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presiones de su ambición. Pero no era más que una quimera; vivía sin preocuparse de saber si, abajo, los demás seres, por los que también estaba constituido, le seguían en sus marchas forzadas. Era como la vanguardia de un ejército que se hubiera puesto en movimiento sin preocuparse del grueso de las fuerzas, infinitamente más lento y menos móvil. Siempre olvidamos que nuestra conciencia no es más que la vanguardia de nuestro ser psíquico. El segundo sueño, el del tren, muestra en cierto modo al saurio, al lagarto monstruoso; es ese paralelismo, sin duda, lo que hace «serpentear» al tren a la salida de la estación, mientras el torpe maquinista que lo conduce lo pone a todo vapor, haciendo descarrilar la cola del convoy. Desde ese momento, el cuerpo del durmiente escapa a su control; sus entrañas funcionan con toda independencia, sin que parezca que se preocupan ya del conjunto; tiene vómitos, palpitaciones, aturdimientos, sus músculos le traicionan, etc. Hemos de tener en cuenta al grueso de nuestro ejército, al saurio que hay en nosotros, del que nuestro sujeto había hecho totalmente abstracción, esta es la razón, por otra parte, ahora que acaba de sacrificarlo, de que necesite reflexionar sobre el alcance de su acto. Se tiene una neurosis por haber desconocido las leyes fundamentales del cuerpo viviente y por haberse alejado de él; el cuerpo entonces se rebela y aparece bajo una forma monstruosa, que está destinada a impresionar profundamente al sujeto; éste no parece preocuparse apenas de este factor eminentemente peligroso y lo neutraliza gracias a su varita mágica. ¿Qué es esta varita mágica? ¿En qué puede consistir la magia de la conciencia? ¿Cómo puede ésta hacer sortilegios? ¡La conciencia puede imaginar! Podemos negar una cosa con el pensamiento, negarnos a considerarla, convenir y decretar que es insignificante, instituir en torno a ella la conspiración del silencio. De este modo podemos, si llega el caso, cerrarnos a una realidad que pretendemos relegar al rango de asunto liquidado. Podría citar una multitud de ejemplos, grandes y pequeños. La atribución de insignificancia: esta es la varita mágica, la propiedad peligrosa y divina de la conciencia, propiedad creadora que puede abstraer a voluntad un mundo y postular otro. Para la vida, el peligro manifiesto que emana de la conciencia es que ésta puede instituir, suprimir o desplazar, según su capricho, tal o cual cosa a la que se está entregado. De este modo surgen las epidemias mentales y otros fenómenos de esta clase. Es bueno que tengamos en nosotros un aparato regulador, nuestro «psiquismo espinal» y nuestro «psiquismo simpático», capaces, si llega la ocasión, de elevar protestas. Cuando un filósofo edifica un sistema, o cuando un fundador predica una religión que suscita en él dolores corporales—como, por ejemplo, trastornos estomacales—ello es, a mis ojos, el mentís más severo que se le pueda hacer. Algo debe haber en ella que esté en contradicción con las verdades eternas de la naturaleza. Por eso yo siempre

pregunto: «¿Es un neurótico o no?». Si es un neurótico, sus afirmaciones más solemnes están invalidadas y recibe un mentís, aunque la lógica esté con él: el monstruo le dice «¡No!». Cuando quiero saber si una verdad es buena y saludable, si es una auténtica verdad, me la incorporo, la asimilo, por así decirlo; si me va bien, si colabora armoniosamente en el seno de mi organismo con los demás elementos de mi psiquismo, si continúo funcionando bien, comportándome bien y si nada en mí se rebela contra el intruso, me digo que aquello es una verdad buena, que no es venenosa, que no me daña. Sé por experiencia que las cosas que son realmente verdaderas, que están realmente a la altura del hombre, son para él de tal plenitud que todo su ser se encuentra en ellas perfectamente expresado. Una gran verdad crea en quien la percibe una sensación general de alivio y de expansión. Esto es lo que quiso decir San Pablo cuando aseguró que todas las criaturas esperan con nosotros la revelación, esa revelación que resuelve y restaura todo. Una verdad que no hace sino seducir a mi intelecto, sino darme vueltas en la cabeza, sin tener en cuenta al saurio y al cangrejo que duermen en mí, es una verdad ruin, a la que tengo en poco, pues su valor es escaso. El monstruo que hemos visto surgir en el sueño es verdaderamente un animal de impresionantes dimensiones, medidas con el metro de nuestro universo. Ese monstruo encarna una ley general que no se puede contravenir sin atentar gravemente contra la naturaleza humana .

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Llegamos así al término de la interpretación de nuestro sueño; no se la comuniqué con todos estos detalles al sujeto del sueño, sino que se la resumí en un lenguaje más intelectual. Un oyente me pregunta cuál puede ser el alcance práctico de una interpretación semejante. Es realmente interesante saber si el análisis onírico tiene un alcance práctico y si, por ejemplo, el sueño del que acabamos de hablar es susceptible de una aplicación. Sin duda, no todo el mundo tiene un temperamento filosófico que le haga complacerse en ideas semejantes a las que acabamos de desarrollar y de las que pueda extraer una rica sustancia, capaz de causar transformaciones profundas en su realidad. La mayoría de los individuos prefieren a estas consideraciones algo más concreto, y tal era también el caso de nuestro sujeto. Era de los que piensan que todo lo que hay en el hombre está en él esencialmente para servir a sus fines, al estilo de ese sabio de la Edad Media que daba gracias a Dios por haber hecho que pasara un río por cada gran ciudad. Es éste, después de todo, un punto de vista que no merece, a pesar de su aspecto ridículo, ser rechazado a la ligera . Quisiera mostrarles ahora el beneficio que nuestro sujeto obtuvo de su sueño


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