Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres

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Paisaje y acento

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—Antonse, déjele. Y el que había dicho esto echaba a andar. Pero no bien había dado unos pasos, decía la otra voz: —¡Cójalo! ¡Venga! Y mientras el comprador volvía, comentaba el vendedor en voz alta para que aquél lo oyera. —¡Ya eto no sirve. Aquí no se gana na. Se viene por vicio… Rincones donde se abigarra el alma nacional y se palpan calenturas de humanidad. Gente. Gente. Rostros lucientes como el alquitrán: Rostros mediterráneos, sajones, amarillos. Rostros deformados, chafados, árabes, sirio-libaneses. Gente que se mueve a empujones de estómago, armando una algazara que basquea. Voces castizas y seseantes, cimarronas otras –ritmo afroantillano–, inundan constantemente el ambiente, de un gualdo azufre que derrite la brea de los mangos y la sal de la brisa. Buscad un mercado en el campo. Allí está la gente durante el día y la noche con su entera humanidad y llaneza infantil. Comprando unos, vendiendo otros, voceando todos, entre los bidones de basura, rechinares de grasas hirvientes, cachimbos con andullos prendidos, apestantes; gargajos amarillentos que, ¡paf!, clávanse ladeados, sonoros en el fangal podrido. Abigarramiento de historias simples, pero humanas, que no han roto el gentilicio. Sueños que la esperanza edifica en el azul. Resignaciones que hablan de Dios y del diablo en una taciturna confabulación. Gente. Gente. Gente, cuya vida ignora los convencionalismos sociales y que se desarrolla pensando en el tintinear de «nikels». Campesinos dominicanos; titanes de la gleba quisqueyana transportados de un lienzo palpitante de Castilla. Artífices que, en lucha violenta, constante, contra el cielo y los animales, arrancáis sangre al trópico. Hombres del músculo simbólico, únicos capaces de interpretar el secreto dolorido de los campos sin parir. Poetas


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