Periódico edición 517 marzo 2012

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OPINIÓN

Justicia e injusticias: Los casos de Plazas y de Támara ARMANDO BORRERO MANSILLA* Publicado en la Revista Razón Pública Domingo 26 de febrero de 2012

FALLO ABSURDO En el número anterior de Razón Pública se publicó mi análisis ‘La justicia militar: un debate mal planteado’, donde se mencionaron los casos del coronel Alfonso Plazas Vega y del cabo Eder Támara, como ejemplos de la incomprensión predominante en la justicia ordinaria sobre la organización militar, sus normas internas, la cultura institucional, el contexto y las circunstancias de las actuaciones militares y específicamente, de las características propias de las situaciones de combate. Se afirmó en esa nota que el coronel Plazas había sido juzgado y condenado por delitos que no podía cometer como comandante de la Escuela de Caballería y al frente de la misma en la recuperación del Palacio de Justicia, veintiséis años atrás. ¿Por qué esta afirmación tajante? Porque para cualquier persona con un ligero roce y conocimiento de lo que es y cómo funciona una organización militar, en el mundo entero, jamás un comandante en la situación de Plazas, pudo haber ordenado lo que una fiscal le atribuyó, una juez aceptó y dos magistrados de tribunal superior confirmaron. En un país serio no hubiera podido prosperar semejante proceso. Pero en nuestra Colombia inmarcesible es posible prevaricar a caballo de la ignorancia, o de la mala fe, de manera impune y aceptada por medios de comunicación, sectores de opinión y hasta gentes de la academia, que jamás se han preocupado por comprobar cómo funciona una fuerza militar. Línea de mando, la columna vertebral Pero vamos al grano: es inconcebible, en cualquier organización militar de cualquier lugar del mundo, sean las Islas Fidji o el sultanato de Omán, que un oficial comandante de una unidad — táctica en este caso — intente siquiera sustituir en el mando a un comandante de igual grado militar y rango. No se trata solamente de los reglamentos. Se trata de una norma grabada a fuego en la cultura institucional universal: ni el entonces teniente coronel

Plazas lo hubiera intentado, o siquiera pensado, ni el también teniente coronel Sánchez Rubiano, al frente de una unidad del B-2 (inteligencia a nivel de Brigada) instalada en la Casa del Florero, lo hubiera permitido. No sólo sería una falta insólita de Plazas, sino una afrenta inaceptable, y de la peor laya, al honor militar de Sánchez. Una fuerza militar no puede funcionar sin esa sacralización de las líneas de mando. Sobre la misma se montan las normas que rigen las órdenes. Un oficial, por alto que sea su grado, no puede dar órdenes a un inferior en jerarquía en una unidad que no esté bajo su jurisdicción. Si se diere el caso, el subalterno responderá, de manera invariable, “por favor, mi general (o coronel o lo que sea): diríjase a mi superior”. De no respetarse esa normatividad, se anarquizaría una de las instituciones más refractarias al desorden. Pues bien, el coronel Plazas no tenía mando sobre la unidad de inteligencia. Su función era asegurar el traslado de las personas que salían del edificio a la casa histórica. En sus puertas terminaba su ámbito jurisdiccional. La fiscal del caso, no satisfecha con las certificaciones del Ejército Nacional sobre quién era quién en el escenario de las operaciones, interrogó a jefes, a iguales y a subalternos sobre quién estaba a cargo de la Casa del Florero: la respuesta unánime no podía ser otra, incluida la del propio coronel Sánchez. El encargado era el coronel Edilberto Sánchez Rubiano. Después de quince o veinte testimonios idénticos, la fiscal “con mucha lógica” saca la conclusión siguiente: el encargado era el coronel… ¡Alfonso Plazas! Tampoco podía entrometerse el coronel Plazas en lo que hacía la unidad de inteligencia del mismo B-2 en los terrenos que los bogotanos conocen popularmente como Escuela de Caballería, ubicada en el Cantón Norte de Usaquén. Y en este punto asoma otra faceta de la ignorancia predominante en la justicia ordinaria que pretendió asimilar el lote a la unidad militar. En aquella época funcionaban en esa sede tres unidades distintas, una de las cuales era la propia Escuela del Arma. Cualquier persona puede comprobar hoy que a las ins-

talaciones de inteligencia en el Cantón Norte, o en cualquier otra guarnición del país, no puede ingresar ni el comandante de la unidad vecina. Sólo personal autorizado puede hacerlo. Tampoco comandaba el coronel Plazas las tropas que se tomaron los pisos superiores del Palacio, del segundo en adelante. Pertenecían a la Escuela de Artillería, al mando de otro teniente coronel, como queda claro para cualquier lego en la materia, con un reportaje que publicó El Tiempo el domingo 12 de este mismo mes. El coronel Mejía, de cuyo caso también se podría decir mucho, entonces subteniente, cuenta su terrible aventura cuando participó en el ascenso a los pisos superiores del Palacio, en medio del fuego y de las elevadas temperaturas que produjo el incendio. Tampoco fue, pues, el coronel Plazas ese Supermán que pintan fiscal, juez y magistrados, encargado de hacerlo todo y de dar órdenes a sus iguales y a sus superiores, coroneles efectivos, brigadieres generales, mayores generales, generales, ministros y hasta el presidente de la República. Y más os digo Sancho: hay otra razón por la cual el coronel Plazas no podía contribuir, ni personalmente ni con sus subalternos, a los interrogatorios de la Casa del Florero. En aquellos tiempos de la Constitución del 86 — en pleno estado de sitio — la jurisdicción penal militar sólo podía encargarse de civiles en el nivel jerárquico de Brigada. Su juez era el comandante de una Brigada. Si personal de la Escuela de Caballería o el propio comandante de la misma hubieran intervenido, ese hecho habría podido invalidar el procedimiento y todo el proceso ulterior… ¡pues formalistas sí somos los colombianos! De todas esas inconsistencias están llenos otros procesos. En otra ocasión y con más espacio, se podría comentar el caso del general Uscátegui, condenado por hechos que no ocurrieron bajo su jurisdicción y en los que, si estuvieron envueltos militares, fueron los de una brigada que él no comandaba. El cabo Támara El otro caso mencionado en el artículo de la semana pasada fue el del cabo Eder Támara. Es de una naturaleza diferente. En éste se trata de un desconocimiento de las situaciones de combate, de las tensiones que vive un hombre sometido a presiones extremas y de las necesidades militares en un escenario de guerra. Durante un patrullaje en un área con presencia guerrillera (la unidad del cabo

había sufrido bajas en días anteriores durante el desarrollo de la operación en la que participaba) se produjo el hecho lamentable de un civil muerto y su hijo herido. La justicia ha planteado inconsistencias en los testimonios que aseguraban cómo el cabo había cumplido con las normas de lanzar una proclama o un alto, para que se identificaran los caminantes, al amanecer, entre dos luces. No se discutirá aquí el punto sin toda la información pertinente. Lo que sí se comprobó fue que la patrulla abrió fuego controlado (sólo cuatro disparos, dos del fusil del cabo y dos del ametrallador) cuando vieron la silueta de un hombre con sombrero y un arma (resultó ser una escopeta) que en las condiciones del área bien podía confundirse con un fusil. Los fiscales y los jueces consideraron que no podía disparar, porque su orden era de “registro y control” y no de combate. Tamaño despropósito es no entender que la orden de operaciones de combate se da cuando se tiene certeza o sospecha bien fundada de la existencia de fuerzas enemigas en un área y se la busca para enfrentarla. La otra implica el examen de un área y en desarrollo de la misma, en una guerra de guerrillas, no se puede excluir el encuentro con una fuerza contraria. ¿Suponen los fiscales y jueces que el ejército debe dejarse matar porque la orden no contenía la palabra “combate”? ¿Una patrulla emboscada debe abstenerse de contestar el fuego en condiciones de operaciones de registro y control? No fue el caso del cabo Támara. Pero un juez — en su despacho de Valledupar — difícilmente puede imaginar en todas sus dimensiones las dificultades y entender las condiciones de extrema tensión que pueden dar lugar a una confusión y provocar un error, si es que lo hubo. Tendría que haber acompañado a ese pequeño grupo de soldados moviéndose en un área peligrosa, sometido a las tensiones del patrullaje, cargando un equipo que puede llegar a los cuarenta y más kilogramos, alimentados con la monotonía de las raciones de combate, a la expectativa continua del fuego artero de grupos armados que no se acogen a regla alguna de humanidad, apartados de la vida normal de la sociedad y sufriendo climas insalubres. No hay razón para suponer un interés especial del cabo, porque la víctima era anónima para la patrulla. Fue sólo una >> SIGUE pág. 24


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