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J. Forné Farreres
de los timbales y los areítos; el udolar de las caracolas grandes llamando al combate por el honor y la existencia; los millares de flechas lanzadas por nuestros indios corajudos (tendían los arcos como nadie de las tributos de Quisqueya); las coronas de fuego en las cumbres bravas para ensanchar los campos de combate; la ferocidad y el patriotismo de nuestros antepasados, no pudieron contener ni aplastar después, la marcha sangrienta de las legiones de Esquivel –el futuro gobernador de Jamaica– que, en aquella ocasión, se distinguió por su ferocidad extremada y vesania contra los indios. —¿…? —Hace muchos años, unos contados siglos, de aquel baldón ignominioso. Pero las leyendas versificadas de J. Joaquín Pérez parecen revivir, contemplando este paisaje, el pasado indígena, sangriento, maléfico, en que el castellano encontró aquí, estérilmente, su tumba. Mirando en dirección a las ruinas del viejo Castillo que Esquivel, camino del mar, hizo construir en 1504, una procesión de cráneos insepultos parecen correr por el viento hasta las manchadas grutas de la Saona, mientras el vértigo de la venganza –fallida ya eternamente– parece correr por los viejos campos de Cotubanamá… Toda la periferia, las calles y el parque de la población están abarrotados. Por la vía Bolívar, que enfila hasta el Santuario, desde las tres cruces, se ven grupos de gente descalza, harapienta, con las carnes nafradas, los que, para cancelar viejas promesas, acude a la Altagracia después de salvar a pie y de rodillas centenares de kilómetros. El fuerteazul y el prusiana de las corbatas, compiten con el añil clásico del cielo. Desalmadamente aguijoneados, los caballos saltan fogosos, babeando, los ijares prietos, la piel tirante, las crines en el aire, las miradas inquietas, las cañas como palos descarnados. Mujeres con las piernas sueltas o ahorcajadas sobre los brutos, jacas alazanas, caballos tordos –escarceos–, constituyen un remedo de amazonas –(vestidos extremosos, formas esbeltas, jocundas)– ¿No os imagináis a Pepita Jiménez sobre este viejo telón tropical? Alguno que otro caballista (diestro, primoroso) blasfema duro al caérsele la espuela, por la rotura de