4 minute read

La primera noche

Después de la caminata, la gran mayoría de los estómagos rugía de hambre. Los jóvenes ya se habían sobrepuesto a los mareos, habían disfrutado del paseo y tenían toda su atención dirigida a los grandes mesones. El señor Fernández leyó en voz alta los nombres de los niños a quienes les tocaba servir esa noche:

—Cada día, los niños de una carpa y las niñas de otra carpa se harán cargo de servir, retirar y lavar los platos. Algunas veces les tocará atender el desayuno, otras veces el almuerzo y otras, la cena —hizo una pausa y, mirando fijamente hacia el sector de los niños, habló con más energía aún—: ¿Les pasa algo?

Advertisement

—Nada, nada —dijeron varias voces a coro. A nadie le entusiasmaba la idea de ser los primeros en servir las mesas, antes de conocer a los demás niños. Porque el señor Fernández agregó que los cuatro niños y las cuatro niñas que sirvieran deberían luego sentarse en la misma mesa y comer juntos. Al escuchar los nombres, se oyeron varios suspiros de alivio, entre ellos el de Pablo.

—Solo quiero comer. Y ahora —dijo.

Se formó una larga fila de niños y niñas con sus platos en la mano para que les sirvieran la comida de la noche, que consistía en una cazuela humeante. Uno de los designados para ese turno echaba la papa, otro el choclo, otro la carne y otros dos vertían el caldo espeso, con arroz y porotos verdes. Los demás encargados llevaban a las mesas las paneras, las fuentes con ensalada y los jarros con jugo de variados sabores y colores.

Durante la comida hubo un silencio casi total. Solo se escuchaba el tintinear del metal de los cubiertos contra la loza de los platos. Al poco rato, con el hambre debidamente saciada, voces entusiastas empezaron a preguntar dónde se encendería la fogata.

—¡Tienen que esperarnos a nosotros! —exclamaron los niños y niñas que tenían asignado el turno de lavar los platos.

—Sí, oigan bien…, pongan atención… a ver, escuchen —empezó a decir Martín, sin que nadie bajara el tono de voz. Finalmente, se subió sobre una silla, sopló un pito que era bastante más potente que su voz, y habló:

—Ciertamente, hoy haremos una gran fogata. Como ustedes saben, cada carpa presentará su nombre, su logo, su canto y su grito. Esto nos tomará bastante tiempo, así es que hoy no habrá actividades recreativas en la noche. Una sola advertencia: está prohibido burlarse de los otros. Cada persona y cada grupo merece nuestro respeto, ¿no les parece?

Todos asintieron.

—Aún así —siguió Martín—, si llegara a suceder que alguien moleste a otros, deberemos tener establecida una sanción…

Inmediatamente se escuchó un vocerío de niños sugiriendo castigos cada vez más feroces, olvidando que la falta original no era tan grave:

—¡Dejarlos sin comer al día siguiente!

—¡Mandarlos a acostarse inmediatamente!

—¡Dejarlos encerrados un día entero!

—¡Amarrarlos a un árbol…!

—¡…Y amordazarlos!

—¡Devolverlos a Santiago!

—¡Aplicarles tortura china!

—¡Darles latigazos!

Se escuchó nuevamente el pito de Martín y, aprovechando el momentáneo silencio, continuó diciendo:

—Después de sus valiosas sugerencias, queda establecido que quienes se burlen o molesten a otros, se irán a acostar a su carpa.

Hubo una ligera rechifla por la indulgencia del monitor, pero se apaciguó de inmediato cuando Diego dijo:

—Es un castigo justo. Y a cualquiera le podría tocar.

El instinto de supervivencia de los niños y niñas les hizo darse cuenta de que era mejor no arriesgarse proponiendo castigos drásticos; total, todos podían cometer una falta alguna vez y nadie quería que lo devolvieran a su casa antes de tiempo y mucho menos que le dieran latigazos como había sugerido con tanta severidad una niña bajita y delgada.

Detrás de la bodega se amontonaban cientos de troncos y ramas. Los niños transportaron los leños, armaron una gran pira y se ubicaron en torno a ella, formando un enorme círculo. Las caras se les ponían rojas con el calor del fuego y en la espalda sentían el frío penetrante de la noche en la cordillera.

Diego se ofreció para que su carpa fuera la primera en presentarse. Miguel y Manuel titubearon desconcertados, pero no dijeron nada. Pablo lo miró con angustia y un cierto rencor.

—¿Para qué quieres que empecemos? —murmuró mientras se levantaban y caminaban hacia el centro del círculo.

—Van a ver que es mejor —sonrió Diego. Y les empezó a explicar cómo los políticos y otras figuras que querían quedar en la memoria de su público, solicitaban presentarse al final, ya que lo primero que se ve es lo primero que se olvida y pierde su fuerza. Y como ellos esperaban pasar inadvertidos, comenzar era lo mejor.

Todos los aplaudieron y, con el alivio de haber pasado ya por el temido trance, pudieron disfrutar tranquila y alegremente de las presentaciones de los demás.

Los nombres de animales con que cada carpa se bautizó eran tan variados como sus cantos y gritos. Desde Los Indomables Pumas hasta Las Cuatro Gatitas Dormilonas.

—Ahora le toca a esa niña. Debería llamarse La urraca parlanchina —señaló Pablo cuando le tocaba presentarse al grupo en que estaba la niña que había interrumpido al guía.

—Veo que estás muy pendiente de esa niña —afirmó Diego y junto con hablar, dio un salto hacia el lado para esquivar el inevitable manotón de su primo.

Después de la presentación de su grupo, supieron que la niña se llamaba Cósima. Era altaydelgada,defaccionesfinasyenormesojos pardos. Tenía el pelo castaño claro, que usaba en perfecto desorden, lo que armonizaba con su ropa holgada cayendo descuidadamente por sus largos brazos y piernas. Tenía una bonita voz y había actuado con ingenio y humor, demostrando que era alegre y desenvuelta.

—Me cae bien —dijo Diego.

—¡Hmpf! —bufó Pablo.

Al término de la reunión, Martín, que se veía bastante aliviado ya que no había habido ningún percance y los niños y niñas parecían felices y cansados, les enseñó el himno del campamento. Todos lo vocearon con entusiasmo y se fueron a dormir.

—Bastante tranquilo este campamento —rezongó Pablo mientras desenrollaba su saco de dormir y lo acomodaba en el suelo—. Bailes, cantos y poca acción. Solo falta que nos pidan que recitemos poemas y hagamos dibujitos.

—No se pueden hacer actividades deportivas de noche —respondió Miguel—. Pero te apuesto que mañana habrá acción.

—Eso es seguro —afirmó Diego mientras se acostaba. Sacó un cojín inflable, una linterna de bolsillo y un libro, limpió sus anteojos y se arrellanó para leer antes de dormir, como era su costumbre. Los demás, apenas se deslizaron en el interior de sus sacos, cerraron los ojos y se quedaron profundamente dormidos. En el silencio de la noche solo se escuchaba al viento soplando impetuoso entre las montañas.