SAN FRANCISCO DE ASIS

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San Francisco de Asís

G.K. Chesterton 65

llagas". Pero tampoco escriben: "Vi a san Francisco marchar a la Porciúncula", sino: "san Francisco marchó a la Porciúncula". Y nadie me hará entender la razón por la que se los acepta como testigos presenciales y confiables de una cosa y se los rechaza en la otra. Su trabajo es de una sola pieza, y se vería como una interrupción abrupta y poco normal en la manera de contar si de repente empezasen a jurar y perjurar, a dar sus nombres personales y su dirección y a pronunciar solemne juramento de que ellos mismos en persona vieron y verificaron los hechos en cuestión. Creo, pues, que esta discusión nos vuelve al problema general que ya he mencionado, al problema del por qué hemos de dar algún crédito a estas crónicas si abundan en relatos de lo increíble. Pero, a su vez, probablemente esto nos lleve en última instancia al simple hecho de que hay hombres que no pueden creer en milagros porque son materialistas. Lo que no carece de lógica; pero los tales están obligados a negar lo preternatural tanto en el testimonio de un profesor científico moderno como en n el de un cronista monacal medieval. Y en nuestro, tiempo se encontrarán con buen número de profesores a quienes contradecir. Pero opínese lo que se quiera de este sobrenaturalismo, en el sentido relativamente material y popular de los hechos sobrenaturales, equivocaremos lo esencial de san Francisco, especialmente de san Francisco después del Alverno, si no nos damos cuenta de que el Santo estaba viviendo una vida sobrenatural. Y en realidad cada día había en él más y más sobrenaturalismo de este género a medida que se acercaba la muerte. Lo que no lo apartaba de lo natural porque todo su enfoque lo llevaba a ver lo sobrenatural como algo que 1 lo unía de manera más perfecta a lo natural. Lo sobrenatural no lo hacía lúgubre o deshumanizado, porque todo el sentido de su mensaje consistía en que el misticismo hace al hombre alegre y humano. Pero lo central en su actitud y el sentido total de su mensaje se reducía a creer que todo en el se debía a un poder sobrenatural. Y si esta distinción tan simple no fuera evidente por la totalidad de su vida, difícil será que no la note quien lee el relato de su muerte. Puede decirse en un sentido que muriendo el Santo estuvo vagando como vagando anduvo en vida. A medida que se hacía más evidente que su salud se quebrantaba, lo llevaron, según parece, de lugar en lugar como a un trofeo de enfermedad o casi como a un trofeo de mortalidad. Estuvo en Rieti, en Nursia, quizás en Nápoles, ciertamente en Cortona junto al lago de Perugia. Pero hay algo profundamente patético y pletórico de problemas en el hecho de que al final la llama de su vida pareciera avivarse y regocijarse su corazón cuando divisó a lo lejos sobre la colina de Asís los solemnes pilares de la Porciúncula. El que se hizo vagabundo por causa de una visión, el que se negó a sí mismo todo sentimiento de posesión y lugar, el que tuvo por evangelio y gloria ser hombre sin hogar, recibió, como un golpe avieso de la naturaleza, la nostalgia del hogar. También él sufría su maladie du cloche, su enfermedad del campanario, aunque era éste más elevado que los nuestros. "Nunca -gritó con la súbita energía de los desprendáis de este lugar. Vayáis donde vayáis o hagáis cualquier peregrinación, volved siempre a vuestro hogar, porque ésta es la santa casa de Dios". Y pasó la procesión bajo los arcos de su hogar; se tendió el Santo en el lecho y en derredor se juntaron los hermanos para la última vela. No considero que sea éste el momento para entrar en disputas sobre a cuáles sucesores bendijo o en qué forma y con qué significado. En aquel momento solemne nos bendijo a todos. Habiéndose despedido de algunos de sus amigos más íntimos y, sobre todo, de los más antiguos, le bajaron del rudo lecho a ruego suyo y lo dejaron en el desnudo suelo, y 65

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