Revista69

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El mayor tormento de Iván Ilich era la mentira. La mentira que por algún motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose, sino que sólo estaba enfermo

tratamiento para que se pusiera bien del todo. Él sabía, sin embargo, que hiciera lo que hiciera nada resultaría de ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte. Y le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir que ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también, y que mintieran acerca de su horrible estado y se apartaran –más aun, le obligaran– a participar en esa mentira. La mentira –esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte– encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida… era un horrible tormento para Iván Ilich. Y, cosa extraña, muchas veces, cuando se entregaban junto a él a esas patrañas, estuvo a un pelo de gritarles: ¡dejad de mentir! ¡Vosotros bien sabéis, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque, al menos, dejad de mentir! Pero nunca había tenido arranque bastante para hacerlo”. “Esa mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada los últimos días de la vida de Iván Ilich”. En los últimos días, ante la visita del médico, Iván le mira como preguntando: “¿Pero es que usted no se avergüenza nunca de mentir?”. El médico, sin embargo, no quiso comprender la pregunta. En una de las últimas visitas Iván le dice: “Bien sabe usted que no puede hacer nada por mí; conque déjeme en paz. Podemos calmarle el dolor, respondió el médico. Ni siquiera eso. Déjeme” 32 | DMD

Juan también se sitió bastante solo. Hablaba de su situación con su mujer y su hija, pero no con el médico, ni con la enfermera de paliativos que le visitaban en casa. Usaban otro lenguaje, se enredaban en asuntos que a él le parecían banales, como la tensión, el agua que bebía o lo que comía o dejaba de comer. No consigueron apaciguar el dolor, que no cesaba de morderle, a ratos muy duramente. Nunca le hablaron de la muerte, de sus miedos, de su expectaviva de morir dormido cuando ya no pudiera soportarlo más. En una ocasión Juan preguntó cómo iba a ser su final. El médico sentenció: “no se preocupe, nosotros sabemos lo que tenemos que hacer. Le advierto que si está pensando en otra cosa eso es ilegal”, y se marchó. La desazón y la frustración de Juan eran enormes: se moría y a nadie –salvo a su mujer y su hija– parecía importarle. “A partir de ese momento, empezó un aullido que no se interrumpió durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo sin espanto a través de dos puertas”. Y justo en el momento de morir se preguntó: “Y la muerte… ¿dónde está?”. Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. “¿Dónde está? ¿Qué muerte?”. No había temor alguno porque tampoco había muerte. En lugar de la muerte había luz. ¡Éste es el fin! –dijo alguien a su lado–. Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. “Éste es el fin de la muerte, se dijo. La muerte ya no existe”. Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió”.


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