera cuatro patas, ni asiento que no mostrara los resortes a través de la moqueta desgarrada, ni cama que mereciera ese nombre, ni cobija que no exhibiera boquetes y troneras casi tan grandes como ella, ni mesa que no padeciese de cojera crónica, ni taza o plato que no estuvieran resquebrajados, ni cuchillo que conservara la empuñadura, ni prenda de vestir ilesa, como que todas las exteriores e interiores de los cónyuges y sus hijos ostentaban enormes remiendos. Todos los muebles, enseres y ropas habían sido heridos en su desigual combate contra el tiempo y el uso. Las paredes ennegrecidas y cubiertas de cicatrices, los techos perforados por