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GENTE QUE INSPIRA


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La oportunidad de enseñar
Antes de trabajar en el IES Conde de Orgaz como profesora de Lengua y Literatura, había enseñado Geografía y Francés en el Instituto de Logroño en el que yo había estudiado. Me sentía feliz de volver a materias que me habían gustado en la carrera. Los profesores me veían aún como a una alumna, lo que permitió trabajar estrategias de aprendizaje paralelas a la enseñanza oficial. Escuchábamos canciones tradicionales francesas, fragmentos de novelas y hojeábamos revistas. En Geografía dibujábamos la silueta del país o región para insertar en colores los ríos, las montañas, las zonas climáticas y los cultivos; entre todos construíamos un mapa efímero de un fuerte impacto visual. A veces, paseábamos hasta el otro lado del río para ver el emplazamiento de la ciudad, el perfil de las iglesias, los meandros del río, o el cementerio al otro lado de la ciudad de los vivos. Hacíamos ejercicios escritos frecuentemente, pero evitaba los exámenes que me parecían un obstáculo en nuestra relación, un invadir su intimidad, aún en desarrollo. Vivía nuestra relación como una oportunidad en su camino, porque tenía fe en que todo el mundo aspira al descubrimiento de lo que está más allá. Tenía la percepción de que lo que hacíamos era un eslabón en la cadena de nuestras vidas. No pensaba en el entonces sino en el adulto a quien la cultura le haría más fácil y llevadera su vida. No había tensiones ni conflictos; ellos admitían de buen grado lo que les proponía. La clase no recordaba lo cotidiano sino que intentaba ser una gota de irrealidad, que ellos, como yo, necesitábamos. En la clase, nunca me recuerdo sentada. ¿Por qué tendría yo esa fe en el deseo de mejora de las personas? Tengo que remontarme a un estadio anterior: mi infancia y adolescencia en la escuela rural en la que mis padres eran maestros. Escuelas unitarias de chicos y chicas, en las que, necesariamente, teníamos que coincidir los pequeños con los mayores de dieciséis años. Mi madre explicaba de una manera ordenada, porque no había libros adecuados suficientes, las destrezas básicas para una vida futura: aprender a leer, a escribir, a dibujar, a hacer cálculos matemáticos sencillos, fundamentos de Geografía e Historia, a medir y valorar los terrenos, en el caso de los chicos o a confeccionar un ajuar del que se sintieran orgullosas, en el caso de las chicas; por la tarde, mientras cosían, una de las mayores leía en voz alta un libro. La palabra era, junto con el encerado, la cadena de transmisión y el foco de interés. La escuela se adaptaba a las necesidades de los alumnos: había que dejar a las niñas, que salieran a echar la sal a la comida o a llevarla al campo. En invierno, se turnaban para traer leña para la salamandra con la que nos calentábamos. La escuela, declarada en ruinas antes de que llegaran mis padres, no reunía condiciones de luz ni de confortabilidad, pero no éramos conscientes de ello. Aunque no había ni siquiera radio, algo nos decía que, más allá, había un mundo que nos estaba destinado. Cuando cada 16
uno pudo emanciparse de la vida del pueblo, vio que ese aprendizaje, adquirido sin una finalidad utilitaria, daba sus frutos. Todos tenían una capacidad suficiente para adaptarse a sus nuevas vidas. Habían aprendido a razonar, a observar la naturaleza en los paseos escolares, a actuar en el teatro que, por lo menos una vez al año, representaban para todo el pueblo. Al llegar al instituto Conde de Orgaz, descubrí que muchas de las novelas y textos tenían su escenario en Madrid. Esto nos dio la posi-
Aprender a ver no es un bilidad de hacer recorridos paralelos a las lecturas: el Madrid de La busca, valor cuantitativo sino de Misericordia, de Tiempo de silencio; el Madrid de los Austrias, el de las Letras, cualitativo. Supone darle la el espacio del Príncipe y de muchos otros lugares. vuelta a tu forma de ser y En las últimas horas de clase, cuando es una tarea conjunta de ya estaban cansados, les leía cuen tos: García Márquez, Mercé Rodore profesor y alumno da, Edgar Alan Poe, Baroja o la Pardo Bazán. Las correcciones, individuales, escritas en el ejercicio de cada uno, explicándoles su trayectoria, aciertos, errores y cómo corregirlos, estuvieron entre lo más gratificante de mi trabajo, lo mismo que la lectura de la trayectoria de cada uno, explicada en voz alta. Nadie estaba disconforme. Siempre pensaban que me equivocaba al valorarlos tan positivamente. Con frecuencia decían: – Profe, ¿ese soy yo? – ¡Sí! – Profe, ¿por qué tú no escribes? –¡Porque os lo he escrito todo a vosotros! Aprender a ver no es un valor cuantitativo sino cualitativo. Supone darle la vuelta a tu forma de ser y es una tarea conjunta de profesor y alumno. La colectividad ensancha y refuerza tu mundo del que disfrutarás cuando estés solo. Hoy reconozco que una parte de mí se la debo a esta experiencia vivida. Amelia Saez Manero (Madrid, España) Instituto de Secundaria Conde de Orgaz, distrito Hortaleza (Madrid)