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Constancio Bernaldo de Quirós
e para entendederas» de que nos habla en su libro. Todos sus instintos de clérigo andariego y nocherniego, según los excesivos calificativos denigrantes que le dedica Menéndez y Pelayo, todas sus pasiones y sus vicios sensuales se han desatado allí, acaso una semana entera. ¿Pero qué cosas fueron los restos de aquella «serpiente Groya», que nos dice haber visto él, como gran curiosidad de la ciudad del Eresma? ¿Acaso las costillas de algún vertebrado fósil, de la época de los grandes dragones, desenterradas de su remotísimo yacimiento? Nuestro hombre se ha quedado sin blanca; su bolsa exhausta le fuerza a emprender el regreso y hele aquí que volvemos a hallarle con sus eróticos resabios, intentando, ya de regreso, el paso de la Sierra, perdiéndose en la busca del puerto de la Fuenfría y acertándole, al cabo, en el de la Tablada. No olvidaremos en ese trayecto de su fuga vagabunda, cuando está más poseído de su automatismo ambulatorio, la caricatura espantable de serrana, especie de «capricho» a lo Goya, que figura, como mera estampa de enigmático sentido, entre la aventura de Menga Lloriente y la de la Venta del Cornejo. El poeta, que antes se ha complacido tantas veces en la consideración de la Venus del Guadarrama, ahora se recrea, como en una especie de autopunición, en apurar su contrafigura, extremando los rasgos más repulsivos de la temerosa aparición en el pinar espeso. Al fin, ya traspuesta la Sierra por La Tablada, sobreviene el encuentro con Aldara, en una postrera serranilla, la más ingenua y más linda del todo. Fatigados de tanto andar y pecar, el Arcipreste toma rumbo a su tierra, hacia el Nordeste, pero del lado de acá de la larga cordillera que divide en dos las casillas, atravesando el país del antiguo e ilustre Real de Manzanares, tan disputado. Así llega hasta a llorar arrepentido en el Santuario de Nuestra Señora del Vado, que es, siendo éste un hallazgo mío inédito y en quien nadie cayó antes, la ermita que el primer Marqués de Santillana, un cuarto de siglo después de Juan Ruiz, incluyó en el albacar de su castillo de Manzanares el Real, tal como permite identificarla, sin la menor duda, el precioso Libro de la Montería del Rey