Leger 01

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Evelyn hizo un esfuerzo y acercó el puñal a la garganta de Madeline. Los doloridos brazos de esta, temblaron con el esfuerzo que suponía mantener apartado el puñal. La punta estaba a muy poca distancia de su cuello. Con una fuerza nacida de la desesperación, retorció hacia un lado el brazo de Evelyn. Luego se puso a su espalda y la empujó. La fuerza de Madeline les hizo perder el equilibrio. Evelyn se balanceó hacia el borde del acantilado y lanzó un grito de furia y de pánico cuando el suelo cedió bajo sus pies. Mientras caía, hizo un esfuerzo sobrehumano para agarrar a Madeline, que se quedó paralizada al notar que la otra la empujaba hacia el acantilado. El mundo relampagueó ante ella, sumergiéndola en una confusión de rocas, mar y cielo y los rasgos salvajes y distorsionados de Evelyn. Entonces, unos fuertes brazos la agarraron por la cintura y la sostuvieron. Su mano se deslizó de la férrea sujeción de Evelyn, que siguió cayendo mientras su grito gutural se perdía entre el bramido del mar. Cayó contra las rocas y las olas frías y grises se abatieron sobre ella. Madeline sintió que estaba a salvo. Cuando volvió a notar el suelo sólido, sus piernas temblaban. Sorprendida, miró hacia abajo a través de la neblina, pero no vio ningún rastro de Evelyn. Sólo las inquebrantables rocas y el implacable mar. Madeline, temblando, se volvió y buscó instintivamente el consuelo de los brazos que la habían salvado. Anatole... Esperaba encontrarlo detrás de ella, de pie, indomable como siempre, milagrosamente recuperado. Pero no estaba allí. Desapareció la sensación de ser abrazada por unos brazos cálidos y lo encontró en el suelo, a sus pies, exactamente donde Evelyn lo había herido. Anatole consiguió incorporarse apoyándose en el codo, con la mano apretándose la frente y entonces Madeline se dio cuenta de lo que había hecho. Había utilizado sus últimas fuerzas, lo que le quedaba de su poder, para salvarla. Madeline dejó escapar un tenue sollozo cuando la mano de Anatole cayó de su rostro y se derrumbó. Se arrodilló y se inclinó sobre su cuerpo. Le apretó el pecho con las manos en un desesperado esfuerzo por detener el flujo de sangre de la herida, pero era como sentir que su vida se le escapaba entre los dedos. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas mientras buscaba en su interior un poco de calma y a la Madeline práctica que siempre había sido y que podía enfrentarse a cualquier emergencia. Pero no pudo hallarla. Sollozó temblando de impotencia, sorprendida de oírse maldecir, como si descubriera un segundo lenguaje. Maldiciendo a Evelyn Mortmain, a ella misma, a Anatole. — ¡Maldita sea! ¿Por qué? ¿Por qué has tenido que venir aquí? ¡Tenías que haberte mantenido lejos! — Necesitaba asegurarme que estabas a salvo. Verte... por última vez. Las palabras de Anatole la hicieron sollozar y se enfureció consigo misma. Estaba gimiendo como una idiota, cuando tenía que hacer algo inteligente, algo para salvarlo. Madeline lanzó un profundo suspiro y se enjugó los dedos manchados de sangre en la capa. Se levantó el borde del vestido y empezó a rasgar las enaguas con la intención de hacer un vendaje hasta que llegara la ayuda. Llegó mucho antes de lo que esperaba. A gran distancia escuchó el movimiento en la parte baja de la colina, el sonido de un caballo que se aproximaba, una voz que la llamaba llena de ansiedad a través de la niebla. Marius. Se le escapó un grito estrangulado y tuvo que aclararse la garganta antes de responder. — ¡Marius! ¡Estamos aquí! Luego se volvió hacia Anatole, llena de júbilo. — Oh, mira, mi querido señor. Todo irá bien. Ha llegado Marius. Pero Anatole meneó la cabeza. — No esperes derrotar la visión, mi amor. Se le nublaron los ojos y Madeline se dio cuenta de que lo estaba perdiendo. La expresión de resignación que vio en su rostro le hizo temer más a Madeline que su creciente palidez. — La venceremos, ¿Me oyes, Anatole? No vas a morir por culpa de... por culpa de una estúpida profecía en un pedazo de cristal. No te dejaré. Te quiero demasiado — dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.


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