Fante john preguntale al polvo

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Me podía permitir el lujo de tomar un taxi. Me podía permitir el lujo de tomar veinte taxis, de utilizarlos día y noche. Llamé a uno y fuimos a Temple Street, a la casa de Camila. la luz. Llamé a la puerta y no respondió nadie. Traté con el tirador. Se abrió la puerta, oscuridad dentro, encendí. La vi en la cama empotrada. Su cara era la cara de una rosa marchita, apresada y puesta a secar entre las páginas de un libro, lívida, sin más vida que la que los ojos manifestaban. La habitación hedía. Las persianas estaban echadas y me costó abrir la puerta hasta que di un puntapié a la alfombra pegada al umbral. Jadeó al verme. Estaba contenta de verme. —Arturo —murmuró— Oh, Arturo. No le conté lo del libro ni lo del contrato. ¿A quién le importaban las novelas, otra novela de mierda? La comezón que sentía en los ojos era por ella porque mis ojos recordaban a la joven extravagante y esbelta que correteaba por la playa al claro de luna, a la joven hermosa que bailoteaba con una bandeja en los brazos redondos. Y allí estaba ahora, hecha una ruina, con un cenicero rebosante de colillas parduscas al lado. Había dejado de luchar. Quería morir. Tales fueron sus palabras. —No me importa —dijo. —Tienes que comer algo —dije, porque la cara se le había reducido a un pellejo lívido y tirante pegado a la calavera. Me senté en la cama, le acaricié los dedos, le palpé los huesos y me sorprendió que los tuviera tan menudos, ella, que había sido alta, bien plantada y llena de curvas. —Tienes hambre —dije. Pero no quería comer—. Come de todos modos. Salí a comprar algo. Había un colmado en aquella misma calle, a unos metros de la casa. Pedí surtidos enteros. Póngame todo lo de allí, y todo lo de allá, póngame esto, póngame lo otro. Leche, pan, zumos envasados, fruta, mantequilla, verduras, carne, patatas. Tuve que hacer tres viajes para trasladarlo todo a casa de Camila. Cuando lo tuve todo amontonado en la cocina, miré las compras y me rasqué la cabeza, mientras me preguntaba qué le daría. —No quiero nada —dijo. Leche. Lavé un vaso y lo llené. Se incorporó, tenía el camisón rosa desgarrado a la altura del hombro y cuando se movió para incorporarse, el descosido se hizo mayor. Se tapó la nariz y se tomó la leche, tres tragos, boqueó y se echó de espaldas, horrorizada, asqueada. —Zumo de frutas —dije—. Mosto. Es más dulce, sabe mejor. —Abrí una botella, llené un vaso y se lo tendí. Lo apuró de un trago, se echó de espaldas y se puso a jadear. Sacó la cabeza por el borde de la cama y vomitó. Limpié el vómito. Limpié el piso. Lavé los platos, despejé el fregadero. Le lavé la cara. Bajé corriendo, subí a un taxi y recorrí toda la ciudad en busca de un establecimiento donde comprar un camisón nuevo. Compré también caramelos, y un montón de revistas ilustradas, Look, Pic, See, Sic, Sac, Whack y toda la pesca, para que se distrajera, para que se calmara. Cuando volví, la puerta estaba cerrada por dentro. Sabía lo que aquello significaba. La aporreé con los puños, la pateé con los pies. El alboroto se oía en toda la escalera. Se abrieron algunas puertas del mismo rellano, se asomaron algunas cabezas. Una mujer subía por las escaleras envuelta en un albornoz raído. Era la propietaria; podía identificar a una casera al instante. Se quedó al pie de las escaleras, temerosa de acercarse. —¿Qué quiere usted? —dijo. —Está cerrado —dije—. Tengo que entrar. —Deje en paz a esa pobre chica —dijo—. Conozco a los de su clase. O deja en paz a la pobre chica o llamo a la policía. —Soy amigo suyo —dije. Del interior de la casa brotó la risa histérica y eufórica de Camila, el alarido vertiginoso de la negación. —¡No es amigo mío! ¡No quiero que esté aquí! —Y otra carcajada, aguda, aterrada,

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