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Mujeres por la Escena: una crónica de fuerza, vulnerabilidad y lucha por un mañana más justo
Son las 5 pasadas cuando Susan llega al café en el que acordamos encontrarnos. Es la primera integrante de Mujeres por la Escena que conozco.
“Qué vergüenza, perdón por el atraso. Es que se alargó la situación en la oficina”.
Asegurándole que todo está bien, le pregunto sobre su trabajo.
“Un call center”, ensancha los ojos y mira hacia la mesa. “Vos sabés cómo es”.
Y lo sé, pero no por experiencia personal, sino por el puñado de amigas que han venido contando historias de terror sobre su tiempo en lugares de trabajo similares.
Anda una sudadera con un logo de jiu jitsu que, según me dice, le pertenece a su novio. Lleva el pelo recogido en un moño desarreglado, lo que revela un rostro fresco y juvenil que nunca delataría su edad. Cuando me dice que tiene treinta años, exclamo:
“¡No es cierto!”
Y suelta una risita.
Después de pedir unas papas bravas, Susan empieza a contarme de su trabajo secundario: actuar en simulaciones clínicas para estudiantes de medicina. Han pasado algunos años desde que se alejó por completo del teatro, dejándolo en malos términos después de sufrir violencia sexual en manos de otros artistas. Su postura se pone un poco rígida mientras relata estas experiencias.
“El primer hombre que me acosó fue el director de la facultad de artes dramáticas de la UCR. Al final lo reemplazaron, pero, mae, ¿te imaginás pasar por eso en tus primeras semanas de la u?”
Esta anécdota me recuerda a mi propio encuentro con este problema particular que muchas mujeres enfrentamos, pero del que no se nos permite hablar. Me recuerda a mi propia agresión sexual, la cual ocurrió durante mi segunda semana estudiando cine.
Después de sacar su título en artes dramáticas, Susan comenzó una nueva carrera: ingeniería industrial. Sin embargo, esto no significa que no esté plenamente comprometida con la lucha por la igualdad de género en las artes.
Junto con la también actriz Fanny, ella es una de las fundadoras del movimiento Mujeres por la Escena. Para entender cómo llegó a existir éste y por qué su función es tan necesaria, debemos remontarnos al 27 de marzo de este mismo año, el Día Internacional del Teatro.
Ese día las redes sociales se inundaron de publicaciones de agradecimiento de muchos actores populares del país, en su mayoría hombres, pero sus contrapartes femeninas y no binarias no estaban muy entusiasmadas con la ocasión. No veían motivos para celebrar. Vieron a sus numerosos abusadores regocijándose porque, sin importar cuán problemáticos fueran, sin importar cuántas veces los hayan cancelado, ellos seguirían teniendo un lugar al frente y al centro del teatro.
Enojada y abrumada por la falta de comentarios críticos, Susan siguió los pasos de una amiga al subir una serie de historias que denunciaban las diversas instancias de agresión vividas en la comunidad. Poco después, Fanny también recurriría a Instagram para dar a conocer sus propias experiencias y expresar una grave preocupación por el estado del gremio de teatro. Sus esfuerzos conjuntos dieron como resultado una tormenta de acusaciones contra actores a través de cuentas personales, colectivos feministas y mensajes directos.
Todo siguió una narrativa muy similar a la del movimiento Me Too que se apoderó de Hollywood en el 2017.
A medida que Susan comienza a desglosar el modelo de Mujeres por la Escena, me sorprende descubrir cuán estructurada es la comunidad que se propusieron crear. Verás, el movimiento está dividido en unos cuantos subgrupos: comunicación, trabajo profesional, investigación, academia y espacios de formación, intervenciones activas (“Ahí están las anarquistas. Ellas están dispuestas a tomar las calles y quemar teatros, si llegara el caso.”) y una sección de estrategia política.
Las actrices tienen distintas convicciones políticas: algunas son Liberacionistas, otras pertenecen al Frente Amplio y unas pocas son bastante antigubernamentales. De cualquier manera, tienen la mirada puesta en ser escuchadas por los principales políticos del país.
“Ya nos reunimos con una diputada y, a finales de junio, ella hablará sobre nuestra misión en la Asamblea Legislativa”, me señala Susan con una papa frita.
Cuando le pregunto sobre la posibilidad de trabajar con otras integrantes de Mujeres por la Escena en esta misma pieza, se encoge de hombros y agarra su celular.
“Para ser totalmente sincera, tendrías que preguntarle a Fanny. Yo soy más, como, de espíritu libre, así que estoy abierta a todo, la verdad. Ella es ya más organizada, seria, que sigue las reglas. Consultalo con ella”.
Más rápido de lo que podría haber imaginado, nuestra hora pasa y la actriz que está delante de mí debe correr.
“¡Uy! ¡Tengo una reunión en, como, media hora! Por dicha es virtual. Pero de fijo nos vemos en quince, ¿verdad?”
Y acordamos ponernos al día en un par de semanas.
Tal como dijo Susan, conseguir que Fanny se siente conmigo requiere muchas más formalidades. Primero, nos reunimos por Zoom para que yo pueda presentarle la idea de cubrir el movimiento que ella ayudó a poner en marcha. Luego, creé un documento de Word con algunos detalles que me había pedido que le proporcionara para poder hablarlo con el resto de los miembros. Aproximadamente tres semanas después, finalmente se lleva a cabo nuestra reunión.
Fanny entra al café con los hombros ligeramente erguidos, nerviosa y es comprensible, pues detrás de su cálida sonrisa y sus gafas de montura transparente se esconde una mujer tan fuerte que, incluso cuando le cuesta encontrar las palabras o tal vez murmura un poco, su valentía y liderazgo no pasan desapercibidas.
De entrada, Fanny representa un caso muy particular, ya que estuvo casada con un abusador en serie durante casi doce años antes de separarse en diciembre del 2022. El divorcio se concretó el año pasado.
“Cuando veo el post de Susan diciendo que no había nada que celebrar del Dia del Teatro porque estos tipos agresores seguían estando ahí, todo cobro sentido. Y yo dije: ¡claro, con razón no tengo ganas de publicar nada! Porque además para ese momento, la cara de mi expareja, de mi agresor, estaba en un montón de proyectos. (…) Eso fue lo que me motivó a mí a decir, mae, no se vale.”
Así que publicó su segunda denuncia en su contra. La primera tuvo lugar el 8 de marzo, pero pasó casi desapercibida debido a la avalancha de información que acompaña a esa fecha, el Día Internacional de la Mujer. Esta vez, sus acusaciones públicas contra su exesposo no solo fueron escuchadas y respaldadas por sus compañeras actrices, sino que también fueron repetidas por muchas otras mujeres que vivieron experiencias similares con él.
“Creo que ya para ese momento en el que yo por fin me sentí con la fuerza para hacer esa denuncia, estaba en un buen lugar psicológico, porque si fue mucho el bombardeo de recibir información, comprobaciones, o bueno, había otras que yo ni siquiera me imaginaba,” se ajusta los anteojos y agarra con más fuerza mi celular, donde estoy grabando nuestra conversación.
“Yo me imaginé que cuando yo lo dijera empezarían a salir un poco de comentarios por aquí y por allá. Cuando puse la cosita [de mensajes] anónimos yo dije, bueno, vamos a ver qué pasa y empezaron a caer demasiadas, y yo dije: ¡Dios mío!”
Y estos testimonios solo demostraron exactamente por qué Mujeres por la Escena es una necesidad, no un deseo.
A medida que Fanny recibía mensaje tras mensaje detallando casos de acoso a estudiantes cuando él era profesor asistente o situaciones en las que acosaba a sus compañeras de escena durante una actuación o detrás del escenario, ella no solo se sentía inmensamente preocupada, sino también validada después de años de ser engañada mediante el “gaslighting”. No era ella, era él.
“Cuando empecé a ver todos los nombres [de otras víctimas], fue como esta sensación de validación por esto que te decía, porque en el gaslighting te hacen creer que sos vos la loca y que sos vos la que está inventando cosas. Y no, no estaba loca.”
Pero el problema seguía en pie: ¿cómo era posible que alguien que era tan claramente conocido por aprovecharse de jóvenes universitarias y de compañeras de escena no sólo mantuviera un trabajo, sino que además no tuviera que enfrentarse a prácticamente ninguna repercusión?
“A mí eso me hacía mucho, mucho ruido en la cabeza de que era necesario que la gente conociera esta faceta de este tipo también porque para mí era importante que la gente supiera. (…) Era eso, entender la dimensión de que ya no me va a hacer daño a mi porque yo logré salir de ahí, pero ¿qué pasa con todo el resto de las personas que siguen estando en sus círculos?”
Cuando le pregunto sobre la cantidad de mensajes que recibió, me dice que ni siquiera puede poner un número.
“Pero si fueron días de mensajes, o sea, como tres o cuatro días en que los mensajes no dejaban de llegar. Creo que eso también es interesante del fenómeno Me Too, de que la gente se siente identificada y tal vez no le pasó precisamente con mi agresor, pero sienten la confianza de decir: él no es el único.”
Instintivamente, sé lo que quiere decir. Lo he vivido. En la industria del cine, la misma de la que me había propuesto formar parte cuando tenía 19 años, la mayoría de las mujeres que conocí habían tenido al menos una experiencia muy amarga con un hombre abusador. Eran nuestros profesores (tuve un profesor mayor que me tocaba los piernas en clase), nuestros compañeros (una tarde, me pasé una hora oyendo a mis compañeros hacer bromas groseras sobre dejarme embarazada), nuestros jefes (supe de mujeres que habían sido acorraladas y agredidas físicamente por hombres encargados de festivales de cine) e incluso nuestros amigos (no era raro descubrir que una persona cercana a vos fuera, en realidad, el agresor de otra). Pero, por alguna razón vergonzosa, nunca se me había ocurrido que sería igual de horrible para las mujeres que estaban al otro lado de la cámara, las actrices.
Si en cualquier otra carrera, entiéndase no creativa, la gente tiene algún tipo de protocolo al que acogerse en caso de abuso sexual, psicológico o físico, ¿por qué las escritoras, actrices y cineastas no teníamos nuestros propios procesos para garantizar nuestra seguridad?
¿Cuánto sufrimiento más tendríamos que soportar para demostrarle al mundo que nuestro dolor es real y merece ser tomado en serio?
Hacemos una pausa para dar un sorbo a nuestras bebidas. Yo tomo una limonada, Fanny una taza de café caliente.
“Nadie está regulando el trabajo del artista que sucede en los ensayos o en camerinos o en las pautas durante las funciones. (…) Pero si [un abuso] sucede, ¿a quién puede llegar usted a hacer la denuncia? ¿En quién se ampara? ¿Qué hace la Universidad de Costa Rica? Digamos, si alguien llega a denunciar que mi pareja de escena estuvo agrediéndome o abusando de mí, ¿cuál ha sido la respuesta por parte de la universidad?”
Sube el zipper de su chaqueta bomber y empieza a hablarme de su tiempo como estudiante de teatro en la UCR.
“A la Fanny que entró a Artes Dramáticas nadie le dijo que si un compañero insistía en que tenía que haber un beso en una escena que no requería besos y usted se negara varias veces hacerlo y al mae insistiera y ya estando en escena se lo diera, a esa Fanny nadie le dijo que eso estaba mal.”
Continúa contándome.
“Además hay una cuestión, en teatro en particular, que es como de que usted tiene que ser abierto de mente, abierto para explorar y en estas exploraciones, muchas veces los límites se vuelven borrosos.”
Fanny me explica que conoció a su exesposo cuando ella estaba apenas en su segundo semestre de la universidad y él ya en su tercer año. Dice que esto fue algo que surgió mucho en los mensajes que recibió tras denunciarlo públicamente: la mayoría de sus víctimas también eran de primer ingreso. Pero mientras ellas son en su mayoría menores de 20 años, él sigue envejeciendo, llegando actualmente a los 38 y siendo padre por primera vez. Cabe señalar que la forma en la que conoció a la mayoría de sus víctimas fue a través de puestos de enseñanza, sobre todo como asistente de profesor en la UCR.
“¿Por qué el gremio sabe que estas personas son así y les da acceso a espacios donde hay personas que están en una situación vulnerable porque son mujeres jóvenes que están viendo en esta persona una figura de poder que se puede aprovechar de ellas?”
En cuanto al protocolo universitario, Fanny se pregunta si las normas se pensaron sólo para las clases y los cursos en los que el contacto físico no es algo habitual entre alumnos y profesores. Cuando estudiás actuación, te exponés a que los profesores corrijan tu postura mediante un contacto físico directo o a que te critiquen abiertamente por la falta de cierta emoción que pueda requerir una escena. Es muy parecido a estudiar danza, donde el cuerpo se considera un instrumento, un medio de comunicación.
Tras semanas de acusaciones muy públicas contra populares actores, músicos, cineastas y otros artistas, se produjo una sensación de... ¿y ahora qué? ¿Qué va a pasar ahora? ¿Va a ser esto algo más allá de chismes y drama en redes sociales?
“Creo que la quema fue buena para entender que hay un problema y es claro que no es solo esta persona, es otro montón de personas que han hecho cosas hasta más graves de lo que éste ha hecho.”
Así que nació un grupo de WhatsApp.
A través de un enlace de invitación en Instagram, más de cien personas se unieron al chat en apenas un par de días. La mayoría eran mujeres, pero Fanny señala que también había un puñado de hombres que expresaban su preocupación por la situación y se preguntaban si podían formar parte del movimiento. Le pidieron la creación de un chat para los aliados masculinos.
“Los hombres se indignan, pero les cuesta mucho tomar una posición pública al respecto. Por eso también en algunas historias yo estuve diciendo: mae, si a usted le indigna también, ¡dígalo abiertamente! ¡Organícese, haga algo! Se esperan a que sea una la que lo haga porque como que no se sienten dueños de la lucha o porque temen que tengan cola que [el agresor] les puede majar.”
Con la misión de llenar el vacío que tan claramente existía en cuanto a normas y seguridad, Fanny y Susan se dieron cuenta de que también había una gran demanda de comunidad, de un lugar donde las afectadas pudieran hablar abiertamente de sus experiencias. También era necesario un sistema de apoyo para las víctimas que quisieran acudir a la vía judicial.
Comprendieron que la situación iba más allá de sus propias experiencias e incluso trascendía al mundo de la actuación.
Cuando le pregunto a Fanny cuál le gustaría que fuera la respuesta del público, me da una respuesta tan sencilla y obvia que resulta desgarradora.
“Yo quisiera que más gente entienda,” su mirada es sincera y esperanzada. “Si el problema no existiera, no nos tenemos que agremiar, no tenemos que hacer el movimiento. También [quisiera] darle visibilidad al movimiento, darle visibilidad a que el problema existe y que habemos personas que ya no lo vamos a tolerar más y queremos hacer algo al respecto. Incluso es una advertencia para los agresores de que el jueguito en el que están ya no va. El problema está y estamos hartas. Queremos hacer algo al respecto.”
Mi siguiente encuentro con Susan tiene lugar el 6 de julio por la tarde. Entra al restaurante con una sudadera color salmón y el pelo recogido. Es alegre y atenta, señalando el nuevo yeso que llevo en el brazo derecho.
“¿Qué pasó ahí?” exclama. “¿Estás bien? ¿Necesitás ayuda?”
Le digo que estoy bien, pero acepto su oferta de sostener el micrófono mientras hablamos.
El mesero se acerca y Susan le sonríe amablemente, mientras le pide un jugo de maracuyá. Me doy cuenta de lo optimista que está hoy, de lo relajada que se ve esta vez en comparación con nuestro primer encuentro. Por un breve instante, veo a la ansiosa adolescente que se había matriculado ambiciosamente en la Escuela de Artes Dramáticas.
“Siento que todo empezó ahí, en realidad”, reflexiona. “Siempre había comentarios súper sexistas.”
El comportamiento fuera de lugar de compañeros y profesores no se detuvo en las palabras. Como me había contado anteriormente, la primera persona que la acosó fue nada menos que el propio director de la facultad. Susan había ido a clase con un vestido de verano de espalda abierta (“¡y un top abajo porque no me sentía tan cómoda en él!”) cuando, de repente, sintió que un dedo le rozaba la columna vertebral en un movimiento descendente hacia su colita. Este hombre no sólo era el director de Artes Dramáticas, sino un artista mayor, venerado.
En otra ocasión, le pidió que le enseñara su ropa interior.
Pero no fue el único miembro del personal que intentó propasarse con Susan. De hecho, era tan habitual que los profesores se involucraran con las alumnas que ella llegó a salir con el asistente de un curso.
“Obviamente ahí había una figura de poder. Ellos eran asistentes del curso y lo utilizaban para ligar güilas. Todo era muy extraño.”
Durante su época de estudiante, también escuchó varios comentarios sobre su cuerpo. Un profesor incluso llegó a decirle que sus piernas eran demasiado largas para su cuerpo y la hacían verse como una araña. Los cuerpos de los estudiantes eran constantemente ridiculizados y comparados entre sí.
“En mi primer año había un profe que me acuerdo que una compañera iba caminando en el aula y él le dijo que parecía una vaca, que además de estar gorda, sus pasos eran pesados.”
Curiosamente, la facultad de Artes Dramáticas había cultivado una atmósfera social en la que hablar de estos abusos se consideraba un reclamo. Susan lo compara con algo prohibido y en los casos en los que alzaba la voz, se convertía en un objetivo de más acoso.
Me cuenta una situación en la que un profesor la castigó por pedir ayuda académica.
“Le pedí a él que me diera clases por aparte y el mae me hizo hacer un montón de ejercicios y luego se burló de mí. Fue como: ja, ja, en realidad eso no servía para nada, solo la quería ver sufrir.”
No sólo los hombres desaprobaban sus quejas. Muchas compañeras y profesoras se burlaban y le decían que solo estuviera agradecida.
“Es que no tengo por qué estar teniendo un profesor que va a hablar de mis nalgas y luego me enseña a maquillarme. No tengo por qué estar explicándole a un profesor por qué subí o bajé de peso. ¡No tengo por qué explicarle a un profesor si ya inicié o no mi vida sexual!”
También se animaba a menudo a las estudiantes mujeres a actuar desnudas. Se les decía que harían mejor en una escena si no llevaban ropa. Esta difuminación de límites y la falta de respeto eran prácticas habituales.
Le pregunto a Susan por qué decidió seguir alzando la voz.
“Yo decía, mae, este profesor que fue director también se retiró con una pensión muy jugosa y está viviendo su vida muy tranquilo sin que haya recibido un solo castigo por todas [sus] actitudes hacía muchísimas mujeres. Porque no somos dos, no somos tres, no somos cuatro. Somos más de 15 y de diferentes edades. ¿Cómo es posible que sean años de años y que no pase nada? ¿Cómo carajos yo me digo a mí misma que soy feminista y que me peleo con todo el mundo si al final yo no levanto la voz?”
Y así fue como el 27 de marzo terminó subiendo a Instagram una serie de historias en las que hablaba de sus experiencias en la universidad.
“Son cosas muy feas y siento que ya es el momento de que las chicas se unan y nos pongamos a levantar la voz entre nosotras porque si nosotras no nos apoyamos, nadie nos apoya y nadie nos cuida.”
Entre las cosas desagradables que Susan vivió como estudiante, hubo un caso muy intenso de acoso sexual en el que su agresora fue una mujer. Es importante ser consciente de que las mujeres también pueden ser violentas, y algunas incluso pueden acosar a otras, dice notablemente incómoda.
Luego está la gente que se cuestiona la validez del movimiento Mujeres por la Escena. Le dicen a Susan que el fuego se ha “apagado” desde marzo y que no tiene mucho sentido seguir luchando porque ya no tiene mucha importancia. Ella frunce las cejas y me dice que absolutamente sigue habiendo un problema.
“Lo que yo quiero es que, en un futuro, si llego a tener hijas o si la sobrina de alguien o si en 15 años alguien entra a estudiar yo sepa que va a estar en un ambiente donde no tenga ganas de morirse,” Susan baja el tono de su voz a uno serio. “Que no le de depresión, no se sienta mal con su cuerpo, no se le baje su autoestima y que pueda desarrollarse de la mejor manera.”
¿En cuánto a ser cancelada por hablar ahora en el 2024? No podría importarle menos si no vuelve a trabajar en el teatro, si ni siquiera se le permite ser miembro del público. Lo que le preocupa es hacer una diferencia para las futuras generaciones, para que no tengan que experimentar una pizca del infierno que tantas estudiantes de actuación ya vivieron.
Pero los escépticos se aferran a la narrativa de que simplemente lo hacen para llamar la atención.
“Lo que quisiera es que se den cuenta, primero, de las academias formales y de las universidades. Hay un montón de maes acosadores y abusadores que no están recibiendo castigo. ¿Cómo es posible que en universidades públicas haya profesores, y no solo de las artes, sino de otras escuelas, que han recibido más de 70 denuncias y siguen ahí? ¿Qué los castigan tres días, regresan y lo vuelven a hacer?”
Volviendo al director anterior de Artes Dramáticas de la UCR, éste recibió una cantidad atroz de denuncias que hizo desaparecer antes de jubilarse. Desaparecieron todas, me dice Susan. Es como si nunca hubieran existido.
Le pregunto qué piensa de la idea demasiado agotadora de que, al hablar de sus abusos, las mujeres podrían estar poniendo en peligro la reputación de estos hombres. Se sienta erguida con un fuego en los ojos.
“Es que no es, pobrecito, le arruinaste la carrera. ¡No! Esta persona abusó o acosó o cometió algo que es un delito. Yo quisiera de verdad que los medios de comunicación digan, ey, esto está pasando y no es posible. Aunque sea por vergüenza, pero que las autoridades competentes hagan lo que tienen que hacer. Necesitamos que alguien haga algo y que alguien nos vea porque si nadie levanta la voz esto va a seguir hasta que yo tenga 60.”

“Lamentablemente, he de confesar que era una cuestión absolutamente normalizada. Realmente, cuando yo escuché que las chicas y actrices jóvenes empezaron a denunciar y a gritar y a no permitir que esto continuara, pues, me sorprendió y lo agradecí muchísimo que... por fin, por fin, se pusiera un alto.”
“¿Por qué creés que se ha tardado tanto en empezar a concientizar sobre este tema?”
“Creo que eran conductas muy normalizadas. O sea, todas sabíamos que ese profesor era un acosador, pero ni siquiera le llamábamos así, ¿verdad? Si no que era un conquistador. Aunque nos incomodara, ya sabíamos que el profesor era así. Sabíamos incluso que él tenía una vida en pareja y aun así conquistaba a las estudiantes. Era lo que pasaba.”
Se acomoda un mechón de pelo castaño con reflejos rojizos detrás de la oreja y continúa.
Pasan un poco más de dos semanas antes de que tenga mi próxima reunión con otra integrante de Mujeres por la Escena. Como vive fuera de la ciudad, quedamos en vernos vía Zoom un agradable martes por la tarde.
“Bueno, entonces. ¿Cómo te
“Me llamo Raquel y soy actriz. Me gradué de la Universidad Nacional en el 2007, pero estudié primero en el Taller Nacional de Teatro. Creo que fue en el 95. Me gradué en el 96.”
Raquel es un poco mayor que las otras mujeres que he entrevistado hasta ahora, lo que le da la ventaja de tener más experiencia y por lo tanto más conocimiento del mundo del teatro costarricense. También forma parte del equipo de comunicación del movimiento.
Cuando le pregunto sobre los abusos a los que se ha enfrentado a lo largo de los años siendo actriz, responde:
“Ahora las estudiantes tienen más bríos, más información, tienen acceso a otros mecanismos. Porque como bien repito, era una conducta bastante normalizada. No teníamos esa información, que eso era inapropiado. Me acuerdo escuchar más de una vez a alguna profesora que protegía a estos profesores decir que como nosotras éramos mayores de edad, pues era absolutamente normal porque era una relación de dos adultos. Sin embargo, pues no, ¿verdad?”
“¿Te sorprendió escuchar que esto es algo que sigue ocurriendo tanto?”
Y me dice que sí. Raquel también me cuenta que muchas de las personas que se aprovechaban de las mujeres de su generación son las mismas que acosan a las jóvenes hoy en día. La diferencia es que ahora cuentan con muchas más credenciales académicas.
“De hecho, una de las cosas que yo pensé fue: ¿para qué tanto estudio, para qué tanta maestría, para que tanto doctorado si te seguís comportando como el neandertal que me acosó a mí? Qué en el momento en el que mis compañeras y yo fuimos víctimas de él, él ni siquiera tenía un bachillerato. Al fin y al cabo, terminan haciendo exactamente lo mismo que hacían sus maestros.”
Le pregunto si considera que este comportamiento hacia las alumnas se pasa de generación en generación.
“Así es,” responde casi de inmediato. “O sea, con este movimiento de Mujeres por la Escena, lo que me confirma es eso, ¿verdad? Que es algo que ellos aprendieron juntos. Si yo tengo un papá que es ladrón, pues yo aprendo a robar y por más que no me quiera parecer a él, me voy a parecer. Entonces creo que son lo mismo.”
“Me parece que el mensaje de la deconstrucción que algunos predican es absolutamente falso. Me da mucha pena porque son capaces de hacer cualquier cosa para defenderse y para mantener su imagen pulcra. Incluso hasta de inventar que son cosas que nosotras les montamos. Sin embargo, es mentira. Nosotras sabemos quiénes son ellos. La gente en general, hasta sus amigos y sus protectores saben quiénes son y qué es lo que hacen. Pero, sí. Siguen repitiendo un patrón y lamentablemente, pues yo no sé si se va a lograr parar… no se quién los va a parar realmente.”
Raquel hace una pausa y saca a flote algo que creo que todas las sobrevivientes nos hemos planteado en algún momento: ¿qué pasaría si un amigo nuestro se enfrentara de repente a acusaciones de abuso sexual? ¿Cómo reaccionaríamos?
“Me enojaría muchísimo. Creo que le tendría que preguntar. Lo que pasa es que siempre van a negarlo, porque hasta la fecha todavía escucho decir que son montajes, que nosotras estamos diciendo mentiras, que nunca pasó eso, que malinterpretamos. Creo que la relación con esa persona, de mi parte, se rompería porque yo sí les creo porque yo viví algo así. ¡Y aunque no lo haya vivido!”
Me cuenta cómo la mayoría de la gente prefiere ignorar las múltiples acusaciones que se hacen contra amigos o compañeros de trabajo, cómo es más fácil decir que las actrices y las estudiantes de teatro están “locas” y son “histriónicas”. Menciona la peligrosa mentalidad que adoptan muchos espectadores: si no me ha pasado a mí, no puede haberle pasado a nadie más.
Tengo que vivirlo para creerlo.
“Creo que también en algunas personas debe haber un grado de machismo incorporado que les permite quedarse ahí sin culpa siendo, pues, un poco cómplice. O sea, creo que las personas que se quedan ahí y que les permiten y les dan trabajo y todo, tienen un poco de eso. Como de: ¡Ay! ¿Qué importa? De por sí no está muerta, ¿verdad? Está ahí.”
Llegamos entonces a otro gran enigma, uno tan popular y transversal que dudo que sea la primera vez que escuchés hablar de él: ¿Deberíamos separar el arte del artista?
Raquel parece tener lista su respuesta en un instante, comenzando a profundizar con un tono muy serio y un aire apasionado.
“En tanto usted separe la obra del artista y siga trabajando con él, ese artista tiene un comportamiento que va a seguir. Entonces, usted está abriendo espacios para que ese artista continúe violentando a otras mujeres. Me parece que eso es lo que no está bien.”
Aparte del acoso que sufrió como aprendiz en el Taller Nacional de Teatro, Raquel ha tenido la suerte de trabajar en espacios en los que se ha sentido segura y respetada, según me cuenta.
“Pero si he visto, ¿verdad? Sí me ha tocado escuchar historias de terror.”
“¿Por qué considerás que es tan pertinente que exista un movimiento como Mujeres por la Escena? ¿Por qué es algo que la gente debería tomarse en serio?” Le pregunto.
“Porque es algo que no solamente ocurre en las universidades o en las escuelas de teatro. [Se da] en todas las carreras todavía, lamentablemente, y en los espacios de trabajo. Cuando salen movimientos así, creo que hay que apoyarles y darles la importancia necesaria. Hay un dicho que dice: cuando el río suena es porque trae piedras. Entonces, creo que, si no trajera piedras, no pasa nada. No sonaría. Creo que es eso. Hay que creer y hay que apoyar.”
Al día siguiente de mi entrevista con Raquel, tengo mi último encuentro con una actriz del movimiento. Esta vez se trata de Sheyla, una mujer de unos treinta años que, desde el primer momento, me parece el tipo de feminista decidida, ferviente y sin complejos en su activismo y empoderamiento personal. Para nuestra reunión, lleva el pelo recogido en un moño relajado, un par de lentes y una camiseta de tirantes negra que muestra sus múltiples tatuajes.
Inmediatamente pienso en la primera vez que conocí a Susan y en cómo describió a las chicas de la unidad política (la misma a la que pertenece Sheyla):
“Las anarquistas”.
Estas son mujeres dispuestas a ir a la guerra, impulsadas por un intenso deseo de justicia que ha ardido merecidamente por las horribles experiencias que han tenido dentro de la industria. No están avergonzadas, más bien están furiosas, y tienen todo el derecho a estarlo. Debido a mis propias experiencias de abuso dentro de la comunidad artística y al hecho de que, al igual que Sheyla, me identifico como feminista, estoy totalmente enganchada a su historia incluso antes de que haya empezado.
Una de las cosas más importantes de ella es que es de Guanacaste. Esto le ha dado una perspectiva que desafía la del Valle Central. Así lo señala luego de presentarse. De hecho, es precisamente la razón por la que aceptó ser parte de esta entrevista.
“Yo siempre digo que el gremio es una invención Valle Centralista, ¿verdad? Porque el gremio no existe. Son solo 30 maes del Valle Central, digamos.”
Le pregunto por su experiencia como estudiante de teatro en la Universidad Nacional y lo primero que surge es su origen como guanacasteca.
“Empecemos con que tenemos que migrar, dejar a las familias para poder accesar a carreras artísticas. En ese momento era de una familia de escasos recursos y casi que era la primera que iba a la universidad. Entonces, primero como que el choque cultural ahí es fuerte y algunas otras cositas que yo veo como microviolencias que tienen que ver con las regiones.”
Por ejemplo, explica, en las clases de voz sus profesores le corregían constantemente la pronunciación y el acento guanacasteco. Cabe señalar que era la única estudiante de dicha provincia.
Como era de esperar, rápidamente nos topamos con el tema de las relaciones impropias entre profesores y alumnos.
“Era normal que hubiera rumores de ‘es que fulanita dice que se apretó con tal profe o se acostó con él’. Desdichadamente, los chismes eran ‘las chicas se acuestan con los profesores’. No eran ‘los profesores están depredando chicas’.”
Detallando lo egocéntricos que percibía a sus profesores, menciona los proyectos insignificantes que les encargaban a los alumnos, como traducir al español las canciones de rock favoritas del profesor porque pertenecían a uno de sus álbumes favoritos. Esta fue una de las primeras señales alarmantes que vio Sheyla.
Comprensiblemente, expresó su preocupación, lo que a su vez no hizo más que poner un blanco en su espalda.
“Cuando ya uno empieza a tener esas incomodidades y a expresarlas, a los profesores no les gusta. O sea, los compas son bien territoriales, bien machistas.”
En una ocasión, el profesor les preguntó a los alumnos qué les gustaría ver en su clase, a lo que Sheyla respondió que quería incorporar el uso del lenguaje inclusivo. En aquel momento, hace ya más de una década, eso significaba simplemente incluir a las mujeres en la conversación. Sin embargo, el profesor se mostró poco receptivo a la petición de Sheyla.
“Este compa termina la clase. Todo bien. Yo me voy para el baño. El baño es un solo pasillo que luego se [divide] en el baño de hombres y el baño de chicas. En ese trayecto del pasillo, me topé con el compa y el mae me puso la mano encima, digamos, me puso contra la pared con sus manos y me dijo: cuando yo hablo, usted se calla. Yo soy el profesor y no quiero que me vuelva a interrumpir con esas peticiones.”
Shockeada y temblorosa por el encuentro, Sheyla agachó la cabeza y se fue al baño a llorar. Esta era una faceta de ella que sus compañeros apenas veían.
“Yo salía toda brava. Era así, odiosa. Entonces, empecé a caerle malísimo. Algunas otras violencias que no solo me pasaban a mí, por ejemplo, es que él decía que nunca nos iba a llamar sus colegas.”
Mientras tanto, el profesor se juntaba con estos mismos estudiantes para fumar hierba y “pasar el rato”. Esto último me suena demasiado a verdad, ya que era el comportamiento al que me acostumbré a presenciar estudiando cine.
Tras una miríada de instancias de abuso de poder hacia Sheyla y sus compañeros (como hacerles correr y competir entre ellos), el profesor llegó a un punto de quiebre con su acoso.
“Estábamos haciendo esta obra. Yo había decidido que por toda la violencia que yo había vivido ese año, no iba a hacer la reverencia que se hace al final, simplemente me iba a quedar oculta entre los telones. Pues el compa se volvió loco cuando vio que yo no hice la reverencia. Él se tiró de las butacas y me agarró el brazo.”
La miro atónita, con la boca abierta.
“Ajá. Es increíble lo normal que eran esas cosas que nadie hiciera nada, ¿verdad? Me dijo como: ¿quién te creés que sos? ¡No sos nadie! No tenés respeto por el teatro. ¡Sos una vergüenza!”
Pero no le hablaba sólo a ella. Era un actor entrenado que sabía proyectar bien su voz por toda una sala. Sheyla dice que sus gritos se oyeron en todo el campus de la universidad.
“Los compañeros lo agarraban por detrás porque me estaba echando el cuerpo. O sea, el mae me quería pegar.”
Tras este encuentro, Sheyla salió del teatro y caminó unos 50 metros antes de desmayarse.
“Me caí, me quedé ahí. Me desconecté. Me tuvieron que llevar a una casa ahí unos guanacastecos que pasaron porque la gente pasaba a la par y nadie me ayudaba. Después de eso pasé tomando antidepresivos. Estuve como tres días llorando sin parar. Me vine a Guanacaste y entonces el compa puso que yo abandoné un curso anual.”
Al denunciar su abuso a la Defensoría de los Estudiantes, no sólo estuvo completamente sola durante el proceso de denuncia, sino que también fue chantajeada por un hombre que trabajaba en la dirección de la escuela y a quien nos referiremos como “Don X” para proteger la seguridad de Sheyla.
“Don X me llamó a la dirección y yo, ingenua, fui sola y cuando llegué el mae me dijo que si yo seguía con la denuncia me iban a entregar a mí a Rectoría porque en ese año había habido unos disturbios en un discurso de Laura Chinchilla y decían que tenían videos míos en esos disturbios. Yo si estuve en esos disturbios, pero no tenían videos míos. Pero en ese momento yo era muy ingenua. Me agarró solita.”
Después de eso, otro profesor empezó a enviar correos a las pocas amigas que Sheyla tenía en ese momento, quejándose de su apoyo hacia ella. De hecho, me cuenta ella, sus compañeros terminaron firmando una carta en la que afirmaban que Sheyla había abandonado los estudios y que ya no iba a clase, lo que acabó siendo cierto después de todo lo que había pasado.
“No pude, no pude graduarme y ya era mi último año. Entonces, esa es mi historia de terror.”
Le pregunto qué tipo de apoyo hubiera deseado tener cuando denunció las agresiones que sufrió.
“De fijo acompañamiento psicológico. Tal vez como una comisión, como alguien que fuera responsable de acompañar a la persona cuando la llamen a presentarse a una reunión, que siempre tenga alguien con quien ir acompañado para que no pase esto. Y de fijo procesos de sensibilización para los profesores porque aquí pasa algo muy curioso. A nosotras en Mujeres por la Escena nos dicen: es que ustedes tienen que motivar a la gente para que denuncie. Pero yo digo, mae, vea mi cabeza colgada ahí en las puertas del teatro. Eso le pasa a las que denuncian, el destierro total. Y por eso yo creo más en la funa social.”
Le pido que me explique un poco más por qué prefiere este tipo de denuncia.
“Bueno, primero porque la estructura está podrida. La estructura está totalmente partiarcalizada. Entonces, siempre se revictimizan a las mujeres. Siempre se les pide que justifiquen todo lo que les pasó. Esa es una de las cosas que pasa con las denuncias, que una tiene que hacer todo. Una es la ofendida y tiene que hacer todo y los maes ahí tranquilos, siguen dando clases, siguen su vida normal. Yo siento que el anonimato es muy importante porque justamente te protege de que te empiecen a cuestionar esas cosas. Sin ser políticamente correcta, la funa es agresiva, es confrontativa. Yo siento que la funa es un hecho como muy valiente y reivindicativo de la justicia comunitaria.”
Y así, estoy aquí, compartiendo las historias y los mensajes de estas cuatro mujeres fuertes que se atrevieron a hacer públicas sus denuncias, su dolor y su pesar. Yo las admiro. Yo fui una de ellas. Muchos de nosotros, no sólo mujeres, hemos estado en posiciones similares a las de ellas. Ahora es el momento de decidir qué viene después: ¿ponemos la otra mejilla y seguimos ayudando a facilitar el acoso y el abuso de más mujeres o creemos en las sobrevivientes que están dando la cara y optamos por dejar de darles plataforma a los hombres abusivos que tienen poder?
Por supuesto, la respuesta no es tan sencilla. Nunca lo es. Pero espero que al darle a estas historias un lugar donde puedan existir juntas, la gente escuche a quienes hemos sobrevivido abusos que nunca, nunca pueden justificarse y decida actuar para garantizar que tal vez un día prevalezca la justicia, y que tal vez ese día pueda ser pronto.