Ágora Pinto n.022

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EL PRECIO DE LA BONDAD Nota del autor: Este texto se escribió 10 días antes del primer contagio reconocido en España.

No, señora presidenta de mi comunidad de vecinos; nunca he disfrutado haciendo de abogado del diablo. Comprenda ­en materia de justicia­ lo complicado de discernir entre infierno y cielo, tal y como está el patio, ¡salvo el suyo, impecable! Tengo moratones de tantas palmaditas clavadas en la espalda; así es, cuando me imponen las buenas acciones suelo amanecer con un recorte en las libertades o algún tijeretazo en el orgullo. Por el camino del “por tu/vuestro bien”, me subieron los impuestos, bajaron el salario y aún más los pantalones. Hasta sin novia me quedé, fíjese usted, por mi propio bien. Y yo fui el último en enterarme. Señora presidenta, no ponga esa cara… Se lo cuento a usted porque al menos me escucha. De hecho, se pasa el día con la oreja activa ya que es muy de relaciones públicas, por no decir otra cosa. Deje, deje que le explique por qué me siento culpable. ¿Recuerda los dos misioneros difuntos? ¿Los del ébola? Pues los pobres me han sacado de quicio. El noble gesto de repatriarlos para importar una enfermedad contagiosa, ya ve, me disgustó; soy terrible… Aunque con esa clase de cabreo que se lleva por dentro, para que los vecinos no piensen todavía peor de mí, y más después del incidente con las gemelas nórdicas. Sí, estaba muy enfadado. Veía los aviones, el despliegue militar, la planta de un hospital cerrado, y recordaba los recortes, los intentos de privatización y la falta de tratamiento para ciertas dolencias. Me sentía del lado del diablo, pensando en cuántas personas anónimas se salvarían con los euros destinados a los que escogen dar su vida por los demás… y no lo permitimos. ¿No era esa su voluntad, su destino? ¿Vale menos la vida de un enfermo crónico? Señora presidenta, quizá es que yo sea peor persona que el resto, pero cada año mueren sesenta veces más personas por gripe que por ébola, la desnutrición infantil aumenta día a día, los ricos son más ricos y los pobres son paupérrimos, y yo me pregunto: ¿A cuánto nos ha salido el kilo de misionero?

Valentín Coronel

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