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Consejo Editorial Edgar Aguilar, Marco Tulio Aguilera Garramuño, Marco Antonio Acosta, Mario Calderón, Celina Márquez, Mauro Mamani-Macedo, Omar Piña, Silvia Tomasa Rivera, Vicente Francisco Torres, Juan Ventura Sandoval. Ejemplar: $50.00, suscripción: 500 pesos. En el extranjero Dls. 50 €

Director

Raúl Hernández Viveros Subdirector Alberto Hernández Vásquez Administrador Mario Hernández Vázquez

3.- Guillermo Landa: El ave del paraíso/ 15.- Edgar Aguilar: Entrevista con Luigi Amara / 18.- Crónica de un suicidio / 22.Edmundo López Bonilla: De ilusiones y realidades / 34.Víctor Manuel Vásquez Gándara: ¿Aún no recupero la cordura? / 35.Carlos Roberto Morán: El caos, de Juan Rodolfo Wilcock.

REVISTA Cultura de VeracruZ, Año XIX, No. 92, Julio / Agosto de 2015, es una publicación bimestral. Tel. 012288156454. www.nuevaepoca.blogspot.com / culturadeveracruz@yahoo.com.mx Editor responsable: Alberto Hernández Vásquez. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo 04-2010081613030000-102, ISSN, en trámite. Licitud de Título: (en trámite). Número de Licitud de Contenido (en trámite). Impresa por Ediciones Cultura de VeracruZ, Altamirano No. 35, Col. Centro, C.P. 91000, Xalapa, Ver. Este número se terminó de imprimir el 26 de agosto con un tiraje de 1000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor. Julio / Agosto de 2015

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Edgar Aguilar Entrevista con

Luigi * Amara Edgar Aguilar (EA): ¿Nos aburrimos más ahora que hace, por ejemplo, uno o dos siglos? Luigi Amara (LA): Es muy difícil saber eso. Yo diría que el hombre contemporáneo tiene más miedo a aburrirse. Pienso que lo que ha cambiado un poco en nuestras sociedades es una ansiedad por divertirse, por pasarla bien, por tener todo el tiempo ocupado; entonces nuestra relación no sólo con los tiempos muertos sino con nosotros mismos se ha vuelto más complicada, más ardua, más desasosegante, pero en todas las épocas hay algo parecido a nuestro aburrimiento, tal vez ahora es un poco más histérico. EA: ¿Cómo enfrentar el aburrimiento? LA: Creo que tiene que ver con una especie de disciplina individual, hasta qué punto te aburres o no te aburres, o cómo convives con el aburrimiento. Nietzsche pensaba que todo artista, todo creador tenía que aburrirse; no sólo era una cuestión de si se aburría o no, sino que parte de la labor creativa, intelectual, es pasar

Foto] Alberto Tovalín [CNL-INBA

DE LO INERCIAL QUE PUEDE HABER EN LA ESCRITURA

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Ensayista, poeta y editor, Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) representa una de las voces más frescas y relevantes del ensayo que se escribe actualmente en nuestro país. Autor de títulos como El peatón inmóvil (2003), La escuela del aburrimiento (2012) o Historia descabellada de la peluca (2014), es también director editorial de Tumbona Ediciones. Julio / Agosto de 2015

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por periodos en que se está de algún modo vacío, sin saber qué hacer. Le hemos rehuido al aburrimiento, y para mí el aburrimiento es formativo, es algo que hay que atravesar, que te individualiza, que te enfrenta contigo mismo. Lo que me parece importante es cómo empezar a tener conciencia de que el aburrimiento es un estado más de la mente.

hace ver otros lados, otras posibilidades, un más allá de la inmediatez, y al mismo tiempo hay mucha imaginación en la filosofía; dado el caso, la sociedad necesita de ambas visiones, son complementarias y a veces incluso muy cercanas. Hay muchísimas formas de filosofías que son prácticamente poesía. Uno puede leer incluso hasta alguien estrictamente filósofo como Wittgenstein, y descubrir que allí hay toda una imaginación poética también operando, y en ese sentido diría que ambas.

EA: ¿El estar activos, ocupados, “distraídos”, nos hace sentirnos menos aburridos? LA: A través de la actividad, incluso de la actividad frenética, también uno puede aburrirse. El aburrimiento no sólo se da cuando hay inacción. Piensa en un obrero en una cadena de montaje haciendo tareas repetitivas y mecánicas, tal vez tiene que estar hiper concentrado haciendo lo que hace, y eso puede ser de una monotonía y de un hastío exasperante. Creo que el aburrimiento surge cuando no le encontramos sentido a lo que estamos haciendo o a lo que no estamos haciendo. Cuando uno rompe el vínculo y la implicación personal con la actividad o con la falta de actividad entonces uno empieza a aburrirse y a descontrolarse. Muchas de las tareas del mundo contemporáneo no nos dicen nada, nuestros propios trabajos puede ser que no nos estimulen, no tengan una relación real con lo que buscamos, entonces esta sensación de sinsentido es la que produce aburrimiento, tedio, fastidio, incluso hasta incomodidad.

EA: ¿Cuál es la finalidad de los encuentros de escritores? LA: Por un lado este tipo de encuentros lo que hacen es acercar a los lectores, a los posibles lectores, a los libros. De algún modo, la función primordial es esa. Y a veces se cumple y a veces no, o tal vez mucha gente que asiste no da el paso de ir de la charla a los libros. Por otro lado, también tiene este lado completamente engañoso y hasta contrario al espíritu desde mi punto de vista de la escritura, que es hacer del escritor un opinólogo, ni siquiera un intelectual, sino alguien que está opinando un poco a la ligera, cuando en realidad los libros, sus libros, son los que deberían decir las cosas. Tiene mucho este lado que hablábamos, como la necesidad de entretenimiento, de diversión, etcétera, el hecho de que los libros al parecer no basten, y que haya necesidad de algo más. También hay un lado obviamente de difusión y hasta publicitario de hacer este tipo de cosas, pero en última instancia lo ideal sería que uno escribiera y los libros dijeran –porque por eso los escribió– exactamente lo que uno quiere decir. Todo lo demás me parece anecdótico e innecesario en la medida en que no lleve otra vez de vuelta a la gente, al público, a los libros.

EA: Requiere más la sociedad de un pensamiento poético o de un discurso filosófico. LA: Si le preguntáramos a la sociedad, la sociedad diría que más entretenimiento, porque es lo que de hecho vemos, lo que la gente en general busca, pues es diversión. Pero tampoco haría mucha distinción entre una y otra cosa: hay un lado crítico también en la poesía, que nos Cultura de VeracruZ

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EA: ¿Hay una correspondencia, desde el punto de vista económico, entre el trabajo editorial y lo que el lector paga por un libro nuevo? LA: Efectivamente, el tema del precio está enloquecido, enrarecido; la ley del libro que iba a fijar un precio único nunca se ha aplicado, entonces tenemos que también la lectura se ha vuelto prohibitiva y probablemente tener libros materiales se volverá casi una aristocracia al ritmo que vamos. Estamos en una época en la que va a coexistir todavía durante mucho tiempo el libro electrónico y la posibilidad de descargar gratis el pdf, etcétera, y el libro en papel. Sin embargo, creo que se va a volver cada vez más selectivo qué libro realmente quieres tener físicamente en tu estante, y ahí va a ser una decisión de si estás dispuesto a pagarlo. EA: En qué te sientes más cómodo, ¿en la poesía o en el ensayo? LA: Normalmente estoy pasando de un género a otro; también me gusta escribir aforismos, por ejemplo. Uno de mis gurús literarios, que es Georges Perec, tenía la aspiración de escribir siempre libros diferentes, no repetirse. Y es algo que siempre me ha llamado la atención, aunque es difícil porque uno vuelve a los mismos temas quizá, y a veces hay inercias, pero he intentado que cada libro, que cada proyecto sea diferente, sea un nuevo comienzo formal, temático, etcétera, y de esa manera combatir lo maquinal, lo inercial que puede haber también en la escritura, y creo que eso es también lo que me permite estar alerta. Probablemente a la larga uno se dé cuenta de que escribió el mismo libro simplemente con títulos distintos, pero por lo menos mientras lo estás haciendo estás en un proceso de descubrimiento y búsqueda, que es también lo que me parece te mantiene despierto como escritor.

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el cuerpo) por su pensionista, la señora Otilia García, indicaba lo siguiente: “En la opulencia, como en la vacuidad, la mentira es el peor de los engaños que pueda soportar cualquier hombre sensible ”. Lo curioso o extraño de todo esto, o mejor dicho, a partir de este breve “mensaje”, es que las averiguaciones previas por parte del cuerpo policíaco de la entidad, hayan adjudicado el lamentable deceso a raíz de un disgusto que supuestamente habría tenido la noche del viernes el ahora fallecido estudiante a causa de un malentendido con un mesero del céntrico y conocido café-literario Galta. En entrevista exclusiva para El Periodiquín Jarochín con el presunto mesero, Antonio Morales, y la gerente del establecimiento, Graciela de León, de 22 y 43 años, respectivamente, se determinó lo que a continuación presentamos: PERIODIQUÍN JAROCHÍN: ¿Qué relación había entre café-literario Galta, y el joven poeta Librado Contreras? GRACIELA DE LEÓN: Él era un cliente que frecuentaba comúnmente este café. Siempre venía solo. Le gustaba sentarse en la barra y por lo regular pedía el paquete de promoción... Me daba cuenta porque yo me encargo de la caja y él se sentaba a un lado. Abría un libro (siempre traía uno o varios libros, además de una carpeta con trozos de periódicos viejos y papeles) y se ponía a leer tranquilamente. Nuestra relación fue prácticamente de servidor y cliente. En una ocasión me preguntó muy amable si conocía un libro que llevaba, mientras me lo mostraba y me lo ofrecía: no recuerdo el autor ni el título, pero era de poesía. Le dije que no; él se limitó a sonreír y me dijo que era muy interesante... o emocionante... o alucinante... No recuerdo bien, pero fue el único intercambio de palabras que sostuvimos. Nada más. P.J.: ¿Qué fue exactamente lo que sucedió la noche del viernes con él? ¿Cómo se originó la

Crónica de un suicidio Edgar Aguilar 

Se ahorca a raíz de malentendido con mesero

¡Poeta suicida! 

“Paquete de promoción” en conocido café de la ciudad ocasiona el lamentable deceso

Distinguido alumno de la Universidad Veracruzana

DE LA REDACCIÓN. XALAPA, VER. El sorpresivo suicidio de un joven estudiante de la Facultad de Letras Hispánicas de la Universidad Veracruzana (UV) causó gran conmoción en el medio universitario e intelectual de Xalapa; según el reporte de las autoridades que se dirigieron al lugar de los hechos, el mencionado occiso, que en vida respondía al nombre de Librado Contreras, de 21 años de edad, se colgó de una viga sujetándose una soga al cuello en su habitación de la calle Calandria No.15 de la colonia Obreros Unidos de esta capital alrededor de la media noche —como señaló el informe forense—, luego de haber dejado una nota escrita en una pequeña mesa de trabajo. La nota, que fue hallada horas después (junto con Cultura de VeracruZ

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confusión? MESERO: Verá. Como ya le mencionó la señora Graciela, él acostumbraba sentarse en la barra; sin embargo, esa noche no fue así. Entró como siempre: callado, serio, con sus cosas bajo el brazo, pero en lugar de dirigirse a la barra, se acomodó en una de las mesas cerca de la entrada. La barra estaba libre, por lo que no justificaba que no fuera en su dirección si acaso hubiese habido en ella personas que la ocuparan; simplemente no quiso ir para allá por no sé qué motivo. Yo me acerqué, le di la bienvenida, le ofrecí la carta pero él la rechazó de inmediato; me dijo que quería sólo un café americano. Yo le pregunté si no deseaba algún pastel, como regularmente sucedía... Pareció pensarlo un momento, pero después asintió con la cabeza, señalándome con el dedo (había tomado la carta que yo había dejado en la mesa para anotar su café) un pastel de tres leches. Le dije que enseguida se los traería y me retiré. P.J.: ¿Crees que habría sabido que la promoción: “En la compra de cualquier rebanada de pastel, café americano gratis”, ya no seguía vigente por determinada o determinadas circunstancias? M: No, lo dudo. La promoción era manejada sólo internamente, es decir, únicamente el personal sabíamos, o más bien, decidíamos en qué momento entraba en vigor como en qué momento se suspendía. P.J.: ¿Por qué no se les había informado a los clientes que la promoción había ya expirado? M: Desde luego que se les avisó. Cuando se nos preguntaba que si en la compra de determinado pastel el café americano aún sería gratis, de inmediato se les prevenía que ya no era así, que el costo habría de ser, obviamente, superior. P.J.: ¿Librado Contreras no fue entonces informado con antelación? Julio / Agosto de 2015

M: No. Porque él, como le mencioné al principio, no preguntó expresamente por el paquete de promoción, sino que pidió un café americano, gratis con anterioridad en la compra de cualquier rebanada de pastel, cierto, pero después, él optó precisamente por un pastel: el de tres leches ya aludido. Él debió, seguramente, haber pensado que yo le ofrecía el pastel en miras de que, si el costo del café americano es de trece pesos y el del pastel de tres leches (como cualquier otro pastel) es de veinticinco pesos, por lo tanto resultaba más conveniente gastar doce pesos más consumiendo ambas cosas, es decir, como lo estipulaba la promoción. P.J.: ¿Qué sucedió más adelante? M: Bueno, pues cuando le llevé el café y el pastel, mientras los servía en su mesa, empezó a protestar por la música que se escuchaba de fondo. Dijo que esa música era deprimente y aburrida..., que ya estaba harto de escuchar siempre lo mismo. Se veía realmente malhumorado. P.J.: ¿Qué música era? M: No recuerdo bien si era trova o pop en inglés, que es la que comúnmente ponemos, además que es la música que la mayoría de los clientes prefiere. Yo le pregunté, en tono conciliador, qué tipo de música le agradaba, para lo cual me respondió: «eso no es de tu incumbencia. Puedes retirarte». Desde luego que me retiré un tanto sorprendido por su respuesta. P.J.: ¿Había hecho un comentario referente a la música en ocasiones anteriores? M: No..., o no que yo sepa. P.J.: ¿Crees que la clase de música que había en ese momento haya influido en la discusión que se originó posteriormente? M: Tal vez, aunque yo creo que ya venía con ganas de pelear, independientemente si le desagradaba o no la música... ¿Por qué entonces 19

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no se sentó en su lugar de costumbre? Algo seguramente se traía entre manos. P.J.: ¿Quieres decir que ya tenía intenciones de armar un escándalo, y que la música, al igual que la cancelación de la promoción, sólo fueron un pretexto para así poder conseguirlo? M: Bueno, no exactamente, eso yo no podría saberlo ni mucho menos afirmarlo; sólo digo que aquella noche había algo que no cuadraba con su manera habitual de comportarse: siempre tan serio y tan, por qué no, respetuoso. P.J.: ¿Dejaba propina? M: Cuando lo atendía alguno de nosotros sí... G. de L.: Cuando lo atendía yo..., no, nunca. Sólo me decía que el café había estado muy rico, me daba las gracias, tomaba sus cosas y se iba tranquilamente. P.J.: ¿Esa noche había bastante gente, verdad? G. de L.: Sí... quizá eso también haya provocado que se irritara tan fácil por algo que no valía la pena... P.J.: ¿Quiere decir que era una especie de tipo introvertido, y que al ver a tanta gente reunida le provocara cierta misantropía, es decir, cierto odio a sus semejantes? G. de L.: Lo primero sí lo creo; lo segundo., no lo sé, no quise decir eso, sino que tal vez esa noche no tenía ánimos de estar cerca de los demás. P.J.: ¿Qué sucedió cuando pidió su cuenta? M: Bueno, le diré que las ocasiones en que yo lo había atendido, nunca pedía la cuenta; sólo me hacía una seña y, al acercarme, me ponía el dinero en la mano, lo del consumo; la propina la dejaba en la mesa: cuatro o cinco pesos, según como anduviera, pienso. Como nunca solicitaba nota, yo le dije que eran treinta y ocho pesos, y esperé un momento para que depositara el dinero en mi mano, como de costumbre, y no en Cultura de VeracruZ

la charolita con su respectiva nota como todos los demás clientes cuando piden su cuenta. Me miró con un gesto incrédulo y me preguntó: «¿Cuánto me dijiste?» Y yo le volví a repetir: «treinta y ocho pesos, joven». «No es posible», me dijo, aún sin alterarse, «sólo tomé un americano y un pastel de tres leches: veinticinco pesos», puntualizó. «Lo siento, pero del café son trece y del pastel veinticinco pesos, o sea, treinta y ocho pesos... Quizá usted esté pensando en el paquete de promoción, es decir, en el paquete de promoción que ya ha sido suprimido». «¡Y por qué diablos no me avisaste antes de ofrecerme el pastel!», me increpó. Y usted entenderá que ante ese impulso inesperado, con todas las miradas puestas sobre mí, o más bien, sobre nosotros dos, me quedé completamente mudo. Quise explicarle pero, ¡si ya lo había hecho! Y sin embargo, sentía que había algo que quizá me privé de decirle... ¡Pero qué!... No podría haberle dicho, después de ofrecerle el pastel: mire, si quiere pastel, tome en consideración que la promoción del mismo que incluye café americano gratis ya no existe, o ya no está vigente... u olvídela, por favor... Ahora hágase responsable del costo que tiene cada rebanada de pastel y cada bebida... ¡Si tan sólo hubiera pedido el pastel con anticipación, es decir, primero éste antes que el café americano!..., habría habido entonces manera de decirle: le informo que su café ya no está incluido en el paquete de promoción... ¡Pero no fue así, sino todo lo contrario, no habiendo manera posible de prevenirle su confusión!... Entonces él se puso frenético, empezó a maldecirme y a maldecir la música y a insultar a todos los clientes por soportar la maldita música deprimente y aburrida agitando los brazos al aire, como un verdadero loco. Me exigió su nota gritándome a la cara. Se la traje enseguida, tomó la nota e hizo bizcos con ella, le lanzó una maldición mientras repetía «treinta y ocho 20

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miserables pesos, treinta y ocho miserables pesos», sacándose un billete arrugado de a veinte del bolsillo del pantalón con algunas monedas; depositó el dinero en la charolita y se fue no sin antes injuriar por última vez a todos y a todo con una voz que, más que de enojo, parecía un delgado hilillo trémulo de sonido. Salió agobiado, abatido... Podría decir que sin rastros de ira... quizá sólo desesperado. P.J.: ¿Cuándo había sido suprimida la promoción? G. de L.: ...Apenas lo habíamos acordado, formalmente, justo poco antes de que él había entrado... pues desde ya avanzada la tarde, casi sin advertirlo, se había empezado a cobrar sin tomar en cuenta la promoción..., quizá porque nadie de los clientes hizo mención o alusión de ella en ese preciso momento, o porque nadie, que yo recuerde, había pedido exactamente un pastel con café americano, sino que pedía otro

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tipo de bebida, o solicitaban algo más aparte de esto... , alterándose, como por sí mismo, el paquete de promoción que con tanto éxito habíamos manejado. En verdad es algo lamentable, por ser inexplicable en cierta manera... Estos fueron los pormenores y declaraciones que en premisa exclusiva para El Periodiquín Jarochín dieron las personas afectadas y, de algún modo, involucradas en el esclarecimiento del suicidio del joven y distinguido poeta, como así lo recordaron algunos de sus compañeros y maestros, estudiante de la carrera de Letras Hispánicas por la UV. El texto citado por el presunto suicida fue escrito en el reverso de la nota de consumo del conocido café-literario Galta, que, por cierto, ha lanzado de nuevo su exitoso paquete de promoción: “En la compra de cualquier rebanada de pastel, café americano gratis”. 

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perezosos que discurren bajo el hálito cálido del sol por los inmensos meandros en su marcha a la mar. El salto mental lo situó con los dieciocho años de su edad, como “aprendiz de todo y oficial de nada”, a las márgenes del río de Las Mariposas y huésped de una familia de pescadores. ¿Cómo llegó hasta ese lugar? Como le sucedían a él las cosas por la permanente necesidad de ganar la comida del día que estaba viviendo; esperando mientras tanto, la oportunidad de trabajar eventualmente en la fábrica de cerveza. Porque ese era el destino de los adolescentes y los jóvenes de todo el extenso valle donde nació y que no tenían posibilidad de estudiar: la cervecería y para no variar las fábricas de hilados y tejidos. Aun así, el asunto no parece tener cuadratura y tiene la explicación de que uno de sus hermanos mayores, era trabajador de la cervecería y amigo Andrés, otro obrero cervecero que emigró de La Perla de Sotavento, a lo que fue Pluviosilla, y alguna ocasión lo invitó a visitar su tierra. La mirada divagaba por el paisaje insular del muelle, que aún en la lejanía, dejaba ver el intenso movimiento del gran puerto, pero el pensamiento había volado, en un retroceso de más de treinta años. …Desde que la red se hizo más pesada que las otras cuatro ocasiones, pensó en la posibilidad de los buenos resultados. Los demás hombres sabían qué y cómo iba a suceder, tenían la experiencia de toda la vida. Muchas veces habían bregado con los cabos tensos, endurecidos por el agua. Quién sabe cuántas noches como aquella que se había hecho en la imaginación, o cuantos días plenos de sol, se esforzaron en la monotonía

Edmundo López Bonilla De ilusiones y realidades La veloz lancha de motor fuera de borda se enfilaba directamente al leve promontorio frontero que cerraba el horizonte y en sus cabeceos sobre el ligero oleaje, salpicaba las menudas gotas saladas de agua marina de los tres o cuatro kilómetros, que mediarían entre el puertecito de Zacatal y los muelles de la isla Del Carmen, ese rocío menudo mojaba con su frescura temprana, la faz y el cuerpo del hombre que iba con la decisión de “hacerla” en las plataformas petroleras. Para eso contaba con la experiencia de los años y los retos en el oficio de la construcción y el orgullo de un hacer bien aprendido a lo largo de los años. El olor marino del Golfo, por el profundo misterio del pensamiento, lo trasladó, en la brevedad de un instante a otro ámbito acuático y al aroma diferente de los grandes ríos. Aguas de fluir tan lento que parecen no avanzar, ríos silenciosos de los que muy pocos adivinan su cantar, de sutiles emanaciones de légamos profundos, de efluvios que sugieren masas de vegetaciones remotas, corrientes de flujos Cultura de VeracruZ

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de ese jalar; cuántas veces tuvieron que disfrazar el escozor de las manos, producido por las pequeñas puntas de las fibras del henequén que no se plegaron a la torcedura, y endurecidas por la humedad, escocían las manos como agua hirviente. Y aun así, había que jalar, jalar, jalar… hasta que la red mostrara si podían sentir contento o frustración. A la luz rojiza, parpadeante, del hachón impregnado de petróleo que mal alumbraba la escena, vio que por fin se terminó el penoso trabajo del cable y ya asomaba la malla de la red; que por fin se terminaba ese largo tramo de cable que los mantuvo afanados tanto tiempo; metro a metro la red iba formando un montón a un lado de donde los hombres trabajaban, y en ocasiones, de los grandes cuadros del tejido, pendían peces que azuzados por el instinto pugnaron por escapar, rompieron los hilos y quedaron amallados, presos, con las agallas entre el portillo formado por el intento de fuga. El tiempo pasaba sin que él lo sintiera. Su única preocupación era que alguien descubriera su debilidad de bisoño: que alguien notara en sus gestos las señales del dolor causado por el profundo ardor de las manos, el peso del cansancio y el abatimiento que ya le dejaba la enfadosa molestia causada por la lucha inútil contra los mosquitos, que desde su llegada a esos parajes se habían cebado en las piernas desnudas, en el cuello, en los brazos, en la cara. También le preocupaba que alguno de esos curtidos hombres notara el fastidio, la desesperanza que habían dejado los lances anteriores, trabajados en parajes del río, que quizá eran incómodos o peligrosos para esos quehaceres, pero se libraron porque el ojeador Julio / Agosto de 2015

había descubierto indicios del cardumen desplazándose en su viaje hasta los ignorados rincones de esa inmensidad de agua, que la herencia inscrita en sus genes les indicaba que eran propicios para desovar. Al parecer, en ese atardecer, el segundo desde que salieron del pueblo, ese hombre por fin había acertado, y él entendió por qué estuvieron mucho tiempo de la tarde y las primeras horas de la noche, en una espera que le parecía ociosa, en medio del calor de abril, más opresivo porque el aire se detuvo, y los veinte hombres, reducidos al silencio riguroso que exigía el acecho, sobrellevaban con la tranquilidad que a él le faltaba: esa inmovilidad forzosa que los retenía con su rigor dentro de la barca, donde hasta el sencillo hecho de moverse había de hacerse con cautela. Serían más de las diez de la noche, cuando el viejo Rafael Alegría, en un susurro, dijo: “Vamo a calá”. El único que no obedeció, fue el motorista de la barca: los demás hombres, en el mayor silencio, fueron a los lugares que habían ocupado en los lances anteriores. Él tuvo que caminar por la orilla cubierta de maleza, y allá fue, descalzo como todos los hombres del río, a veces dentro del agua, sin saber qué pisaba, si habría algún animal dañino amadrigado entre las hierbas, para enterrar en la orilla fangosa el delgado tronco donde se amarraba el inicio de cuarenta o cincuenta metros de cable que yacían sobre el enorme montón de la red que colmaba el vientre de un canalete: lanchita que parecía insignificante en la anchura del río, pero capaz de contener más de ciento cincuenta metros de red, más los dos tripulantes, más otro tramo de 23

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cable similar al que, solitario entre la oscuridad, sostenía. En la penumbra de una noche clarísima, el canalete partió como si tratara de cruzar el río, el remero bogaba con un ritmo ligero, silencioso, en consonancia con la labor de ese hacer hecho de cautela; gradualmente derivó a favor de la corriente, describiendo un amplio círculo, mientras, los hombres fueron botando la red, que ayudada por el peso de los plomos, ciñendo el cabo que debería sumergirse, iba formando la trampa que robaría al río su riqueza. Poco a poco, esa enormidad de red iba llegando a las aguas bajas de la escasa playa, donde la había arrastrado la voluntad de diez hombres en cada extremo de la trampa: unos afanados con el cabo superior, relativamente más ligero, que balanceaba sus boyas sobre la superficie, los otros con lo más pesado, porque además del peso de la red y los trozos de plomo que la mantienen a ras del fondo, habían de luchar contra el peso de los peces poseídos del instinto de escapatoria. Sin que se diera cuenta de cuánto tiempo llevaban en ese tirar del aparejo, ni de qué manera, el redil se había estrechado, tanto, que ya algunos hombres se ocupaban en tomar pescados y arrojarlos al fondo del canalete que antes alojó la red, y más tarde a la lancha grande, que para él, hasta entonces mostró para qué serviría. Durante dos días y cuatro lances similares al de esos momentos, buscaron lo que ahora veía: enormes robalos, que luego lo supo, pesaban más de ocho kilos. Entre la espuma, el agua hervía de formas oscuras, movedizas, y se oía el murmullo del chapoteo de los cuerpos aligerados Cultura de VeracruZ

por el impulso primitivo de la huida, la falta del agua y la urgencia de salir de la trampa, intento inútil, porque esa bolsa que los retenía, se estrechaba cada vez más, en la voluntad ciega de los hombres de capturarlos. Nunca había visto tal cantidad de peces juntos, como nunca había estado inmerso en ese cúmulo de emociones. Allá, lejos, en su infancia, junto con otros chiquillos deambulaba por los arroyos cantarines, por ríos torrentosos de su tierra pescando pececitos de escamas verdosas, y la admiración cundía cuando entre las redes improvisadas con cualquier trapo, con algún canasto medio destejido, quedaban atrapados “los pescaditos grandes”, que no pasarían de unos diez centímetros. Pero los que ahora miraba eran enormes: medían ochenta o noventa centímetros, y se rebullían con toda su fuerza. Y la fuerza emanada de tal cantidad de vida, hacía que su atención estuviera centrada en el entrevero… y nada más. Se había borrado de su mente la tristeza por ese pasar que no tenía más plan ni meta, que resolver lo inmediato, y la diaria urgencia le vedaba la ilusión de ser “alguien”. Asunto al parecer sin solución, que lo mantenía en una constante búsqueda. Aunque si le hubieran preguntado a qué aspiraba, no sabría precisarlo porque el “ahora” le empañaba los planes. Sin embargo, ahí en el agua, presos en la trampa de hilos, estaban los robalos y para él, porque en ese momento únicamente podía pensar en él, su captura y su muerte prefiguraban una ocupación. Algo semejante a la seguridad que presta la satisfacción de las necesidades urgentes. Le parecía que había 24

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hallado su destino. Que habían quedado atrás los apremios de la desocupación. Su condición de novato no le permitía participar para concluir el lance afortunado. Mientras los hombres se afanaban tomando a los pescados por las agallas, porque ese es el modo más seguro para sostener al animal resbaladizo que además se sacude con toda su fuerza, él no podía tomar parte en esa maniobra que con cada presa coronaba esa empresa. Inmerso en la emoción por lo que veía y sentía, a su alrededor se hizo un espeso silencio: no escuchaba la algarabía de sus compañeros; los gritos jubilosos, algún improperio cuando alguien era burlado por la habilidad, la fuerza y el instinto animal que pugnaba por la sobrevivencia. Solamente era importante tener la vista, el pensamiento centrado en los animales que se debatían en el abandono de la vida. Y si el bullicio no le importaba, menos importancia tenía el cansancio y el fastidio de dos días de ese trajinar al parecer inútil por los pobres resultados de los lances anteriores; el estrago de la desvelada y la carencia de oportunidades de dormir, de descansar; la piel enrojecida y la comezón causada por los piquetes de los mosquitos. Los hombres seguían atrapando los robalos apresados en esa redada. Pronto se llenó el cajón de la barca de motor, donde, entre trozos de hielo, se conservaban los cinco robalos y el sábalo, capturados en cuatro lances anteriores, más algunos pejepuercos, pescados sin valor, que únicamente se conservaron para utilizarlos más tarde como carnada en la pesca de jaibas y camarón. También el vientre de la lancha de remos se fue colmando. Julio / Agosto de 2015

Cuando lo que formaba el centro de la red finalmente llegó a la orilla, se recogieron los últimos pescados. Y hasta entonces lo notó: tenía, como todos los hombres, la piel tensa por esa baba, reseca ahora, que los peces resumaron entre el entrevero y que inundó el ambiente con su intenso olor, y pensó que acaso, para esos animales, despedir aquella viscosidad era un medio defensivo: el último intento de evasión. Siguió el trabajo de ordenar con esmero, toda la red, metro a metro, como si se estuvieran preparando para otro lance, pero, se hacía a ritmo pausado, porque el contento bullía en el pecho y únicamente, habría de esperar el amanecer para iniciar el regreso… La evocación se borró de su mente, porque la lancha terminó su travesía, atracó en un muelle pequeño, alejado de las grandes naves y él descendió, internándose en el ámbito de actividad febril del puerto dedicado a los trabajos petroleros. Punto de reunión donde convergía gente de todas partes del mundo y de variados oficios relacionados con los trabajos de extracción del petróleo, cuyo interés estaba centrado en todo lo encaminado a sacar a la superficie ese oro negro que yacía en el fondo de la rica Sonda. Para ese fin, allí había enormes barcos, helicópteros, poderosos remolcadores y multitud 25

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de barcazas para los trabajos del muelle. Bullían grupos de gente rubia, morena, negra, de donde escapaban a ratos las palabras extrañas de las lenguas extranjeras y el murmullo profundo de toda esa gente que deambulaba en sus ocupaciones, aliado al otro murmullo más grave y poderoso: el ronroneo de las máquinas de los barcos amarrados a los muelles, el estrépito de los motores de los remolcadores en movimiento, el ruido de aspas batiéndose de los helicópteros en su vuelo. Todo propiciado por esa riqueza sepultada desde el principio de los tiempos en el fondo marino y que hoy, para algunos, era necesario sacar, y ya afuera de las profundidades, ser materia de comercio, de poder. Hacía muchos años, se desató la fiebre petrolera en esa parte del mundo, el gobierno, deslumbrado por la posibilidad de la riqueza, permitió lo que generó el auge, porque las arcas de los ricos extranjeros se abrieron generosas, para que el país pudiese adquirir la tecnología necesaria para trabajos tan complejos. ¡Eso sí! Con el derecho de ser los primeros, y hasta donde fuese posible, los únicos, compradores del oro negro. Como él únicamente era un engrane, y uno de los más pequeños de la extensa maquinaria, pudo caminar por donde quiso y ver cuánto le dio la gana. Sin demasiado trabajo, sin tener que esperar mucho, resolvió los asuntos necesarios de la contratación y en la espera de embarcarse, siguió vagando por las calurosas y animadas calles de la isla. Llegó a una amplia plaza rodeada de árboles y bancas para descansar. Bajo el árbol que prometía más sombra, se dispuso a esperar. Cultura de VeracruZ

Y entonces el recuerdo de sus dieciocho años retornó a su mente. …Hacía muchas horas, cuando los primeros metros de aquella malla se habían cobrado, un hombre le hizo la advertencia: “Cuidao con la bocachica”; pero él no entendió, porque desde que llegó a esa región, el hablar rápido y cortado y la entonación de aquellas personas, se le hicieron ininteligibles y menos sabía qué era una bocachica. Todos los errores cobran. Posiblemente quien le hizo la advertencia, tenía la intención de jugar con su novatez, porque él creyó que le daban ese paño de red por algún motivo especial, y al cerrar la mano izquierda sobre aquella trama de hilos, sintió que algo infinitamente agudo traspasaba la palma de la mano. El dolor atroz le hizo levantarla y vio que de donde se iniciaba la terrible punzada, pendía un pececillo no más grande que una sardina, pero armada de tres púas, y la del lomo estaba encajada profundamente en su carne y era la causa del dolor insoportable. Pero el trabajo debía seguir, por lo tanto, alguien le ayudó a desembarazarse del bicho y la espina… y nada más. Más tarde hubo un alma compadecida que trató de moderar el dolor, aplicándole, sobre el punto dolorido la brasa de un cigarro, de dos, de tres. En ese momento no sabía que el intento de auxilio habría de resultar dañino, porque la lumbre de esos cigarros sobre el punto doloroso, causaría una quemadura profunda que el tiempo y el trasiego del agua del río convertirían el área punzada por la espina en infección y luego, el intento de “matar el veneno” no sería más que un pequeño pozo lleno de pus, que solamente 26

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desesperanza, reanudó los recuerdos, que habían dado en manifestarse en su mente desde que llegó al muellecito de Zacatal, y que fueron rotos por el escándalo de las urracas que con su gañir atronaba el aire. …Además del accidente, hubo algo que no olvidaría: sin que él supiera cómo, la expedición habría de durar el tiempo que fuera menester, iba provista de botes de leche evaporada, café, azúcar, duras galletas de mar, arroz, hierbas de condimento, cebollas y ajos, sal, chiles en vinagre embasados y chiles verdes. Con dos de los pescados atrapados en el primer lance, se aderezó un sabroso guiso de pescado con arroz. Entre la albura del arroz cocido, estaba la blancura de las “ruedas” de robalo, que uniendo sus sabores al de las hierbas de olor, las cebollas, los ajos, los chiles y la sazón de la sal, dieron la suculenta “minilla”. Ese fue el segundo regalo del río. En ese festín cada quien comió hasta quedar satisfecho. Antes, al amanecer, para aliviar un poco el desabrimiento de la desmañada, habían disfrutado de café con leche y galletas de mar, en un desayuno que parecía inusitado, porque todo aquello le parecía un lujo. Y ese primer día, descontando el duro trabajo de jalar la red, parecía un paseo donde todo era nuevo: el suave estímulo del café con leche, el sabor de la minilla; el ancho y caudaloso río de Las Mariposas que discurría lento por su cauce arropado en el intenso calor del trópico, moderado a ratos por la brisa fresca que venía del Golfo y que hervía de vida: el codiciado robalo que buscaban, el rechoncho y rojizo pejepuerco, unos pececillos alargados con una pequeña aguja como extensión de la cabeza, el

sería saneado por medio de cauterización con un aparato cuya punta elevaba la temperatura hasta el rojo blanco, e iría quemando la podredumbre, para dejar un hueco de carne enrojecida, donde cabría, si alguien buscara una comparación, una aceituna mediana y que tardaría muchos días en restañarse. Mas hubo algo que no lograba entender: al parecer, todo el dolor se había gastado en las horas posteriores al accidente. Después, insensibilidad en la herida infectada, insensibilidad en el hueco dejado por el aparatito cauterizador, insensibilidad durante los días en que la herida iba encarnando. Mas eso sería mucho después. En medio de la urgencia que planteaba la enormidad de peces, el orgullo ganó. Podrían decir, con su modo bravo de expresarse y con toda razón, que era muy pendejo, pero nunca dirían que el incidente y el dolor le achicarían el ánimo. El ver a los peces rebullendo en la trampa, todo lo anuló… Bajo la fronda de un árbol, envuelto en el calor pesado del mediodía, moderado apenas por la brisa que venía de la mar, trataba de no sentirse incómodo con la ropa pegada al cuerpo por el sudor, trataba de pasar las horas que aún faltaban para embarcarse, y en esa espera sin Julio / Agosto de 2015

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chucumite, las innumerables miniaturas que formaban cardúmenes casi invisibles del timiche, que capturados con una tela fina, parecían rayaduras de coco y ya guisados eran un delicado manjar, el prieto, rollizo y alargado guabino con reputación de sabrosísimo, entre aquellos conocedores de las sabrosuras brindadas por el río, mojarras, camarones, tortugas… y la perniciosa bocachica, entre multitud de peces y animales desconocidos para él. Por el aire: canates y gaviotas; muy alto en el cielo, el vuelo circular de los pelícanos que rotaban lentamente, desplazándose en dirección a las lejanas fuentes del gran río; el cielo claro, azul, luminoso, la luz brillante de abril. Y sobre todo, ese bogar libres por el río. No terminar de sorprenderse de estar allí. Alejado de su tierra y de la rudeza de su realidad. Disfrutando en cambio de algo que íntimamente consideraba como un paseo que premiaba algo, sin saber qué era. Cayó la tarde, vino la noche. La oscuridad hizo más severo el acoso de los mosquitos, e imposible el tratar de dormir en un ambiente extraño, donde la emoción por tanta novedad, hacía imposible no solamente el descanso. Y cómo habría de dormir en medio de ese campamento de veinte desvelados que mataban el tiempo muerto de aquélla otra espera a la orilla de río, entre pláticas, carcajadas y embromamientos: como la pasada que le hicieron al indio aquel, diciéndole: “¡Ahi viene el tigre!, ¡Ahi viene el tigre!”. Mientras alguien escondido entre el cañaveral, imitando ruidos de animal, gruñía y agitaba las cañas. Jugarreta que no terminó en tragedia, porque alguno de los Cultura de VeracruZ

hombres detuvo al indio, que sin arredrarse había “pelado” la faca y trataba de internarse al cañaveral con la intención de luchar con la fiera, y forzosamente, entre la oscuridad y las cañas, sólo iría contra el bulto, contra el movimiento de ese bulto que desató su alarma y el miedo ancestral que representaba la fiera. Como iba de sorpresa en sorpresa, se asombró de la rudeza de ese juego y con la alarma del indígena, pero así era de primitivo Hilarión Pajarito: ese hombre nacido entre las selvas que fueron, y hoy yacen bajo las aguas de una presa que regula las crecidas del tiempo de aguas. Torrentes desbordados que desolaban, casi año con año, la planicie sotaventina. Así era ese hombre arrojado y taciturno, de quien, él, no entendió ninguna palabra, y siempre se admiró de que los demás hombres de esa comitiva entendieran qué les decía, y mostraban respeto, o miedo, roto por aquellos chanceros del grupo, pero rápidamente restablecido cuando la faca apareció en sus manos. Aunque su caso no era comparable con el de Hilarión Pajarito, había alguna semejanza, él tuvo que aprender a desentrañar algunas palabras confusas por la rapidez al ser dichas y lo elevado del tono, rayano en el grito; otras ocasiones se quedaba sin entender, porque entre su español y el de aquella gente mediaba la distancia que ponen las costumbres regionales de trocar el nombre de las cosas y las situaciones. Por su modo reposado de hablar, usual donde nació, fue apodado “El Chilango” aunque no lo era, y también era tratado con alguna reserva por los veinte hombres de la expedición. Dije mal, solamente dieciocho hombres de la expedición, se mostraban recelosos, porque habría de 28

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descontarse a su hermano, y a Rafael Alegría, el patrón de la pesquería y anfitrión de los hermanos. El viejo Rafael Alegría, imponente por su altura y su corpulencia, era dueño de una sólida cortesía, recibió a los visitantes como familiares apreciados, y para bien de los forasteros, esa cortesía, sin ser obsequiosa, se extendía a los demás pescadores. Pero aún así, la asimilación era lenta. Sin embargo, Rafael Alegría y su familia, sin poses, brindaron su casa y eso era importante para el pueblo e influyó para que ese trato se acercara a cordialidad… El tiempo de espera terminó y ahora se dispuso a abordar la lancha que lo llevaría al gran barco donde viajaría hasta algún lugar de la Sonda, donde por un lapso de tiempo trabajaría. Sabía que multitud de hombres y de máquinas, en tierra y en la mar, estaban empeñados en el mismo propósito y se esforzaban en consonancia. Que personalmente, con sus afanes contribuiría en el extenso aparato diseñado para extraer el petróleo a costa de lo que fuese, aun la vida de sus servidores y que a cambio de los sudores y los riesgos, solamente recibiría una “migajita” del caudal de riqueza que diariamente se extraía. Desde que conoció la complejidad de los trabajos petroleros, entendió que en alguna parte, intereses poderos hacían funcionar ese negocio donde importaba poco la persona, comparada con los resultados. Y por mucho que ganase, siempre recibiría la migajita, porque los dueños del negocio siempre se llevarían la parte del león. Pero aquel inquietante vacío de su juventud se había colmado porque, a diferencia de entonces: ya era oficial de algo que le Julio / Agosto de 2015

satisfacía el alma y daba para cumplir con los apremios monetarios. En la obligada holganza de la navegación, los recuerdos que volvieron a ser, hacía muchas horas, retornaron. …El inicio de la aventura fue además de estar donde nunca había estado, un aprender cosas: conocer el río y saber que por su cauce vagabundería libre; ver tanta gente dispuesta a la empresa incierta, admirar los de aprestos de esa empresa, que incluían una gran barca de motor cubierta con una toldillla para protegerse del calor o de la lluvia, donde había una enorme caja que guardaba barras de hielo. Esa barca no era tan grande como los barcos alvaradeños que podían salir a la mar, y tenía su operador, capacitado para hacer reparaciones en caso necesario; una lancha de remos de unos doce metros y un canalete donde iba la red y los cabos y era útil para las maniobras ligeras. Entre todos los hombres, dos eran muy importantes: el experimentado en ver sobre la superficie del río, los indicios que las grandes concentraciones de peces dejan ver a los enterados. Ese hombre, por encima del patrón, dirigía el destino de la expedición. Parado sobre la proa de la barca, mecido por el movimiento del avance, en algún momento ordenaba moderar la velocidad de la marcha, detenerla o reanudarla. Cuando la detención se hacía, el hombre miraba la superficie lejana rizada por el viento, atisbando, tratando de desentrañar los signos que sólo él conocía. Cuando en ese hacer que parecía de hechiceros, su convencimiento era grande, ordenaba el inicio del lance, sin importar que el paraje no ofreciera facilidad para el trabajo. 29

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Si en el transcurso de esa calada, la red, pese a los esfuerzos, no salía, se daba por hecho que se había trabado. Y para eso iba el buzo, apodado el Fraco, porque en su hablar cortado, aquella gente decía, con una graciosa metáfora, que ese hombre tenía en los pulmones un frasco suplementario de aire que le permitía estar mucho tiempo bajo el agua. Su pericia le hacía adivinar, o intuir, dónde era la trabazón y era su empeño remediar el accidente, persistía, hasta que la red era liberada y reanudaba el avance, aunque hubiera tenido que ser rota a cuchillo para destrabarla de las ramas de árboles sepultados entre el fondo cenagoso del río. Allá, en algún sobre la superficie, montado en el canalete, Fraco trataba de adivinar el sitio preciso donde la red estaba atorada. Un clavado, y el hombre desaparecían de la vista por un tiempo prolongado, y así una y otra vez, hasta que la malla era liberada. Y otra vez, y otras, tantas como fuesen necesarias, antes de lograr la captura provechosa: ese era su trabajo. Fue en el segundo día de aquello que le parecía vagabundeo inútil, que las provisiones del banquete anterior se habían terminado, empezaron a aparecer los itacates, solamente que esos eran personales y magros. Cuando el sol estaba en el cenit, se largó otro lance con los resultados pobres de los otros, pero para algunos fue remedio, porque las escasas mojarras y los pocos camarones que antes se desecharon, ahora servirían para ser asados, aderezados sólo con un poco de sal y del apetito insatisfecho, porque es muy cierto que el mejor condimento es el hambre. Esa tarde, surtos en algún paraje estuvieron a la espera. Una espera para él llena de Cultura de VeracruZ

impaciencia. La ilusión había forjado en su mente que cuanto se hiciera sería provechoso, pero hasta entonces, en la caja del hielo, únicamente reposaban tres robalos, un sábalo y los pejepuerco, y eso, repartido entre unas cuarenta partes iguales, se reducía a nada. Porque el producto de esa pesca, en caso de haberlo, habría de dividirse equitativamente, y por la importancia de las cosas y los haberes de las personas: así, cada uno de los pescadores recibiría una parte, con excepción de dos muchachitos que, a quien desconoce todo de esos asuntos, le parecería que iban de más, y recibirían la mitad de esa gratificación: por lo tanto el dueño de la barca de motor, fuera de los gastos, ganaba tres partes; el motorista, dos partes; el propietario de la lancha grande, tres partes; quien era dueño del canalete y la red, tres partes; el patrón tres partes; el ojeador, dos partes, y el buzo, dos partes. Y de la parte de cada uno, se habría de separar una cantidad para la Unión de Pescadores. Eso significaba que al final de esas cuentas, el producto de la captura traducido a pesos, debería ser escrupulosamente repartido y dejar satisfechos a todos. Él, rudimentariamente sabía eso, pero ignoraba los detalles que en la realidad elevaban la cifra de partes. Por eso la insignificancia almacenada en la caja del hielo, deshacía las esperanzas y pensaba que esa aventura, de seguir como hasta esas horas, sería una pérdida de tiempo. En medio del silencio pedido por el viejo Rafael Alegría, se oyó el ruido de motor que hacía una barca remontando el río, y no tardó en emerger de la amplia curva que cerraba el horizonte por el oriente. Cuando los tripulantes 30

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de aquella barca vieron la cuadrilla de Alegría, moderaron la velocidad y sin ruido, tomaron tierra a unos trescientos metros río abajo. Y llegaron dos, tres barcas grandes, con mástiles y aparejos, buenas para la pesca en la mar. Amarraron unas junto a las otras y quedaron en la espera de algo que él concebía de modo nebuloso. Más tarde habría de saber que esos pescadores tenían el convencimiento dado por la experiencia, de que la pesca en ese paraje, sería todavía mejor para ellos. Y como la gente que acompañaba a Rafael Alegría, los recién llegados estuvieron muchas horas, callados, quietos, expectantes; mientras allá, al centro del río se veía bullir la vida, y él se preguntaba por qué no salían ya, aprovechando la ocasión para capturar esos peces juguetones que a ratos saltaban sobre la superficie del agua que apenas dejaba ver su lento movimiento rumbo al mar. La noche, con un ligero viento, trajo un relente de frescura y el encarnizamiento de los mosquitos amenguó. Desde que llegó a ese ámbito cálido donde las aguas del río y la vida generada por él, lo eran todo, le pareció que en su persona, esos desesperantes bichos habían detectado un sabor diferente, novedoso, y por ello más apetecible que los jugos de la sangre de los viejos conocidos de aquellos rumbos. En el recogimiento que exigía el acecho, recordó la escena del mediodía, cuando aquel muchacho, a toda voz y levantando los brazos, imprecaba duramente al cielo y sus potestades, protestando contra la voluntad que escatimaba la pesca abundante. Mientras oía la retahíla de insultos, sintió como si los improperios no fueran al cielo, a Dios mismo y a su madre, sino para Julio / Agosto de 2015

impresionar al fuereño. No podía comprender por qué nadie moderaba al muchacho que airadamente lanzaba maldiciones porque las redes salían vacías del agua. El modo, o el miedo, en que él había sido criado, le decía que el enojo, los gritos desesperados, traerían la desgracia para todos y no sólo para aquel que de aquella manera descargó su ira por tanto trabajo inútil, por tanta fatiga, por tantas ilusiones frustradas. Pero a pesar de todo, después de aquel: “Vamo a calá” de don Rafael, ahí estaban, con el depósito del hielo rebosante, con el vientre de la lancha grande, repleto de pescados y con la esperanza de una cantidad de dinero que se le hacía imposible imaginar. La luz del amanecer, como una nueva energía, como una orden inaplazable, dictó el regreso. Ahora la barca que por dos días remontó las guas del río al ritmo impuesto por el pescador experto en descubrir los indicios de la arribazón del robalo le había impuesto, viajaba a todo motor, rumbo a donde el sol, en toda su gloria, enorme como una bola rojiza, llenaba el horizonte. Y tras de sí, remolcaba la lancha ahíta de pescado y el pequeño canalete con la red. Y si el contento animaba su pecho, se desbordaba en los de esos hombres cantadores que parecen haber descubierto la receta de la felicidad perpetua. Era mucho pescado, mucho, aunque no se sabía cuánto representaría en kilos. Eso se sabría cuando llegaran al pueblo. Mientras tanto, el ruido de la barca, al pasar frente a las rancherías, congregaba grupitos de curiosos que saludaban a los pescadores afortunados. Dos, tres horas de navegar a favor de la corriente y apareció en la ribera izquierda la 31

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blanca torre de la iglesia que es recinto de la Virgen de la Candelaria. A él, no se le ocurrió que el milagro de esa abundante captura, fuese obra de la Patrona. Quizá mucha gente así lo creyera, y aun hubo quien lo afirmó, tomando en cuenta que por cinco años consecutivos, las pesquerías de esa temporada resultaron malas. Pero sí le sorprendía que a pesar del desbozalado que maldijo a Dios, a su madre y al cielo, ahora fueran dueños de ese gran lote de pescado. Del mismo modo misterioso que los rancheros ribereños supieron de la buena fortuna de la gente de Rafael Alegría, los moradores del pueblo se enteraron y el muelle hervía de curiosos. Los grupos que formaban esa gente bulliciosa, parecía una romería llena de animación y los romeros no se cansaban de mirar la descarga de tanto pescado. Independientemente de la cantidad de dinero contante y sonante, cada miembro de la excursión recibió uno de los pescados. Eran animales grandes: ocho kilos por lo menos. El pescado que se entregó a la empacadora, dio dos toneladas, doscientos kilos. Y eso representaba algún dinerito para la bolsa… Después de navegar por muchas horas, casi oscurecía cuando llegaron al punto en la mar donde por varias semanas trabajaría. Alejado de los afectos familiares, prácticamente preso en aquella estrecha aldea encallada en medio de las aguas que se extendían a todos los rumbos del horizonte, que bien visto, es una isla artificial formada de máquinas rugientes y tuberías, luciente con sus colores en la luz del ocaso, emergiendo del azul profundo de la mar. En el breve tiempo de la maniobra para desembarcar, únicamente pudo pensar en la Cultura de VeracruZ

urgencia y el riesgo de pasar de la embarcación que lo había llevado, a la enorme mole de la estructura que se erguía sobre las aguas de la mar levemente agitada por el viento. Siguió un lapso de tranquilidad y se reanudó el recuerdo interrumpido por la cercanía de la plataforma construida, aparejada y hecha funcionar con dinero ajeno. Pudo hacer la comparación de aquéllos lejanos recuerdos y la ausencia de metas de sus años vividos entre el ámbito de su tierra, circundada de montañas que negaban ver el horizonte plano como lo veía en esos momentos y como lo contempló esos días de vagabundeo surcando el río. Pensó que ese periodo y las cosas aprendidas, sin que se diera cuenta, inocularon en su mente la idea de que había de fugarse de la opresión de sus paisajes serranos y de la escasez de oportunidades. Y fue consciente de que poco a poco se inició el aprendizaje del oficio que finalmente lo había llevado a ese punto en medio de la inmensa Sonda. Pudo también, establecer, aun de modo nebuloso la relación entre los sucesos de la pesquería y la indefensión de los pescadores frente al acaparador, y los asuntos petroleros. …Ese día se enteró de que todo el dinero invertido en la hazaña, fue prestado por el dueño de la empacadora y sirvió para pagar desde el alquiler de la barca, hasta el último grano de sal. Todo: comestibles y combustibles gastados en esos dos días, se obtuvieron con el dinero facilitado por aquel hombre rico. Y como no hay misterio que no pierda sus velos, se enteró de que el compromiso ineludible del patrón Rafael Alegría era venderle a todo el producto de la captura a ese “mecenas”. 32

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Visto así, era legal que el empacador buscara recuperar su capital y algún rédito. Pero las cuentas, mancharon con su frialdad el entusiasmo y las esperanzas que alentó esa ocupación, que si bien era dura, era su esperanza; porque quien mal vendió en el muelle la presa que premiaba tanto esfuerzo, recibió ocho pesos por cada kilo, y el benévolo prestamista, solamente pagó dos pesitos por cada mil gramos… y ni para qué ponerse a pensar si su báscula, sería tan voraz en eso de esquilmar al jodido… Pero eso había quedado muy lejos en el tiempo. Ahora, ahí estaba, presto a trabajar por la migaja. Aunque como en su aventura, supiera que las grandes cuentas del gran negocio que se lograría con su esfuerzo, unido a los de una multitud de alquiladores de brazos y habilidades, se manejarían, más o menos, como las manejó el acaparador, en esa escapada de la realidad en aquellos lejanos dieciocho años de su vida. 

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Víctor Manuel Vásquez Gándara

hurtadas a la creación. A su vez, absorbieron las páginas del libros, tradicionalmente presentados en papel. Entre estantes, mesas y montones, librerías de viejo ofrecían otra oportunidad de que la musa surgiera, física o en los contenidos: nada. Librerías lujosas, aire acondicionado, pulcritud, muebles cómodos de estar invitaban a placentero y prolongado rato de revisión: tampoco. El desencanto hizo presa de mí y de mi alma y de mi corazón y de todo, claudicando. Por llegar el invierno a mi vida deduje no estar predestinado hacia el encuentro del maravilloso ser. Poderosa duda embargó el cerebro mío, emergió la racionalidad y concluí: ni existe, fui un iluso. El destino castigó la incredulidad mía llevándomela en el lugar inesperado. Sentado frente al público presenciando actividad educativa, frente a mí, escasos diez metros de lejanía, sobria, bella, por fin se descubría ante mí, revelándose. Indicios de ser ella sucedieron anteriores ocasiones. Nos conocimos sin descubrir yo, aun sintiendo su presencia, influenciándome. Embargado por la alegría sin percibir. Brevedad en el tiempo en un primer, segundo hasta el cuarto encuentro. Despertó dormidos sentimiento, alentó sueños e ilusiones, embriagó mi ser. Viajé a la velocidad luminaria y desbocadas ideas fluyeron veloces, tan veloces imposibilitando el torrente atrapar. Indudable su presencia, su realidad, su provocación. Su mano tomé y comprobar si verdaderamente era. Su rostro rocé. Expresábale obras propias y ajenas. Asentía cual musa en todo... sentenciado por Monterroso: desperté y mi musa aun ahí estaba.

¿Aún no recupero la cordura? Años transcurrieron en busca de mi musa soñando con ella largas jornadas de trabajo, insomnio y hasta francachelas. Inicié el recorrido décadas atrás escudriñando al interior de enormes templos entre sus cornisas, columnas y altares. Miraba imágenes apoyándome en la vieja pentax K1000. Campanarios y campanas visité y escuché. Largos pasillos caminé, atestados de feligreses devotos, fanáticos, religiosas y clérigos, vanamente observé. En lagunas, ríos y mares afanosamente mi vista se perdía, escuchando el agua, transparente o turbia, olas o corriente, entre piedras o arena. Todo maravillaba y sin embargo seguía, sin aparecer. Ranchos, pueblos, urbes cosmopolitas visité, no sólo con esa intención para ser franco, si acompañado de la idea obsesiva de verle cara a cara, cuerpo a cuerpo. Espacios de arte presumían ser la mejor opción, después de acudir a bares y cantinas de mala muerte. Entré en confusión ocasiones varias. Hermosas doncellas desfilaban en galerías, hembras y mujeres prestas a ser admiradas, captadas ahora ya con la lente de la Canon o del teléfono móvil. Admiradas y admirables, deseadas, deseables inspiradoras de profundas y bajas pasiones..., lamentablemente no se erigían en mi musa, su perfil otro era. Finalmente acceso a libros y la web. En ésta hallaba miles de páginas interesantes, conteniendo incluso descripciones de ella amplias, imágenes y tristemente perdido estuve horas valiosas Cultura de VeracruZ

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El caos,* estaba destinada a borrarse, a desaparecer bajo s siempre renovadas avalanchas de fenómenos y manifestaciones que componen la majestuosa, inconmovible indiferencia del universo”. Juan Rodolfo Wilcock fue una rara avis en el panorama literario argentino. Un verdadero outsider, que se fue muy joven de su país natal buscando otro lugar, una especie de paraíso perdido que por supuesto nunca encontró. Primero eligió a Londres, como la tierra prometida que le resultó inesperadamente hostil, pero luego de un breve regreso a Buenos Aires se afincó en forma definitiva en Italia,

de Juan Rodolfo Wilcock. Una gran ambición literaria

Carlos Roberto Morán “Hoy o mañana o dentro de diez años, esta irregularidad del cosmos que es mi persona

La Bestia Equilátera, Buenos Aires, 2015, 256 páginas. Edición al cuidado de Ernesto Montequin *

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donde murió hace casi cuarenta años, en extrema soledad. Fue autor de una obra tan amplia como muy personal, gran parte de ella escrita en italiano, aunque sus primeros trabajos se publicaron en Buenos Aires a partir de la década de 1940. Sus textos heterodoxos, ligados a la crueldad y al grotesco, así como su lírica poesía, demoraron mucho en ser reconocidos en Argentina. Su manera de ser, arisca, dicen que agresiva, cuando no desagradable, no le granjeó amistades. También generó distanciamientos su actitud altiva, nada concesiva, de entender al arte y a la literatura. Todo eso lo llevó a vivir una vida aislada, escasamente vinculada al país donde había nacido en 1919. A fines de la década de 1990 hubo un intento de recuperar lo esencial de su trabajo, ya fuere publicando algunos de sus textos primerizos como traduciendo lo central de sus ficciones italianas. El intento del sello Sudamericana de Buenos Aires resultó un tanto efímero. Casi veinte años más tarde, otro sello porteño reedita El caos, uno de sus libros más reconocidos, de 1974.

Vasos comunicantes En contratapa del presente volumen, se afirma que El caos es “uno de los referentes más importantes y vivos de la narrativa argentina, como El juguete rabioso, La invención de Morel y Ficciones. Es un juicio particular y a mi entender excesivo, puesto que implica ubicar a Wilcock entre los más reconocidos autores del relato argentino. Pero, siempre desde mi perspectiva, esto no niega el valor de su originalidad. La iconoclasia de sus textos parecen ubicarlo más próximo a otros escritores de su época juvenil, tales como Macedonio Fernández, o Santiago Dabove. También, “saltando el charco”, al uruguayo Felisberto Hernández, aunque difícil que se hubieran conocido. Mucho más "feroz", y de posiciones estéticas más radicalizadas, a Wilcock debe vinculárselo a las heterodoxias de su tiempo, con las que mantuvo vasos comunicantes. Como también, y a su modo, las sostuvo con su admirado Jorge Luis Borges (“creo que es el mejor prosista del mundo”, llegó a decir) y, también, con otro escritor singular: el Marcel Schowb de Vidas imaginarias.

“Provistos de escopetas, los apasionados de la caza se pusieron a cazar en el interior del palacio”

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Al reeditarse El caos en 1999, el escritor argentino Ariel Dilon, con mucho acierto expresó; “Como el protagonista del cuento que da título al volumen, Wilcock descubre que el orden aparente de las vidas y de los días es apenas un accidente, una excepción, siempre a punto de ser desbaratada, y borrada, cuando el verdadero amo del mundo repare en ella. Autor y personaje saltan antes del impacto y abordan la piedra de la destrucción, convertidos en sacerdotes dedicados a introducir el caos allí donde su propia indiferencia le había impedido reinar”. (Revista Tres Puntos, Buenos Aires, 15/7/1999, p.88). Dieciocho relatos (cuatro de ellos rescatados para la última reedición) componen este muestrario de seres y situaciones extremas, en los que conviven una cierta forma de piedad (o, al menos, de comprensión de la soledad humana) con situaciones de horror. Hay náufragos, personajes que se pierden en pueblos fronterizos, mujeres que a su vez se extravían en parques de diversiones en los que la Verdad está escondida entre ratas, porque las historias de Wilcock son confusas como confusa es la vida que sólo un Demiurgo impreciso, inconstante, indescriptible, parece conocer. Descifrar.

Mientras vivió en Argentina a los pocos que respetaba era a los integrantes del inefable trío integrado por Borges, Bioy y Silvina Ocampo. Un contertulio de la época, Marcelo Abadi, expresó que a esta última “la adoraba”. Con ella escribió una obra teatral, Los traidores. Eran escasos sus afectos literarios y en general la Argentina peronista lo asfixiaba, como le ocurría por el mismo tiempo a Julio Cortázar. El autor de Rayuela optaría por París, Juan Rodolfo por Londres Volvió brevemente a Buenos Aires y luego decidió radicarse en Italia, de la que nunca más regresó y en la que adoptó la lengua de ese país donde, como expresé, murió en 1978. La revalorización de su obra ya había comenzado por voces fundamentales de la Península, como lo fueron Alberto Moravia, Elsa Morante, Pier Paolo Pasolini e Italo Calvino, por nombrar a los más significativos. Con cierta lentitud también ha comenzado a ser reconsiderada en su país natal. Si bien con el paso del tiempo, Bioy cambió su perspectiva respecto de Wilcock, llegó a confesar -según lo recordó el compilador Ernesto Montequin- que “en un comienzo Wilcock le había parecido antipático, caprichoso y arbitrario hasta la exasperación y que la figura de (Andrés) Oribe, el poeta exaltado y punzante de El perjurio de la nieve, fue inspirada por aquel Wilcock primitivo ‘Con una vocecita toda así, como de gato mimoso, solía decirle las cosas más terribles a la gente que se reunía por la revista Sur en Villa Victoria' (“La Nación” 1/2/1998).

Admiraba a Borges, a Bioy y a Silvina, con quien mejor se llevaba El trío irrepetible

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imperio del caos, la omnipresencia de la nada, la suprema inexistencia de nuestra existencia”. Juan Rodolfo Wilcock nació en Buenos Aires en 1919. Se recibió de ingeniero civil en 1943. Vivió un tiempo en Mendoza trabajando en la construcción del ferrocarril trasandino, pero abandonó su profesión para dedicarse a la literatura. A partir de 1957 se estableció en Italia, donde permaneció hasta su muerte, ocurrida en 1978. Incursionó en todos los géneros literarios: poesía, relatos, novelas, teatro. También se desempeñó como traductor. Obra publicada: Libro de poemas y canciones (1940), Ensayos de poesía lírica, Persecución de las musas menores (ambos de 1945), Paseo sentimental, Los hermosos días (ambos de 1946), El caos, Hechos inquietantes (ambos de 1960), El estereoscopio de los solitarios (1972), El templo etrusco, Los dos indios alegres (ambos de 1973) y Sexto (1999). En colaboración con Silvina Ocampo escribió Los traidores (1956). Ediciones póstumas: El libro de los monstruos (1978), Poemas (1980), La sinagoga de los iconoclastas (1981), El ingeniero (1996) y La boda de Hitler y María Antonieta en el infierno (2003). El caos fue reelaborado por Wilcock en su totalidad y apareció por primera vez en castellano en 1974. Participó como actor de reparto en El Evangelio según Mateo de Pier Paolo Pasolini y su relato “Los amantes” fue base del cortometraje del mismo nombre dirigido por el argentino Nahuel de la Calle.

Más allá de afectos y desafectos, de antipatías y simpatías, la obra de Wilcock se caracteriza por su originalidad, sus propuestas rupturistas, la decisión de ser un “extraterritorial”, al decir de George Steiner, “viviendo” en su lengua, en su auténtico territorio personal, allí donde sólo pueden habitar los grandes, como ocurriera con Nabokov o Gombrowicz, con Beckett o Joyce. Aunque empobrecido en múltiple sentido, la ambición literaria nunca lo abandonó y ese fue su gran legado. “Y en ese momento, delante del mar del mercurio que la luna y la espuma adornaban con superior distracción, vigilado por un águila, suspendido entre el cielo y los escollos en una gruta, me pareció entrever una especie de verdad, un pliegue por así decir de la túnica transparente de la Verdad que hasta entonces me había eludido. Y esa verdad era el absoluto

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