Pero millones de familias no pueden cubrir sus necesidades básicas y deben recurrir a la caridad pública para subsistir. Y en el resto del mundo una de cada siete personas sufre hambre severa, hasta el punto de unos cinco millones de niños mueren cada año por desnutrición. Por no hablar de la sanidad, la educación o las pensiones, un lujo al que solo una parte relativamente pequeña de la humanidad tiene acceso. Hace unos siglos esta situación era inevitable: hoy sabemos que existen recursos de sobra para atender esas necesidades. Por supuesto que las causas son muchas, desde sequías hasta gobiernos corruptos. Pero conviene recordar que el precio mundial de los alimentos se ha duplicado en los últimos años. Y que una de las causas de este aumento proviene de las actividades especulativas de muchos fondos de inversión que han abandonado los negocios inmobiliarios (después de haber dejado en la calle a miles de familias) para dedicarse a la producción de alimentos. Uno de los sistemas que utilizan consiste en comprar cosechas antes de que se produzcan (lo que se llama inversiones a futuro) y esperar que los precios suban para lanzar los productos al mercado en el momento más oportuno. Otro, comprar terrenos antes dedicados a productos comestibles para destinarlos a producir biocombustibles. Los activos financieros con que se hacen estas operaciones, y muchas otras, son varias veces superiores al producto interior bruto de todos los países del mundo. Los gestores de estos negocios (y de otros parecidos) no son psicópatas ni asesinos despiadados. Son honrados padres de familia, cariñosos con sus hijos y hasta con sus animales domésticos. Pero sus decisiones son una de las causas del mayor problema con que nos enfrentamos en este siglo: el problema del hambre. No pretendo compararlos con Eichmann, pero esos hombres de negro también representan en su medida la banalidad de un mal civilizado y legal, del estilo del que denunciaba Hannah Arendt.
Ilustración: Gustavo Aragón Taboada
Augusto Klappenbach 51