Mi familia y otros animales

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moluscos... Es realmente bonito. Al fondo del frasquito yacía un estuche alargado, de un centímetro de longitud y tejido de algo semejante a la seda, reforzado con pequeñísimas conchitas de caracol, planas como botones. Por un extremo de esta deliciosa casita asomaba su dueño, un bicho repelente con pinta de gusano y cabeza de hormiga. Reptaba despacio por el vidrio, arrastrando consigo su preciosa mansión. —Una vez hice un experimento interesante —dijo Teodoro—. Cogí un montón de... eh... larvas de éstas y les quité las conchas. No sufren por ello ningún daño, claro está. Luego las metí en unos frascos llenos de agua absolutamente limpia, sin nada que pudiese servir de... eh... materiales con que construir nuevos estuches. Entonces le puse a cada grupo de larvas materiales de distintos colores: a unas les di cuentas azules y verdes muy pequeñas, a otras pedacitos de ladrillo, arena blanca, hasta algunos... eh... fragmentos de vidrio teñido. Todas se hicieron estuches nuevos con aquellas cosas, y debo decir que el resultado fue muy curioso y... eh... pintoresco. No cabe duda de que son arquitectos muy ingeniosos. Vació el contenido del frasco en la misma charca, se echó la red al hombro y reanudamos el paseo. —A propósito de arquitectura —continuó Teodoro, con mirada chispeante—, ¿le he contado lo que le pasó a un... eh... amigo mío? Hum, sí. Pues este hombre tenía una casita en el campo, y como su familia iba... hum... aumentando, resultó que se les quedó pequeña. Decidió entonces añadirle otro piso. Yo creo que estaba un poco demasiado confiado en sus talentos... hum... de arquitecto, y se empeñó en trazar él mismo los planos. Hum, sí. Bueno, pues todo marchó bien y pronto estuvo dispuesto el nuevo piso con todo, dormitorios, cuartos de baño, etcétera. Mi amigo dio una fiesta para celebrar la terminación de las obras, y todos brindamos por la... hum... nueva construcción, y en medio de gran ceremonia se quitó... hum... se desmontó el andamiaje. Nadie notó... hum... nada raro, hasta que un invitado que llegaba con retraso quiso echar un vistazo a la parte nueva. Parece ser que mi amigo se había olvidado de incluir una escalera en los planos, sabe, y durante la... eh... la edificación, él y los al—bañiles se habían acostumbrado de tal modo a subir por el andamiaje que nadie cayó en la cuenta del... eh... del defecto. Paseábamos así por la tarde calurosa, parándonos junto a zanjas y arroyos, deambulando a través de los aromáticos arrayanes, por laderas cubiertas de brezo o caminos blancos y polvorientos donde de vez en cuando nos adelantaba un burro lánguido y cansino llevando a lomos a un labrador dormido. Al atardecer volvíamos a casa con nuestros frascos, tarros y tubos llenos de extraña y maravillosa fauna. Según cruzábamos los olivares ya en penumbra el cielo se desvanecía en oro pálido, y el aire se refrescaba y cargaba más de aromas. Roger iba delante, con la lengua afuera, mirando intermitentemente por encima del hombro para comprobar que le seguíamos. Teodoro y yo, sofocados, sucios y exhaustos, con los hombros doloridos bajo el peso de las bolsas de coleccionista, marchábamos al compás de una canción que él me había enseñado. Tenía una melodía que infundía nuevo vigor a nuestro paso cansado, y la voz de barítono de Teodoro y mi agudo falsete resonaban alegremente por entre los árboles sombríos: Vivía un anciano en Jerusalén ¡Gloria aleluya, Che-ru-cha-lén. Usaba chistera y vestía muy bien "¡Gloria aleluya, Che-ru-cha-lén. Tribachúm tribaribaribachúm, tribachúm tribaribaribachúm. Gloria aleluya, Che-ru-cha-lén.


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