La Pimpinela Escarlata

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La Pimpinela Escarlata

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Los paseos nocturnos tras los bailes y cenas en Londres eran una fuente inagotable de placer para Marguerite, y le gustaba en grado sumo aquellas extravagancias de su marido de llevarla de esta forma a casa todas las noches, a su hermosa casa a la orilla del río, en lugar de vivir en una incómoda casa de la ciudad. A sir Percy le encantaba conducir sus briosos corceles por las carreteras solitarias e iluminadas por la luna, y a Marguerite le encantaba sentarse en el pescante, con el suave aire nocturno de finales de verano acariciándole el rostro, después de la atmósfera sofocante de un baile o una fiesta. El recorrido no era muy largo; a veces, menos de una hora, cuando los caballos estaban bien descansados y sir Percy les daba rienda suelta. Aquella noche, parecía que sir Percy llevara al mismísimo diablo entre los dedos, y que el carruaje volara por la carretera, que discurría junto al río. Como de costumbre, no hablaba con Marguerite; miraba fijamente al frente, con las riendas entre sus manos blancas y delgadas. Marguerite lo miró con disimulo una o dos veces; vio su hermoso perfil, y un ojo indolente, la frente alta y recta y el párpado pesado y semicerrado.


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