cuentos bien pequeños que salieron hace un tiempo de una caja de madera olvidada en el ropero

nicolĂĄs soldo

Cuentos bien pequeĂąos

que salieron hace un tiempo de una

caja de madera

olvidada en el ropero

(algunos estaban dormidos)

Vuelta a Casa editorial

Cuentos bien peque単os que salieron hace un tiempo de una

caja de madera

olvidada en el ropero

(algunos estaban dormidos)

nicolĂĄs soldo

Cuentos bien pequeĂąos que salieron hace un tiempo de una

caja de madera

olvidada en el ropero

(algunos estaban dormidos)

Vuelta a Casa editorial

Nicolás Soldo, 2009

©

Editorial Vuelta a Casa calle 22 N° 1854, La Plata (1900), Buenos Aires, Argentina vueltaacasa@gmail.com - http://vueltaacasa.wordpress.com

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723

Impreso en La Plata

Los cuentos...

CapĂ­tulo uno Los que aguantaron el polvo

13

Hoy visité un hospital público. ¡Qué belleza!

14

¡Llega

el fin del mundo! Lo sé

porque he recibido un panfleto que me tiraron por debajo de la puerta. Sus letras rojas son tan rojas que, ¡¿cómo dudar!?

15

Rebeca

hablaba del existencia-

lismo y de Sartre y de las moscas. Rogelio preguntaba acerca de Descartes y fruncía el seño. Artemio discutía con fervor defendiendo ideas hegelianas que chocaban con las opiniones de María y Marbella, valientes creyentes de Dios y de la Iglesia. Todos hablaban y gesticulaban y negaban o asentían y volvían a hablar.

Ahí fue que llegaron los bomberos y apagaron el fuego que ya había

16 tomado las cortinas, parte del techo, algunos cuadros, las piernas de Marbella, ciertas ideas de Rogelio y la cabeza de Artemio que, un poco chamuscado, continuaba discutiendo con MarĂ­a, tremendamente indignado.

17

“Déjeme

ver”, dijo el doctor, y

abrí mi boca; “mmmmm...”, dijo de vuelta. Yo pensé: “¡Estoy sonado!”.

18

El

agua frĂ­a ingresa a la olla

hirviendo, y es una pelea perdida.

CapĂ­tulo dos Los arrugados, medio rotos o hechos una bolita

21

Apenas se puede sostener. Entra escoltada por dos cualquieras, y no pasa de quince, y en pocos d铆as muere y no deja nada, s贸lo la sombra que nos cubre.

22

Desde

la soledad del atardecer

vi caer una lluvia de pétalos de fuego sobre mí. No sé cómo decirlo, eran pétalos de fuego.

23

Las

carolinas aplauden. Les

encanta eso de ser subcultura, de poder estampar en el legado de los pobres un cartel fetichista. Aunque los otros ni se den por enterados.

24

Hoy

hubo fiesta en Baco, pero

mañana será otro día, y veremos cómo nos portamos.

Antes, el padre lo miró a los ojos y le dijo: “¿cómo has hecho tu vida?”

“Intentando seguir consejos”, le quiso decir. “Así me enseñaste” “¿Y hoy, qué has hecho hoy?”.

Luego la obra termina. La escena final transcurre durante la fiesta en Baco. Con el hijo despreocupado, lejos del padre, buscando empujar un poco más.

CapĂ­tulo tres Los que se movĂ­an solos

27

Paso las tardes esperando inĂştilmente que alguno de mis vecinos se digne a suicidarse.

Los veo limpiar sus azulejos, planchar sus ropas, regar sus plantas, pero jamĂĄs se matan. A veces (muy pocas) se apoyan en la baranda de sus balcones y me quedo expectante porque pienso que es el momento, que se van a tirar, que por fin va a pasar, pero al cabo de un tiempo se dan vuelta y se meten en la casa a ver tele.

28

A veces le cuento de esto a Gutiérrez, mi peluquero (y el de todos los que estamos acá), y el viejo me dice que sí, que ya va a pasar, que tenga un poco de paciencia y después continúa con su maquinita, dale que te dale por mi cabeza que rapa.

29

Un payaso hace equilibrio sobre una soga. “¡Mirá Cachito ahí, el payaso ese! ¿Quién se cree que es?”, dice uno.

“Este país es una mierda”, dice el otro mientras mueve su cabeza como negando. “¿Vamos a tomar un Legui?”.

Y enfilan para el buffet.

Segundos mas tarde el payaso se tambalea y casi se cae: “¡fhuuú! ¡zafé”, dice y continúa en lo suyo.

30

-

¿Quién sos?

- Nadie - Veo gente que te rodea. ¿Quién es esa gente?

- No los conozco. Creo que ya estaban acá.

- ¿No querés conocerlos?

- No - ¿Por qué?

- No son mas interesantes que yo.

- ¿Y vos sos interesante?

- No. Yo soy nadie.

31

Aprieta el botón. Mueve la palanca.

Toca una tecla, luego otra otra otra.

Abre el cajón, rompe el papel, tira la poesía, pasa la puerta y vuela a Hong Kong.

Allí lo espera su amigo, un tal Hernández.

32

El

señor Anselmo Urriaga salió de

su rutina y quemó, con espléndido placer, las hojas del diario que estaban en el asiento de atrás de su auto bordó.

Y fue un día feliz.

33

En

torno a la cabeza del oficial

reinaba el silencio. Y pese a esto, el hombre se empecinaba en caer mal parado.

34

Hay

un monstruo que vive

detrás de una puerta, en una habitación cerrada.

Cada vez que paso puedo sentir su pesar y presencia. Escucho su quejido ronco. Advierto sus pasos cansinos como si fuera un tanque. Intuyo sus ojos etéreos, su figura deforme, sus golpes contra el piso.

Sin embargo, hay ciertos días, algunos de lluvia, otros de viento, otros de nubes y sol y luna, que la bestia

35 llora. En esos días sus golpes desaparecen, sus pasos se olvidan, su quejido calla. Sólo se lo escucha llorar.

Y yo no puedo dejar de pensar en las lágrimas que caen de su cara, en el piso de la habitación cerrada, desangrando por dentro al monstruo, que es apenas un niño.

Capítulo cuatro Los que se querían escapar apenas se abrió la tapa

39

Más conozco a la gente, más quiero a mi perra... ¡y a mi perra la cagaría a patadas! (a fiona)

40

- Nietzche, por ejemplo, era un gran pensador. No sĂŠ que pensaba, pero no importa. Era un gran pensador.

Por eso me hice una remera con su cara estampada y la salgo a mostrar por el centro, o en la casa de los pibes.

41

Todo

es efímero: mi amor, esta

depresión, mis estados de pobreza y de alegría, mi angustia, mi éxtasis, mi borrachera o mi indulgencia, mi nobleza y mis canalladas, mi fe y mi desesperanza. Todo es efímero.

Todo, excepto este agujero que tengo en mis calzoncillos, que durarán por siempre.

42

Con

el humo como paisaje, los

portuarios despiden al Intendente arrojĂĄndole ladrillos y baldosas. El mandatario, emocionado, se escapa en su camioneta blanca y se lleva como recuerdo a una manifestante, de las mĂĄs pequeĂąas, colgada del paragolpes delantero.

43

El fot贸grafo ruso se acomoda en la barandilla para conseguir la mejor imagen del glaciar. Dispara y captura el agua, un gigantesco bloque de hielo cayendo, el cielo azul sin nubes, un albatros remontando vuelo y la cabeza de un chiquillo que apareci贸 por sorpresa en el cuadro.

Ahora las autoridades argentinas entablaron acciones diplom谩ticas contra el gobierno moscovita que se niega a entregar el agua, el bloque de hielo, el

44

cielo sin nubes y el albatros remontando vuelo. La mรกs angustiada es la mamรก del nene, que llora a gritos porque su hijo sin cabeza se choca contra las paredes, estรก disperso en la escuela y ya no le come como antes.

45

“¡Caimán!” gritó.

Pero la gente

del bar no creía en el idioma que el viejo hablaba. Se paró sobre la mesa a cantar y bailar ¡Caimán, caimán!, pero fue inútil. Nadie entendía nada.

CapĂ­tulo cinco Los que tenĂ­an arena en sus pies

49

Sebelina, de pies descalzos, sonrĂ­e. Y las gotas de la lluvia recorren su cara serena, su pelo claro, la piel de sus manos, el perfume de su ser, su encantadora melancolĂ­a.

50

Fumar

shisha requiere, impres-

cindiblemente, de un lugar. Lo mĂĄs acorde es la vereda en cualquier bar de Siwa un dĂ­a de otoĂąo. Se debe aspirar la pipa y retener unos segundos el humo. Luego dejarlo escapar lentamente para que flote por el aire, se pierda entre las palmeras y los burros gachos, viaje por los techos de las casas de sal, se deslice en las arenas del Sahara y suba con el viento hacia el sol

51 cuando el cielo se pone rojo y se dejan adivinar las primeras estrellas.

Lo mejor es acompaĂąarlo con un tĂŠ negro cargado.

52

Representando a Dios el hombre realiza un acto. Falla buscando armonía divina, belleza real, verdad. Se mueve como un títere y para no caer tan fuerte intenta una sonrisa, aunque en sus ojos se puede ver que está desesperado por equilibrio.

53

Un

determinado

número

de

partículas del Sol explotan desde la estrella y recorren el espacio. Esquivan Mercurio. Pasan por donde horas antes estaba Venus y continúan su marcha hasta chocar con la Tierra. Ingresan a la atmósfera por el lado del sur, viajan por el aire, cerca de las nubes, llegan a la ciudad y en la esquina de 18 y 57 finalizan su recorrido en la cara de una moneda de diez centavos (que ahora brilla espléndida en medio de la calle),

54 ocho segundos después de haber salido de la estrella.

Riquelme, el hombre que solía morir sin darse cuenta, pasaba por ahí de camino al trabajo. Descubre la luz que refleja la moneda y se agacha para recogerla, cuando pasaba el 214 a toda prisa con el chofer encandilado, no por la moneda, sino por el culo de una señorita, ajena a la mirada del conductor, a la vida finita del desdichado Riquelme, y al fantástico viaje de las partículas del Sol.

55

Ella,

magnífica,

brillaba

y

expandía su ser en torno. Yo, augusto, experimentaba su aura. Y no podía más que disfrutar de estar a su lado.

CapĂ­tulo seis Los que estaban escritos a mano en boletos de micro, servilletas de bares y volantes de pizzerĂ­as

59

Una rama flota en el celesto.

El

fuego lejano se va al otro lado del mundo.

60

Zulema

apura la botella de

ginebra. La guarda en su cartera, abre la puerta y entra. Camina despacio apoyando su mano en el pizarr贸n. Ante ella, la bestia desata su furia y la ataca con chillidos, pedidos, pataditas y berrinches. Zulema avanza hasta su escritorio. Zulema desea morir.

61

- Vean ustedes si no parece que fuera igual, o al menos casi lo mismo.

Uno est谩 preparando su funeral a toda pompa. El otro cumpli贸 una sentencia que le dur贸 casi toda la vida. Uno presiente que tiene el cuchillo al cuello.

El otro duerme y espera que algo pase.

62

Hay momentos en el día cuando Felipe se asusta. No se sabe por qué.

No hay un cambio evidente. No se humedece el aire. No pestañea la luz.

Sucede que simplemente sucede. Y resulta que Felipe se asusta.

63

- Me

parece que es lo mejor

para todos-, dijo el brujo.

CapĂ­tulo siete Los dormidos

67

Desde

que contestó bien el

enigma, y durante todo el camino hasta Tebas, Edipo no pudo nunca despegarse de la última mirada de la Esfinge antes de matarse. Directa, sarcástica.

Como si supiera algo que él no.

68

¡Dejala

correr! ¡Dejala correr!

Me repetía furioso Benavidez mientras desesperaba acomodando las gotas que rebalsaban del río. Yo , que tenía sed, le quería explicar, pero Benavidez no escuchaba y seguía gritando que la deje correr mientras acomodaba las gotas que rebalsaban del río.

69

Los días posteriores a la carrera, la comunidad se encargó de homenajear a la tortuga. Se leyeron discursos que enaltecían su hazaña, se erigieron monumentos con la figura de la nueva heroína, se redactaron evangelios que inmortalizaban la epopeya, se decretaron feriados nacionales.

La tortuga se fotografiaba entre rufianes y vendemierdas, se abrazaba con falsificadores, sonreía ante las luces.

70

A la liebre la abandonaron apenas viva, obligada a la sombra de Judas, cargando con las culpas de toda perdedora, con sus dientes apretados, haciendo tremendos esfuerzos por dejar de temblar.

CapĂ­tulo ocho Los que tenĂ­an olor raro

73

El

General

saluda

erguido

agitando el brazo amputado, y la multitud se desgarra a gritos.

74

Entonces

estaba así, agachado

esperando al genio con la botella en la mano, cuando de la renoleta verde bajó una señora muy gorda que se acercó y me increpó: “¡¿Qué hace ahí, estúpido?!¡Despiértese!”.

Después me dio una soberana cachetada.

75

Es

un hombre nervioso el Ben-

decido. Camina poco y frunce su ceño.

Está enojado y descarga su ira contra los idiotas. Su cetro manchado aferrado a la mano que tiembla y él dispuesto a vengar la caída de su secta.

76

El

compa単ero sindicalista pide

paciencia. Los trabajadores, todos ellos insoportablemente idiotas, dan por sentado las palabras del jefe y se sientan a esperar.

77

Ha

llegado el Delfín. Rodeado

de presidentes que no están, inaugura la ciudad mal parida. Traza con su compás el arco de la catedral. Dibuja con su escuadra las diagonales que la cruzan.

Camina hasta el centro de su obra y deja en el plomo su medalla.

Después se va y la obra se deforma y continúa.

78

Estaba el rey Tukmeninsan entre la muchedumbre de gente caricatura.

Su rostro fijo en un punto despertaba temor y odio entre sus s煤bditos, todos ellos infelices, perfectos complacientes y desagradablemente aburridos.

Un pez, con forma de pez, se escap贸 del gran turbante del rey y la emprendi贸 de pataletas contra el gent铆o que se dejaba. Esto, a Tukmeninsan lo puso de buen humor. Pero luego, re-

79 flexionando un poco, se dio cuenta que el pez era igual de olfa como cualquiera de los que estaban ah铆. Entonces suspir贸 resignado y se alej贸 hasta sus aposentos.

Esa noche decidi贸 no matar a nadie.

80

Un

misterio envuelve sus ojos

que quieren descansar. Se disipa la penumbra, las ataduras, el humo hostil, el abandono.

Vuelve su mirada al frente, y algo cansada, continĂşa su caminar.

Esta vez su cara dibuja el Cielo.

CapĂ­tulo nueve Los que se negaban a salir de la caja

83

El

sujeto Ernesto, bien sujeto a

su calavera, entona con ímpetu la canción patria. El público presente se contiene maravillado ante tal prodigio.

Se sienten privilegiados de escuchar en vivo al tenor. Sus ojos se les llenan de lágrimas, sus cachetes se les inflan, parece que van a explotar.

Sin embargo el que explota es el pecho del cantante, exagerando la nota, como siempre.

84

Ella

actúa siempre igual. Su

última oportunidad para mirar (antes de irse) la utiliza para no mirar, para pasar como diciendo ¡mirá, que oportunidad perdiste! confundiendo los roles o los polos produce desarticulaciones en la energía se hace materia un deja vu y la historia vuelve a repetirse. Y ella actúa siempre igual.

Así se concreta el infinito, por lo menos en esa parte.

85

En

la esquina un auto estĂĄ

tumbado. Como caĂ­do del cielo y abandonado. No hay nadie cerca. No hay nadie. Si alguna vez alguien hubo, ahora ya no es. Solo queda el reflejo del auto tumbado, la ciudad vacĂ­a, el sol iluminando el asfalto.

86

Desparramadas

en la tela las mujeres, las golfas, los porte帽os mal nacidos, el ritmo del piano, el acorde贸n que suena poco.

Y todos miran, nadie ve, todos miran.

87

Santina

escuchó en la radio

como acabaría su pesar y, contenta, se fue a la plaza a bailar ronda. De vez en cuando paraba y miraba las nubes buscando un hipopótamo, la provincia de Catamarca o un camello corriendo hacia las pirámides, y su alegría era mayor.

88

ÂĄMiren

ahĂ­, al pie del planeta!

La Gran Ola avanza, y estos esperan ordenados, cumpliendo su papel.

Capítulo diez Los que tenían pequeños animales viviendo en ellos

91

¿Qué es lo que vemos del fuego cuando vemos el fuego?

92

Mohamed

llamó por teléfono

pero no encontró a nadie. Suspiró. Tiró al piso la tarjeta con el número y se fue caminando despacio por el pasillo de la cárcel. El sol dejaba de iluminar. Era martes.

93

Esta

vez es diferente. Se siente

la caricia del viento tan fuerte que es imposible no recordar la cercanĂ­a del fin.

94

- Mire

oficial, yo cuando llegué ya

estaba así- dijo el pintor.

- Usted va a tener que acompañarmecontestó el oficial.

- ¡Pero ya estaba así cuando Eusebio llegó!- dijo doña Alberta que había salido a hacer los mandados.

- ¡Si, si, si!- dijeron enfáticamente otros que también estaban ahí.

- Yo vi a un señor que salió corriendo ¡No puede ser sino!- dijo un petiso.

- ¡Pasa que acá es siempre igual!- dijo

.

95

otro, indignado.

- Ya ve, oficial... comprenda...- volvi贸 a decir el pintor.

- Igual va a tener que acompa帽armecontest贸 el oficial.

96

El

coronel abre con sus manos

las piernas de la momia dormida. Debajo del blanco camis贸n asoma su sexo desnudo. Al coronel le gusta contemplarla en silencio. Ese rostro apagado, esos cabellos dormidos, esos ojos cerrados.

El hombre corvo se baja los pantalones.

Ha odiado tanto a esa mujer que fue. Ama, con rencor enloquecido, a 茅sta que yace.

Capítulo once Los que se decían pertenecer a la caja, aunque nunca nadie los haya visto ahí antes

99

Estas esperando aunque no tenés idea dónde estás parado. Erguís tu cabeza y aguzas tus oídos esperando un silbido (o acaso un grito). Es una alarma que, dicen, está pronta a venir.

Sólo algunos, los profetas, arriesgaron su pronóstico.

Sentís como sube el calor por tu cara. Imaginás que es tu aviso.

100

Estas ausente. La niebla te cubre junto con lo que ves (pero es el silencio lo que te preocupa). Hace horas estás sentado en la vereda. Sonaron las campanas pero no te acordás cuántas veces.

Tratás de esforzarte pero estás cansado.

Intentás otra vez y algo surge en tu mente como un recuerdo que aparece detrás de la cortina de niebla. Las campanas suenan más claras y brillan en la niebla hasta cegarte.

101

Estás

perdido. Sentís el paso de

la luz alrededor tuyo pero no hay calor que te alimente. Comenzás a distinguir algunas formas que surgen en curvas efímeras, que se pierden veloces antes de que entiendas, que sólo dejan ruido.

Capítulo doce Los que se creían novela

105

Bajando

de la luna al fin del

invierno, girando su espalda, con las energĂ­as dispuestas, allĂ­ estĂĄ ella.

Extiende su mano y se ilumina, con esa luz que domestica al mundo.

106

Junto

a la cara del reverendo

habĂ­a una estampilla de la virgen de Guadalupe, y en sus ojos la historia de la Familia, la Negra y Aquellos que estuvieron.

107

Los

dos peces del Cristo han

caĂ­do aporreados por el hombre. Mueren en el piso seco, en la calle supertecnificada.

La estrella Dios los deja de lado, atraĂ­do por el cantero, por el agua que viene.

A su paso quedan los niĂąos mutilados, los moribundos en las ciudades, las sonrisas de los carteles, los ejecutivos y la Iglesia que se quema.

108

“Sabés que siento como un nudo en la garganta”, me dijo algo serio. “No es nada, despreocupate”, le dije y me fui caminando con mucho cuidado, tratando de no engancharme con la soga.

CapĂ­tulo trece Los que estaban en el fondo, hĂşmedos, manchados, casi pegados a la caja de madera

111

El

Niño Creador hace entusias-

madísimo su primer mundo. Lo gira entre sus dedos dándole forma, y lo sopla porque está caliente. Cuando lo tiene bien redondito lo pinta de azul, verde y blanco y se lo lleva corriendo a la mamá que está en la cocina. Pero ella está ocupada lavando los platos y no le presta mucha atención.

Desanimado, el nene deja el mundo por ahí nomás, y se va al patio a jugar al correcaracol que es un juego que solo los niños creadores conocen.

112

El

hombrecito dubitativo sen-

tado. Enrrolla las manos entre los dedos y mira en su interior. Pero nada de lo que hay puede ver. Por eso continĂşa enrrollando las manos entre sus dedos y, por fin, olvida todo el asunto, se levanta y se va. No hay luz.

113

- Puedo

mentirte mi amor, o

decirte la verdad... no depende de mĂ­.

nicolás soldo

Cuentos bien pequeños que salieron hace un tiempo de una

caja de madera

olvidada en el ropero

(algunos estaban dormidos)

Esta edición de 100 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2009 en los talleres gráficos de Letrigraf

La Plata - Argentina

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