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LA PRIMERA COMUNIÓN. (UN PASEO POR LA INFANCIA)
Índice
A modo de prólogo/introducción ........................................................................... 1 ANGELITAS FERNÁNDEZ GARCÍA ............................................................................ 4 MATILDE CORTÉS ROMERA.......................................................................................... 8 AMELIA MUÑOZ LORENZO .......................................................................................... 10 LOLI RUIZ GUERRERO.................................................................................................... 12 MARUJA JIMÉNEZ GALEOTE...................................................................................... 15 INMACULADA MONTERO FERNÁNDEZ............................................................ 18 ELENA VIDERAS MOLINA............................................................................................. 20 MARÍA ABELLÁN FERNÁNDEZ ................................................................................. 22 FRANCISCO DUARTE GONZÁLEZ............................................................................ 24 PILAR CON PINTOR.......................................................................................................... 26 SUSANA RUBIO SABIO ................................................................................................... 28 VICTORIA FLORES BARROS........................................................................................ 31 Mª JOSEFA GALLEGOS CASTELLÓN ..................................................................... 33 CHRISTINE PÉRIER MALHERBE ............................................................................... 35 ENCARNITA ESCAÑUELA GÓMEZ........................................................................... 37 MERCEDES ASENJO DÍAZ............................................................................................ 39 JOSÉ MIGUEL FERNÁNDEZ PÉREZ......................................................................... 43 CARMELA JULIÁN GONZÁLEZ .................................................................................. 44 INÉS MARÍA DE SALAS DEL PINO ............................................................................ 46 MARÍA JIMÉNEZ ARTILLO ............................................................................................ 49 FRANCISCO CASARES ANTÚNEZ............................................................................ 51 PILAR CARRASCO RODRÍGUEZ ................................................................................ 55 INMACULADA LÓPEZ PÉREZ .................................................................................... 60 SACRAMENTO FERNÁNDEZ JUÁREZ.................................................................... 69 FRANCISCA GARCÍA MOYA......................................................................................... 72 PILAR MESA RUBIÑO ...................................................................................................... 75 Mª TERESA MARTÍN GONZÁLEZ............................................................................... 78 DOLORES CAMACHO GUERRERO........................................................................... 79
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A modo de prólogo/introducción
Entendemos el patrimonio como una de las mayores riquezas que poseemos. Material o inmaterial y de naturaleza diversa es, en ocasiones, huella de nuestra memoria, rastro de nuestra historia o vínculo con los antepasados(Criado 2001). Y es que el patrimonio es un recuerdo, un elemento con un cargado componente emocional que nos vincula con el pasado y nos proyecta al futuro (Capel 2014). Sin olvidar que en el tiempo presente sirve como manifestación cultural e identitaria de un colectivo o pueblo. Con esta publicación, la segunda ya, uno de los productos resultantes de nuestra participación en el Programa de Innovación Educativa de la Consejería de Educación y Deporte de la Junta de Andalucía: “VIVIR Y SENTIR EL PATRIMONIO”, damos cumplimiento al objetivo de puesta en valor del patrimonio personal, la preservación y la revitalización de la memoria, al tiempo que colaboramos a la valoración y socialización del mismo. Una vez más creemos que la infancia es una etapa especialmente importante de nuestras vidas que merece ser recordada. Cuando miramos hacia atrás y reactivamos nuestra memoria, es fácil volver a encontrarnos con aquellos inolvidables recuerdos que un día, a lo largo de nuestra infancia, formaron parte imborrable de nuestra vida, que nos acompañaron de la mano por los lugares y momentos por los que estuvimos transitando hasta que, por fin, nos hicimos adultas/os. A través de estos “relatos de vida” construidos sobre las reminiscencias y recuerdos de uno de los actos o momentos más importantes de la infancia (lo fue, al menos de la infancia de
nuestro alumnado), el de la primera comunión, podemos valorar críticamente los elementos culturales de una determinada sociedad, pues en los textos hay huellas precisas en relación a las costumbres, las ideas, las personas, los trabajos, los lugares, las economías…, de otros tiempos. Eran tiempos, los que corresponden a estas historias, donde la primera comunión se vivía como un acontecimiento al que familiares y amigos asistían a la iglesia y a una celebración posterior más o menos modesta, y se convertía en un hito importante en la vida de niñas y niños; sería un antes y un después, por lo que muchas personas han vuelto al momento de esa vivencia que suponía hacer la primera comunión como un referente, ya que sucede en el momento de la infancia en que quedan grabadas para siempre experiencias que nunca se olvidarán. Con estas historias, con estos viajes a la infancia, se puede ver que hubo una época en la que niños y niñas se ilusionaban y se entretenían con poco, que hubo un tiempo en que todo era diferente: la escuela, los juegos, las celebraciones, la primera comunión…, un tiempo pasado que ha vuelto a la memoria de nuestros alumnos y alumnas con un aroma de lo más especial. A las y los protagonistas de estas historias el recuerdo les ha permitido ser FELICES. Probando a recordar han ido rescatando su pasado, contagiándose de los días infantiles de otros tiempos. Y lo más importante es que estas personas se están convenciendo de que son poseedoras de un rico patrimonio cultural: el personal. Sin duda, desde el proceso creativo de pergeñar el relato hasta la lectura de estas historias es una invitación a VIVIR Y SENTIR EL PATRIMONIO.
Para todas las personas participantes, alumnado de nuestro CEPER, tesoros vivos de la cultura, el agradecimiento más sincero. De la misma manera, al profesorado que lo alienta: o Mercedes Acosta Manzano o Míriam Cabrera Núñez o Felicidad Ángeles García Prados o Agustín Pérez Jiménez o Míriam Pérez Manrique o Regina Vigo López
La Coordinadora del Programa V&SP en el CEPER Juan Rodríguez Pintor-Motril
Regina Vigo López (Abril de 2021)
RECUERDOS DE MI PRIMERA COMUNIÓN
ANGELITAS FERNÁNDEZ GARCÍA

Yo entré en el colegio del Ave María de la Calle Esparraguera en el año 1953, con seis años; vivía justo al lado. Al poco tiempo de comenzar las clases, además de enseñarme las cuatro reglas como era habitual, empezaron a prepararme el catecismo, puesto que al año siguiente haría mi Primera Comunión. Por aquellos años tenían por costumbre que cada niña que ese año hiciera la primera comunión, tendría la oportunidad de recitar una poesía en el Altar Mayor de la Iglesia de La Encarnación de Motril. Por lo tanto, a las veinte niñas que nos estaban preparando nos dieron a cada una una poesía para que nos la aprendiéramos de memoria. Yo con mucha ilusión procuré aprendérmela poco a poco. Pasaron los meses y llegó el mes de mayo del 1955. Nos hicieron un examen para ver quién se había aprendido
la poesía. De las veinte, tan solo tres se la sabían de memoria, entre ellas yo. La profesora nos comunicó que ese año el párroco Don José Montero, nacido en Motril, que era el Director General de las Escuelas del Ave María, para ese día vendría a oficiar la misa junto con el párroco de la Iglesia de la Encarnación, don Salvador Huertas. Las tres niñas nos pusimos muy contentas, pero para mí comenzó un problema. Las otras dos niñas le dijeron a la profesora que sus madres ya le habían comprado la tela del vestido y que se lo haría una modista. Doña Encarnación me preguntó a mí: — ¿Y a ti, Angelitas, quién te lo va a hacer? Yo le dije que mi madre no sabía todavía que yo iba a decir la poesía. Llegué a mi casa muy contenta y comencé a llamar a mi madre: “¡¡ Mamá, mamá!!” Mi madre entró del corral y me dijo: —¿¿¡¡Qué te pasa que vienes tan eufórica!?? —¡¡ Mamá, me ha dicho la maestra que como me he aprendido muy bien mi poesía, que este año voy a recitarla en el Altar Mayor el día de mi Primera Comunión!! Mi madre me abrazó y se puso muy contenta y me dijo: —¡¡Yo me alegro mucho de eso, de que te hayas esforzado por aprendértela! ¡Yo te lavaré muy bien tu uniforme y lo plancharé para que vayas ese día muy guapa!! —¡¡Ohh, no mamá, yo no quiero hacerla con el uniforme!! Yo la quiero hacer con un vestido largo y un velo en la cabeza, como mis otras compañeras. Mi madre, toda rota de dolor, me explicó que nosotras éramos pobres y que no podíamos costear ese gasto de vestido, velo, zapatos, limosnera,… Cuando se lo dije al día siguiente a la maestra, me dijo que le dijera a mi madre que fuera a hablar con ella. Mi madre fue y le explicó a la maestra
lo que pasaba. Entonces la buena mujer le dijo a mi madre: “Mire, si a usted no le importa, en la Escuela del Ave María de Granada cada año reparten unos vestidos que tienen guardados para prestar a las niñas más pobres que hacen la comunión; luego, otra vez los devuelven para que les sirvan a otras niñas al año siguiente”. Mi madre le dijo que se lo agradecía. “¡¡Entonces voy a telefonear y decir que me mandenuno para Motril!!”A los pocos días llegó en una caja de cartón, fue mi madre a por él. Cuando abrieron la caja, mi madre y la profesora se miraron a los ojos con un poco de pena, pues el vestido estaba muy deteriorado, por muchos sitios descosido. Pero mi madre, muy decidida, lo cogió y se puso manos a la obra. Lo lavó muy bien, luego cosió todo lo roto, y después se lo llevó a las monjas nazarenas de la calle Las Monjas, que tenían unas manos divinas para almidonar esos trajes. Cuando mi madre fue a por el vestido parecía otro; ¡estaba precioso! y yo me puse loca de contenta al verlo. Me prestaron la diadema y el velo, tan solo llevaba míos los zapatos. Llegó por fin el día señalado, el 4 de mayo de 1955. Me vistieron y fui hacia la escuela. Todas las niñas salimos juntas de dos en dos, cogidas de la mano, camino de la Iglesia. Los profesores a un lado; las alumnas todas con sus uniformes de gala venían detrás y los familiares, detrás de ellas. Llegamos a la iglesia. A las que hacíamos la primera comunión nos sentaron en los primeros bancos. Los dos párrocos estaban en el altar esperándonos. Comenzó la misa y cuando llegó la hora de la comunión todas las niñas fuimos subiendo las escaleras por un lado, y por el otro bajábamos. Cuando todo terminó Don José nos llamó a las tres niñas que íbamos a decir las poesías; subimos, y en un banco que habían puesto para ese fin, colocaron a mi amiga Paquita y dijo su poesía; luego, a mi compañera Conchita y por último fue a mí. Yo comencé a recitarla, pero al ver a mi madre a lo lejos llorando, me entró mucho sentimiento y quise llorar. El padre don José me dijo: “¡¡ No llores, que lo estás haciendo muy bien!!” Yo seguí hasta que terminé y entonces él me besó y me preguntó:
— ¿Por qué llorabas? Le dije que porque mi madre estaba allí sentada llorando. Y recuerdo que me contestó: — ¡Ve hacia donde está tu madre y dale un abrazo, que ella sea la primera en recibirte después de haber tomado el Cuerpo de Cristo! Yo fui y abracé a mi madre y ella, emocionada, me dijo: —Angelitas, ¿ves como hay que confiar en Dios y darle las gracias? Fíjate qué guapa vas y qué bien has dicho tu poesía. Estoy muy orgullosa de ti. Y me besó otra vez. Me senté de nuevo en mi banco y miré a los ojos al niño de Dios que estaba en el centro del altar y, por un momento, creí ver que el Niño me sonreía.
Recordatorio de mi primera comunión

(Angelitas Fernández García, 2021)
RECUERDO DE MI PRIMERA COMUNIÓN
MATILDE CORTÉS ROMERA

Tengo un bonito recuerdo del día de mi primera comunión, que no la hice en mi colegio porque las monjas no me permitían ir con el traje que mi madre me tenía preparado y con el que la hicieron mis hermanas mayores años antes, en el mismo colegio. ¡Era precioso! Pues bien, la hice en la Basílica de la Virgen de las Angustias. Recuerdo que estaba muy nerviosa, y cómo desde la noche anterior no podíamos comer nada ni beber agua, y que todas éramos niñas, y todas, arrodilladas en una balaustrada muy larga y tapizada de rojo fuimos tomando la comunión; allí estaban mis padres, mis hermanos, mis tíos y mis primos. Fue una ceremonia trascendental para mí; al terminar, todos nos fuimos al café Suizo donde no sé bien qué tomaron los mayores, pero recuerdo que mis hermanos, mis primos y yo tomamos chocolate con magdalenas.
De los regalos que me hicieron recuerdo una muñeca preciosa que se llamaba Gisela y era como la Mariquita Pérez; también, una figurita de cristales de colores que a mí gustaba mucho (y me sigue gustando el caleidoscopio), un plumier de madera con un lápiz, pizarrín, goma, sacapuntas, una pluma para escribir mojando en el tintero, una caja de lápices de colores Alpino y un cuento que se titulaba “Los tres caballeros”. Del título me acuerdo porque era el único que tenía, era de animales de Disney y lo releí mil veces; a mi hermana Maruja le regalaron otro y era de Donald. Después, al llegar a casa, no paré de jugar con mis hermanas y con la muñeca, y al llegar la noche recuerdo cómo mi madre me puso un camisoncito que ella me había hecho con muchas puntitas de croché, y dormí, como siempre, con mi hermana Maruja, y esta vez también con mi muñeca Gisela. Fue un día histórico para mí.
(Matilde Cortés Romera, 2021)
RECUERDOS DE MI PRIMERA COMUNIÓN
AMELIA MUÑOZ LORENZO

Llevaba tres años preparándome para mi primera comunión. Iba a catequesis a la Iglesia de la Encarnación todos los jueves por la tarde, y los domingos, a misa; me gustaba ir, no faltaba nunca, estaba convencida de que después de hacer la comunión me volvería más buena. Se acercaba la fecha y recuerdo a mi madre ultimando los preparativos. Mi vestido estaba en una percha colgada en la puerta de mi habitación, mi padre lo había recogido de la tintorería donde lo llevaron para lavar y almidonar. Parecía nuevo, aunque no lo era: lo hicieron para mi hermana Mª Adela el año anterior. Yo estaba muy nerviosa esa tarde, pues me tenía que confesar. Al día siguiente era la comunión y después de confesarme no podía salir a la calle.
El día del acontecimiento nos levantamos muy temprano, desayunamos y nos preparamos para irnos pronto a la iglesia. A mí me peinó con un bonito moño, y me vistió, Paquita, nuestra modista y muy amiga de mi tía Luz. Cuando todos estuvimos listos Paquita me cogió de la mano, era ella la que me iba a acompañar a la iglesia, ya que mi madre estaba de luto por la muerte de su madre, solo dos meses antes. La ceremonia fue muy bonita y todo salió perfecto. Cuando llegamos a casa le contamos a mi madre cómo había sido todo. Había costumbre de preparar una chocolatada para invitar a las amigas, pero mi madre no tenía gusto para celebraciones. Por la tarde fui a visitar a la familia y vecinas para que vieran lo guapa que estaba y me dieran el regalito. Cuando volví a mi casa después de estar correteando con mis amigas por el barrio, mi madre se dio cuenta de que había perdido el rosario. Me cambié de ropa y fui con mis amigas a buscarlo por las calles por las que habíamos pasado y, por suerte, lo encontré, aunque tenía la cruz aplastada y se había perdido un trozo de cadena.

(Meli Muñoz Lorenzo, 2021)
MI PRIMERA COMUNIÓN
LOLI RUIZ GUERRERO

Ilusiones, ilusiones…; mi primera comunión la recuerdo como un cúmulo de ilusiones durante bastantes, muchos días. Sobre todo, la ilusión que tenía mi madre (casi más que la mía). En casa éramos cinco hermanos: cuatro niños y yo, la más pequeña y única niña. Mis hermanos hicieron su primera comunión en sus colegios, con ropa normal, pero para mí, mi madre quería otra cosa, ¡y yo! Yo quería un vestido blanco con mucho vuelo y un velo blanco en mi cabeza. ¡Qué ilusión tenía a mis siete años, y qué ilusión tenía mi madre mientras compraba las telas para el vestido!: una, de punta bordada y la otra, de organdí. Además un cancán para darle vuelo, ¡mucho vuelo! Con las telas ya en casa vino la modista, que era mi cuñada y casi una hermana para mí.
…Y me hicieron un vestido precioso, el vestido tan deseado. No me lo podía creer, deseosa de que llegara el gran día para ponerme mi traje todo nuevo, todo blanco, todo preparado… Pero como no todo sale como deseamos, unos días antes de la fecha señalada, yo, que era flaca y muy delicada, caí enferma, y metida en la cama me fui enterando de que mis amigas y compañeras habían hecho la comunión a primeros de mayo, como estaba previsto. Mi vestido seguía colgado en el armario, esperando. Mi madre, muy preocupada, habló con doña Ana, la maestra, que le dijo que cuando estuviera mejor la haría. Mi pobre madre creía que yo me moríaeso me lo dijo muchos años después. Cuando estuve medio bien, lo primordial y lo primero era hacer mi primera comunión. Todos se pusieron a ayudar. La maestra habló con el párroco (creo recordar que era don Salvador Huertas) para que yo pudiera recibir la comunión un domingo en la misa de doce, y para que me concediera una licencia especial que me permitiera tomar un vaso de leche, porque no podía ir en ayunas. Cuando me pusieron el vestido, yo había encogido, y mi cuñada se las tuvo que ingeniar puntada por aquí, imperdible por allí…; así ajustaron el vestido a mi delgado cuerpo. ¡Pero qué feliz estaba y qué ilusión había en la mirada de mis padres! Por fin, en la Iglesia Mayor de la Encarnación, acompañada de mi madre, mi casi hermana y mi maestra. La iglesia me parecía más grande y estaba llena de gente que me miraba extrañada, y muchas personas me decían: “¡Qué bonita!” “¡Qué guapa!”… Y a mí, el vestido se me quedó estrecho de lo ancha que iba. Me pusieron una silla al pie del altar y desde allí, sentada sola, escuché la misa. Al fin, cuando el sacerdote me miró, entre mi madre y la maestra me acercaron a tomar mi primera comunión. Después fui llevada en volandas a casa a comer algo, había riesgo de que me desmayara. Me esperaban mis hermanos y mis amigas para disfrutar de un chocolate y galletas y los roscos que hacía mi madre.
Yo quería salir para que me viera la gente, darle la estampita, recoger algún regalito… Pero mi madre se opuso. Otra vez mi cuñada se hizo cargo y me llevó a dar un corto paseo por el barrio. Fue una comunión solitaria, más bien triste, pero llena de ilusión y acompañada de las personas que me querían.
(Loli Ruiz Guerrero, 2021)
MI PRIMERA COMUNIÓN
MARUJA JIMÉNEZ GALEOTE

Hice la primera comunión en el año 1950. Me cuesta mucho recordar, ya que ha pasado mucho tiempo desde aquel quince de mayo, cuando yo solo tenía nueve años, pero hay cosas en la vida que no se olvidan nunca. Recuerdo con gran tristeza ese día en que algunas de mis compañeras y amigas no pudieron hacer la primera comunión de blanco (como se decía entonces). Sus padres eran muy pobres, la mayoría de ellos trabajaba en el campo y no todos los días había trabajo; el día que llovía y no podían trabajar, no tenían ni para comer. En esa época de posguerra la vida en España era muy dura. Nosotros tuvimos mucha suerte, ya que mi padre trabajaba en RENFE y tenía un sueldo fijo y, aunque con algunas estrecheces, nunca nos faltó de nada. Mi traje de comunión me lo confeccionó una modista que solía venir a mi casa de vez en cuando. Le llamaban La Sorda, y no sé por qué, si oía perfectamente.
Días antes de la fecha, mi madre llamó a una peluquera para que me hiciese la permanente, y no sé para qué, si yo siempre tuve el pelo rizado. En la víspera no pude conciliar el sueño, ¡estaba tan nerviosa! Como no había dormido, me levanté muy temprano; a las diez era la misa en la Iglesia de Santa María de la Mesa, en Utrera (Sevilla), la misma iglesia en la que me casé veinte años después de aquel día, con el amor de mi vida. Al llegar, todas mis compañeras ya estaban allí ocupando cada una su lugar. Entre ellas, en el primer banco, mi prima Ana Mari, que me había dejado un sitio a su lado. Al terminar la ceremonia nos llevaron al patio del colegio, donde todo estaba preparado para el desayuno: unas largas mesas con manteles de papel blanco, unos platos con galletas y en el centro, presidiendo la mesa, una gran olla de aluminio llena de espeso chocolate caliente, que con gran cariño las maestras fueron sirviendo a las niñas. Una de las compañeras, sin querer, derramó su vaso con el chocolate y me manchó mi vestido: me puse a llorar amargamente, pero mi madre todo lo remediaba… Esa tarde estuvimos visitando a familiares, amigos y conocidos de mis padres. Era la costumbre. Al día siguiente teníamos que ir a Dos Hermanas en el tren para que nos viese parte de nuestra familia a mi prima y a mí. Más que para que nos viesen, la idea era que nos echaran dinero en la limosnera. Allí en su casa, nuestras tías prepararon una deliciosa comida para toda la familia y también para los vecinos más cercanos. Era costumbre en aquella época que los niños y niñas que habían recibido ese año la sagrada forma saliesen en la procesión del Corpus Cristi con los trajes de comunión. Ese día del Corpus mi hermana no dejó de llorar en todo el día, no había nada que pudiese calmarla, ella no podía comprender por qué no podía ir en la procesión conmigo si siempre estábamos juntas. A pesar de algunos contratiempos, fue maravillo aquel Día del Señor que nunca olvidaré.
(Maruja. J. Galeote, 2021)

Recordatorio de mi primera comunión
Mi primera comunión
INMACULADA MONTERO FERNÁNDEZ

Yo hice la primera comunión el día 23 de mayo de 1951 en la Iglesia Mayor Parroquial de la Encarnación. Para mis compañeras y para mí fue una mañana vivida con mucha ilusión. Recuerdo que la profesora nos citó una hora antes en su casa. Padres, madres y niñas entramos todos a un gran comedor, donde permanecimos hasta la hora prevista. Llegado el momento y formadas en filas de a dos fuimos desde Puerta de Granada hasta la iglesia, que estaba muy adornada con flores, muy bonita. No recuerdo exactamente cuántas éramos, pero diría que bastantes niñas. Con los bancos formaron un gran pasillo central, de modo que todas quedábamos unas frente a otras; la verdad es que esa distribución quedaba muy bien. Mi compañera de fila fue mi amiga Isabelita con quien a día de hoy, cada vez que nos vemos, recordamos viejos tiempos colegiales.
Me llamó la atención cómo la profesora tenía muy en cuenta la estatura de cada una para que no sobresaliera la una de la otra. ¡Era muy metódica y detallista! Las personas de mi edad sabréis que esos “requisitos/detalles” se estimaban mucho. Otro dato curioso de la época era el ayuno (no se podía comer absolutamente nada) desde la media noche de la víspera del día de la primera comunión, o del día cualquiera que se tuviese intención de comulgar. Volviendo al día que me ocupa, una vez acabada la misa nos fuimos a casa toda la familia a desayunar chocolate con bollos y churros (había una churrería frente a casa). En líneas generales, creo que la celebración de ese día era disfrutar de un buen desayuno, más o menos copioso, con amistades y familia.
(Inmaculada MonteroFernández, 2021)
Mi primera comunión
ELENA VIDERAS MOLINA

Mis recuerdos no son muchos, pues han pasado ya 76 años, aunque imagino que, como todos los de mi infancia, no serían muy buenos. Cuando hice la primera comunión hacía cuatro o cinco años que había acabado la Guerra y España estaba destrozada. No había de nada, todo era miseria y mucha gente no tenía mucho que comer; la mayoría de los niños no sabía lo que era un juguete, y muchos veían a sus padres tristes, llorando la pérdida de algún ser querido…Y en este ambiente desolador y de miseria yo hice la primera comunión. Mi abuela me había dejado prestado el vestido de su hija (mi tía, la hermana menor de mi padre) y una cruz de oro, muy grande. Mi madre me recomendó mucho no ensuciar ni arrugar el vestido y además, que tuviera
mucho cuidado con la cruz, que era de oro y debía valer mucho dinero. ¡Había que devolver todo en perfecto estado!! No lo recuerdo bien, pero imagino que con tantas recomendaciones tendría tanto miedo que no podría pensar en otra cosa. Lo que sí recuerdo con mucho agrado es que mi hermana, que a la sazón tendría año y medio, cuando me puse el vestido corría alrededor de mí cogiéndome la falda y diciendo en su media lengua: ¡Mama, nena “bapa”!
Una vez todos compuestos nos fuimos camino de la Iglesia de la Encarnación; en la puerta nos reunimos todas las niñas y nos pusieron de dos en dos para entrar en fila hasta el altar mayor. De lo que pasó en el momento de tomar la comunión y después no me acuerdo de nada, supongo que iríamos a VALDIVIESO, el fotógrafo, y luego a casa de mis abuelos y a casa de mis tías para acabar en mi casa, donde pude quitarme todo lo que llevaba encima y que ¡tanto me “pesaba”! Con tantas recomendaciones lo que más necesitaba era salir a la calle a jugar con mis amigas y allí olvidar todo. La inocencia de la niñez permite pasar de una situación desagradable a otra más alegre como el juego con las amigas, con el entusiasmo de siempre. A tantos años vista, y a pesar de todo, mi infancia la recuerdo con mucho cariño. Con mi amiga Isabel, que desde pequeñas siempre estuvimos juntas, recordamos y nos reímos mucho de y con todo lo que vivimos en aquellos lejanos y felices años de nuestra infancia.
(Elena Videras Molina, 2021)
MI PRIMERA COMUNIÓN
MARÍA ABELLÁN FERNÁNDEZ

Tenía 6 años cuando hice la primera comunión el 27 de mayo de 1964. En el colegio nos prepararon muy bien, conocía la vida de Jesús y parte de la Biblia. También nos enseñaron cómo teníamos que comportarnos durante toda la ceremonia. Recuerdo a mi prima Gloria, que es la mayor de mis primas, y a mi madre, sentada en el portal de la casa de mi abuela cosiendo mi vestido de comunión. ¡¡Era precioso!! Por la mañana del día señalado me levanté temprano; mi tata Ascensión me trajo con antelación una caja de galletas surtidas como regalo de comunión, fue el único regalo que tuve. Mi hermano y yo nos sentamos a la mesa y como desayuno, ese día nos dieron chocolate y las galletas. Después nos fuimos al colegio mi madre, mi tía Manuela y yo. De allí
salimos todas las niñas juntas en procesión hasta la Iglesia de la Encarnación, la Iglesia Mayor. De la ceremonia religiosa solo recuerdo que estaban mi madre y mi tía Manuela, no hubo más invitados. Cuando todo terminó nos fuimos a casa y de allí me llevaron por todo Motril, de casa en casa, para que me vieran amigos y familiares. Yo les daba una estampita de recuerdo de mi primera comunión y ellos me daban dos reales o una peseta. Por la tarde, mi tía me llevó en el autobús a la playa, a casa de su suegra, para que me viera; allí estuve jugando toda la tarde. Cuando llegué a mi casa, estaba cansada de estar todo el día andando, pero ¡no quería quitarme mi vestido de princesa!

(María Abellán Fernández, 2021)
MI PRIMERA COMUNIÓN
FRANCISCO DUARTE GONZÁLEZ

Tendría yo unos ocho o nueve años cuando hice la primera comunión. Realmente no recuerdo muchas cosas de aquel día, pero hay unos cuantos detalles que no creo que se me olviden en la vida. Aunque mi mente está casi en blanco en este aspecto, el primero es que la hice de marinero, con mi peto de gala, mi tafetán y todos los demás aditivos. Esto tuvo que ser una premonición, porque con 18 años me enrolé en la Marina y en ella pasé los siguientes seis años. Hicimos la primera comunión en la Iglesia Mayor niñas y niños de varios colegios (los niños éramos del Cardenal Belluga y las niñas, posiblemente, del Virgen de la Cabeza); como es natural, nos sentaban separados: los niños en los bancos de la izquierda y las niñas, en los de la derecha. La única catequesis que hicimos fue ir varios días para que nos dijeran dónde nos sentábamos cada uno y lo que teníamos que hacer en cada momento, Se suponía que el Padre Nuestro, el Credo y algunas oraciones más teníamos que traerlas aprendidas del colegio.
Pues bueno, estando un día en uno de estos ensayos pidieron voluntarios y voluntarias para leer; no salía nadie y el caso es que de buenas a primeras, gracias al empujón que me dio mi “querido amigo” Juande, al estar sentado en el filo del banco, aparecí sentado en el suelo del pasillo hecho todo un voluntario a la fuerza, con la “suerte” de que me escogieron a mí. Me dieron una cuartilla para que me aprendiera lo que tenía que leer, recuerdo que empezaba: Señor Jesús… Imaginaos el número el día de la comunión cuando teníamos que salir a leer, que ahí iba yo con mi traje de marinero y una de las señoras que nos vigilaban, diciendo que dónde iba yo. El día antes de la comunión nos llevaron a la iglesia a confesar; cuando terminé me llevó mi madre a una barbería (antes no había peluquerías) que había frente a la farmacia de Corzo, en la calle Catalanes. Mientras esperaba mi vez cogí un tebeo y me puse a leerlo. Como mi madre le dijo al barbero que el pelado era para hacer la comunión, un señor que estaba allí me dijo que leer tebeos el día antes de hacer la comunión era pecado y que tenía que ir a confesarme otra vez. ¡¡Menos mal que mi madre no le hizo caso!! Por último, recuerdo que no hubo fotos, ni estampitas de recuerdo, ni regalos, ni “na”de “na”, pero eso daba igual.
(Paco Duarte González, 2021)
Mi primera Comunión
PILAR CON PINTOR

El día de mi primera comunión no recuerdo qué día hizo, tal vez fuera un día nublado y gris, pero en mi memoria solo está la reminiscencia de un día espléndido y radiante. Recuerdo subir aquellas escalinatas que hoy se me asemejan a la de los castillos con sus princesas encantadas. Después, todas en fila de a dos, entrábamos en la capilla del colegio, sentándonos en los asientos principales. Era un día en el que el protagonismo era nuestro, todas las miradas se centraban en nosotras, quizás... esperando algún desliz o equivocación que provocara una sonrisa para la larga espera de los asistentes, pero las monjas ya lo habían organizado todo para que saliera perfecto y sin ningún titubeo. Yo era una de las más pequeñas, probablemente la menor, ya que la hice un año antes de que me correspondiera para hacerla con mi hermana, por lo que las monjas no me quitaban ojo de encima. Mi comportamiento fue ejemplar, salvo al volver de comulgar que, la hostia que con sumo cuidado
había intentado tragármela sin darle con los dientes (nos habían aleccionado de que no la mordiéramos), se me pegó al paladar, y toda mi preocupación era intentar que me pasara sin dañarla y, cuando por fin lo conseguí, me volví hacia mi hermana y le dije: " Yo ya me la he tragado. ¿Y tú?” Al momento, una voz queda, como salida de ultratumba, que no sé de dónde venía, pero que debía de estar pendiente hasta de mi respiración, me dijo: " Chissst... ¡No se habla! " Después, la fiesta en casa con mis tíos y primos, y en donde yo seguía sintiéndome la gran protagonista. ¡Ese día, ni mi hermana me hacía sombra! Y digo esto, porque al ser yo la menor de cuatro hermanos, raramente me prestaban atención; como mi padre cariñosamente me decía, yo era el último " mono " de su casa. El día de mi primera comunión para mí significó el día más grande de mi infancia, un día en el que quizás me convertí en otra persona y, de alguna manera, mis fronteras se habían abierto, aunque yo en esos momentos no lo viera ni lo comprendiera.
(Pilar Con Pintor. 2021)
MI PRIMERA COMUNIÓN
SUSANA RUBIO SABIO

Habiendo transcurrido tantos años, no es fácil poder recordar con nitidez todos los detalles, o quizás sí, teniendo en cuenta la austeridad de nuestro día a día en aquel tiempo. Mi primera comunión (a la que no asistieron mis padres: él, por trabajo; ella, no lo recuerdo, pero sí mi hermano y mi hermana, mayores que yo) fue un acto importante en mi corta vida de ocho años. Nos habían preparado “a conciencia” para ello y todas las niñas, supongo, teníamos la misma ilusión. No recuerdo tampoco si ese día lo compartimos con los niños, puede que sí, pues en el salón de la escuela de las niñas se celebraban las misas todos los domingos (y fiestas de guardar). Nuestra clase estaba presidida por dos imágenes: una, de la Inmaculada Concepción, y otra, de Santiago Apóstol a caballo y el crucifijo…
Vivíamos en la barriada que rodeaba la estación de trenes Vilches-Jaén, a un km del pueblo. El cura bajó el día 27 a confesarnos -la comunión sería el 28. Después, nos dispusimos (maestra y niñas) a preparar el espacio para el día siguiente: disponer pupitres, colocar los grandes bancos de iglesia, barrer con serrín mojado…, en fin, todo lo necesario para que quedase pulcro y bonito. Todos los sábados se hacía, pero esa ocasión era especial y se adornó con más esmero. …Y llegó el día. Aquella mañana parecía haber amanecido antes, mi madre lo tenía todo dispuesto. Mi vestido era el que ella confeccionó para mi hermana dos o tres años antes, y que guardaba como oro en paño para cuando me tocase a mí. No era ni blanco ni largo, era de un color rosa asalmonado y de una tela que no puedo precisar si se trataba de una seda gruesa o de algún tipo de crepé de seda. De la forma sí que me acuerdo: era cortado a la cintura con rizo en la falda, el cuerpo liso, pero con dos volantes que caían en cascada a mitad del hombro, hacia detrás y hacia delante, pisados por unas flores de crochet que ella misma había tejido con un fino hilo blanco. En el borde del bajo también había colocado bastantes de forma matemáticamente perfecta. Las mangas cortas, de farolillo, un lazo blanco y ancho en la cintura anudado atrás completaban la vestidura. Los zapatos blancos -que más tarde se tintarían-, los calcetines blancos también como los lazos de las trenzas, y un velito redondo del mismo color (que me sujetó con dos alfileres de novia) y que poco después desapareció en una mudanza. Debió arrancarlo el viento del cajón del comodín en el que estaba guardado. No recuerdo ni guantes, ni libro, ni rosario, ni limosnera… Una vez lista, me dirigí con mis hermanos hacia la escuela-iglesia. Todo transcurrió con la emoción esperada. Una vez acabado el acto litúrgico, se nos ofreció un opíparo desayuno allí mismo: el consabido chocolate, muy rico, y unas tortas que allí llamaban “dormías”, redondas y altas -tipo Viena- con azúcar por encima. ¡Qué ricas y esponjosas estaban!
Para cerrar la celebración, el sacerdote y la maestra nos hicieron entrega de unas láminas alusivas al acto. Todas eran en blanco y negro, menos una coloreada que iba destinada a la “personita” que mejor se hubiese comportado aquella inolvidable mañana. Escribieron los nombres en ellas y nos fueron llamando para la entrega. Yo puedo decir que tengo la satisfacción de haberme llevado la de color. Aún la conservo con mucho cariño y una copia encabeza este relato. Mi madre se sintió orgullosa de mí, pues pensó que de su “siembra” había obtenido la “cosecha” que ella esperaba. No acierto a recordar si tuve regalos, pero eso me daba igual.
(Susana Rubio Sabio. 2021)
RECUERDOS DE MI PRIMERA COMUNIÓN
VICTORIA FLORES BARROS

El día de mi primera comunión fue uno de los más importantes de mi vida. ¡Tenía tantas ganas de que llegara ese día! Desde muy pequeña, mi tía, en el colegio y después en el catecismo me hablaban y me explicaban cómo era, quién era y lo que representaba en nuestra vida el Señor. ¡Yo lo conocía!, estaba su imagen en los altares de todas las iglesias. ¡Deseaba tanto recibirlo en comunión! También estaba muy ilusionada con estrenar el vestido que mi tía Teresa me había hecho para esa ocasión. Recuerdo que unas de las veces que mis tíos subieron a Granada a la consulta del médico me compraron los zapatos, el libro, los guantes y el rosario. Todo eso me lo regalaron mis tíos.
El día anterior a mi comunión vino mi padre con mis hermanas y una mujer que decían que era la esposa de mi padre. Ellos vivían en Almería. Yo, al ver a la esposa de mi padre, me puse triste, a ella yo no la esperaba y ni siquiera sabía que existía. A la que sí esperaba era a mi madre, aunque sabía que se había ido al cielo y decían que los que iban a ese lugar nunca volvían. Pero la inconsciencia de mis siete años me hizo soñar despierta y creer que para ese día tan importante para mí, vendría. Al no venir me hice la idea de que ya nunca la conocería. Entre mi tía y mis hermanas me vistieron, y nos dirigimos a la iglesia. Al llegar había mucha gente en la puerta. Entramos y me senté en el banco reservado para las niñas que hacíamos la comunión. La misa fue muy hermosa, pero un poco larga, algunas de mis compañeras se marearon. Cuando terminó todo y salimos a la calle, la gente me decía que estaba santita. Fuimos al fotógrafo y me hicieron varias fotografías, y después a mi casa a desayunar. Mi tía hizo chocolate y mis otras tías trajeron buñuelos y pestiños. Recibí tantos regalos y estaba tan contenta que hasta olvidé a la mujer que ahora ocupaba el sitio de mi madre, y decían mis hermanas que era nuestra madrastra. Por la tarde fui a la casa de mi familia y vecinos para que me vieran, y les daba mi recordatorio y ellos me echaban dinero en la bolsita llamada limosnera, que iba incorporada al vestido. Cuando volví a mi casa mi tía me dijo: ¡Cuánto dinero has recogido! Como eres una niña muy buena te han premiado.Le sonreí y la abracé y comprendí que ella siempre había sido mi madre.
(Victoria Flores Barros, 2021)
Recuerdos de mi primera comunión
Mª JOSEFA GALLEGOS CASTELLÓN

Mis recuerdos de ese día los tengo ahora difusos, lo que rememoro es gracias a fotos y recordatorios que guardo, y a los comentarios de mis hermanas mayores. Lo primero que recuerdo es que estudiaba en las Teresianas y que la comunión se hacía con siete años en la parroquia del colegio, que en este caso era la Basílica de la Virgen de las Angustias. Las fotos típicas de estudio me las hicieron pasada la comunión, no me acuerdo por qué. El día que la hice fue el 12 de Mayo de 1962; mi vestido era muy bonito, “heredado” de mi hermana anterior; la medalla, prestada de mi madrina y lo demás, estrenado. Lo que sí recuerdo bien es el hambre que se pasaba, porque no podíamos comer desde tres horas antes de recibir la sagrada forma; en filas de a dos entrábamos en la iglesia, entonces se permitía que fuera cuanta gente
quisiera. Recuerdo entre mis familiares a mi abuelita, mis titos Fernando, Alfonso y sus mujeres, algunos primos y dos amiguitas. La celebración de mi comunión fue extraordinaria, era la última de las hermanas y mis padres quisieron celebrarla por todo lo alto en el Centro Artístico, de donde mi padre era socio. Mi recuerdo es de una gran tarta y, como me encanta el dulce, lo rememoro perfectamente. Por la tarde lo celebré en el patio de los pabellones con mis amiguitos, y ahí disfrutamos de lo lindo siendo libres. Por último diré que me regalaron mucho dinero que, automáticamente, mi madre se lo quedó; solo me dejaron para mí 50 pesetas. Mis amiguitos me obsequiaron con muchas galguerías. Tengo que decir que también recuerdo que ese año fue el último con vida de mi abuela; murió en Navidad de un infarto, en nuestra casa, y esto tan triste siempre lo recuerdo unido a mi comunión.

(Fina Gallegos Castellón, 2021)
Recuerdos de mi primera comunión
CHRISTINE PÉRIER MALHERBE
¡Cuánto me gustaría poder ilustrar este relato con alguna foto o recordatorio del evento, que me hubiera servido, además, para avivar el fuego de la memoria! Misión imposible la de encontrar esos recuerdos en el montón de paquetes y bultos propio de una mudanza. ¡Sería casi como buscar una aguja en un pajar! No obstante, me esforzaré en traer a la mente las reminiscencias de un día especial, inolvidable… Aquella mañana dominical de mayo de 1957, mi madre me despertó con una gran sonrisa en su cara y me dijo: “¡Ha llegado el día! Será uno de los más felices de tu vida.” ¡Era el día de mi primera comunión! La noche había sido inquieta, pues me esperaba un acontecimiento importante. El padre Tricoire (cómo podría olvidar a esta persona tan entrañable), que era el párroco de la iglesia de nuestro barrio, llevaba meses preparándonos para este día tan especial. En el último año, todos los jueves por la tarde estaban dedicados a la catequesis que él mismo nos impartía. Nos tenía “embobados” a todos, niños y niñas, tales eran la empatía y la bondad que irradiaba de su persona y su discurso; los consejos que nos prodigaba, las oraciones, las plegarias, las exhortaciones,… ¡Todo esto, con él, “iba a misa”! para el grupo que componíamos. Las madres, a instancias del padre y según los criterios de austeridad propios de la religión católica, alquilaban para vestirnos este día tan excepcional, un hábito de paño blanco ceñido al talle por un cinturón de cuerda; cada cual llevaba, colgando del cuello, una cruz de madera tallada. Decía el padre que la uniformidad de la vestimenta contribuía al recogimiento de niñas y niños, y su concentración en lo que significaba la comunión y nada más.
Recuerdo todavía en el interior de la iglesia de La Palud, sita en un barrio popular de Marsella, la luz tamizada de colores, filtrada a través de los vitrales. El orden (lo habíamos ensayado unos días antes), el recogimiento y la concentración, me tienen todavía impresionada. A la salida del templo nos esperaban los familiares, los que convivíamos y … ¡qué alegría!, también los que habían podido venir desde mi Normandía natal, recorriendo los mil kilómetros que nos separaban habitualmente. Finalmente, nos despedimos del padre y también el resto de compañeros y compañeras, al tiempo que nos felicitábamos. El día, para nuestro grupo familiar, continuó en un restaurante a las afueras de Marsella, que mi tío y padrino había elegido por su gran jardín. Sí, aquel fue realmente un día imborrable en nuestra memoria, por muchos motivos.
(Christine Périer Malherbe, 2021)
Mi primera comunión
ENCARNITA ESCAÑUELA GÓMEZ

Desde que entré al colegio, como ya conté, yo me sentía feliz y contenta, y no digamos cuando tuve la edad de hacer la primera comunión, previa preparación para ello, ¡claro! Todos los jueves la maestra nos llevaba a la iglesia; a los niños los llevaba el maestro. Allí, las catequistas nos enseñaban cómo teníamos que comportarnos y también nos enseñaban todas las oraciones y el catecismo. En aquella época me parecía todo ¡tan bonito…! Niñas y niños haríamos la comunión juntos, y esperábamos con gran ilusión que llegara el día de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo por primera vez, en forma de hostia consagrada. Cuando por fin llegó el ansiado día, las madres y la maestra madrugaron mucho para hacer chocolate y buñuelos y también hicieron entre todas dulces (pestiños y roscos), pues era lo que había entonces. Y mientras se
celebraba la ceremonia en la iglesia, algunas señoras mayores se ofrecieron a organizar y disponer todo a fin de que cuando saliéramos de la misa pudiéramos desayunar las niñas y los niños que hacíamos la comunión con nuestras familias, amistades y demás personas asistentes. Fue un día inolvidable que yo sentí como el más bonito de mi vida en aquel momento.
(Encarnita Escañuela Gómez, 2021)
Recuerdos de mi primera comunión
MERCEDES ASENJO DÍAZ

Hice la primera comunión en el mismo colegio de monjas donde estudiaba, en el “Gamarra” malagueño. Había un grupo grande de niñas y niños, pues en mi cole, aunque en clases separadas, estudiaban niños hasta la edad de la primera comunión; después se tenían que ir a un colegio de niños (ya se sabe: las niñas con las niñas…). Yo recibí por primera vez el cuerpo de Cristo con la edad de ocho años, un año más de lo que era habitual, por lo que no la hice con el grupo de mi clase, sino con otro, un año menor (mis padres no quisieron que la hiciera con siete). En el colegio, al ser de monjas, la formación religiosa estaba presente desde el principio, pero el curso correspondiente al de marras, esta era más intensa. Hicimos un álbum de preparación para la comunión y nos
enseñaban cómo teníamos que confesarnos y hacer el examen de conciencia para reconocer los pecados que teníamos y luego decirlos al confesor. Antes de acercarse al confesionario había que rezar el “Yo pecador,…” y después, el “Señor mío Jesucristo…”

Las monjas querían que todas las niñas fuésemos vestidas igual, con el mismo traje, pero hubo un grupo de madres, entre las que estaba la mía, que no querían, que decían: “Que sus niñas irían con los vestidos que a ellas les gustaran y no al gusto de las monjas”. Yo le decía a mi madre que a mí no me importaba llevar el traje que querían en el colegio, pero ella no me hizo caso y me puso el traje que ella quiso. Ni qué decir tiene que a las monjas la decisión de las madres no les sentó nada bien al principio, pero se tuvieron que aguantar. A mí no me gustó esa polémica tan tonta, pero también me tuve que aguantar.
Y llegó el tan ansiado día; ya habíamos confesado unos días antes y teníamos que ser muy buenas para no cometer pecados. Teníamos que ir en ayunas, sin tomar nada desde la noche anterior. La ceremonia religiosa se celebró en la capilla del colegio; después las monjas prepararon un rico desayuno para todas las niñas y niños y lo pasamos muy bien. Nos intercambiamos las estampas de comunión y las monjas nos dieron un recordatorio de ese día.
Las familias se quedaron esperando en otro espacio y también les ofrecieron algo de comer, creo (ya no me acuerdo bien). Después de esto fui con mi familia a hacerme la foto de estudio, y después, a comer todos juntos y luego, a visitar a familiares y amigos cercanos, a quienes dábamos una estampita y regalaban un dinerillo que guardaba en la limosnera que llevaba el vestido colgada de la cintura. No cogí mucho dinero, pues en Málaga no tenía mucha familia ya que ni mi

padre ni mi madre eran de allí, aunque se habían criado desde pequeños en esa tierra. Y así pasé el tan esperado día de mi primera comunión y que tanta ilusión me hacía.

(Mercedes Asenjo Díaz, 2021)
Rdos. dE MI PRIMERA COMUNIÓN
JOSÉ MIGUEL FERNÁNDEZ PÉREZ
Después de tantos años los recuerdos están difuminados, aunque algunos, los principales, siguen vivos en la memoria. Recuerdo perfectamente que ese día me acompañaron unos tíos venidos de San Sebastián expresamente. Mis padres no acudieron, rompiendo con lo que era costumbre en el pueblo: los papás comulgaban con su niño en medio. Pero mis padres estaban enfadados con el cura por una actitud muy negativa que, incomprensiblemente, había tenido con la familia y optaron por esta solución, que yo no alcanzaba a entender del todo. No me disgustaban los suplentes: Eugenio y Francisca, así se llamaban mis tíos. Estando yo en el seminario de los Agustinos Recoletos en San Sebastián, me visitaban con frecuencia, y los primeros domingos y en las fiestas me sacaban para comer con ellos. Después de la misa nos llevaron a la escuela de las niñas, donde maestros y familias nos habían preparado un suculento chocolate con galletas. Lo degustamos alegremente, niños y niñas bajo la atenta mirada de nuestros preceptores. Y después, cada uno a su casita. No recuerdo si en casa hubo algo especial, me figuro que sí, al menos en la distinguida comida.
(José Miguel Fernández Pérez,
RECUERDOS DE MI PRIMERA COMUNIÓN
CARMELA JULIÁN GONZÁLEZ
Me llamo Carmela Julián, y soy motrileña de pura cepa. Han pasado 76 años desde que hice mi primera comunión, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Con un vestido de color rosa, sencillo, pero muy elegante, recibí por primera vez a nuestro Señor Jesucristo. Quise ir guapa por fuera, pero sobre todo por dentro. Y es que recibir a Cristo es lo más importante que pueda suceder a aquellas personas que somos creyentes. Por aquel tiempo vivíamos en el cortijo. Éramos una familia alegre y muy unida que luchaba honradamente por salir adelante. En ese hogar aprendí virtudes tan importantes como la sinceridad, la lealtad y la generosidad. Y es que mis padres fueron muy ejemplares para mí y mis hermanas y hermano. ¡Qué buena paella preparó mi madre ese día! No le faltó un par de conejos bien hermosos que había criado mi padre. Y para el final, un dulce postre que a todos endulzó el paladar. Y entre risas, chascarrillos y canciones pasé uno de los mejores días de mi infancia, esa etapa que nunca deberíamos de dejar... Tampoco faltaron los regalos: dos muñecas preciosas y una cometa. No sé por dónde andarán, pero ¡cuánto me hubiera gustado que las hubieran visto mis hijas! Y poco más que contar. Mi infancia fue un tiempo feliz e inocente. El cariño de mis padres, el recuerdo de mis amigas y los buenos aires de Minasierra me acompañaron. También las recetas de mi madre, mujer buena que siempre me acompaña allá donde esté. En todos estos años transcurridos he procurado mantener siempre ese espíritu infantil y transmitírselo a mi familia. Nunca deberíamos perder esa sencillez e inocencia que son un gran instrumento para hacer felices a
quienes nos rodean. Como dice el poeta S. Juan de la Cruz: “Al atardecer de la vida seremos examinados en el amor , …”. Doy gracias a Dios por haber nacido y vivido entre personas que amaron mucho.


(Carmela Julián González, 2021)
VIAJE A LA INFANCIA: MI PRIMERA COMUNIÓN
INÉS MARÍA DE SALAS DEL PINO
No me gustaba el colegio nada de nada. No sé si sería porque mi madre esperó hasta el último momento para llevarme al cole por primera vez o porque yo estaba muy a gustito en mi casa. Mi padre, cuando no estaba trabajando, estaba siempre con los libros encima de la mesa, libros que se compraba por gusto: Matemáticas, Física y Química…, y alguno había por casa de Electrónica. No eran como los de ahora, con dibujitos en colores y circuitos perfectamente diferenciados, eran esquemas que parecían hechos con un rotring y muchos signos de más y menos dibujados a mano; creo que todavía tiene alguno de ellos mi hermana. ¡Mi hermana!; cuando yo nací, ella tenía 9 años y en cuanto tuve cierto uso de razón, se dedicó a invertir el dinero de su torta, que debería haber comprado en la “Costa del Sol”, pastelería que todos lloramos cuando cerró, en un cuento troquelado que me compraba diariamente en el Rex, camino de vuelta a casa. Me lo leía 186 veces y yo me lo aprendía de cabo a rabo, esperando con impaciencia que llegara el día siguiente. Este es un viaje de viajes: de fines de semana, de vacaciones de Navidad, de Semana Santa, de verano, de cumpleaños y… ¡de compras!; sí, de compras, por ejemplo, la del “traje de comunión”. Yo recuerdo que, en esos momentos, todas mis amiguitas estaban emocionadas con el tema “confesional”, pero yo soy yo, y no lo tenía nada claro. Iba al colegio Santo Rosario, en aquella época colegio de religiosas y donde el tema de la primera comunión era bastante importante. Allí tuvimos esos días de preparación, de confesiones, a las que yo no sabía cómo hacer frente; recuerdo que la tarde antes de la primera comunión nos confesamos todos y yo le mentí al párroco diciéndole que le había pegado a mi hermana, pero es que no sabía qué confesar…
Unas semanas antes llegó el momento de comprar el traje, y también, el primer mogollón de problemas. Visitamos un par de tiendas aquí, cuyos nombres ni recuerdo, y ¡sorpresa!: no me gustaba ninguno; yo no quería ir de princesita porque no he querido nunca serlo ni parecerlo. Entonces nos fuimos a Málaga, a ver si entre toda la familia me convencía para la ocasión. Tampoco hubo éxito allí. Volvimos la semana siguiente; más tiendas y más “no” por mi parte. Mi madre, roja como una amapola; mis tías, de cachondeo; mi hermana y mis primos, intentando convencerme… ¡pero yo quería unos vaqueros! Se acercaba el día y yo, sin traje, hasta que mi madre se hartó y me compró un precioso vestido de monja, que no había que arreglar ni de ancho ni de largo porque ¡no había tiempo! Y… el momento de los zapatos: no me dio a elegir, sandalias blancas y ¡a volar!
Y llegó el día. Me vestí, me calcé y me peinaron. Me picaba el traje, pero no me quedaba más remedio que aguantarlo. Nos fuimos para la iglesia; se celebró la ceremonia y volvimos para casa. Subiendo las escaleras me quité el traje y lo dejé rodando escalones abajo; mi hermana, detrás, recogiendo lo que yo me quitaba y en cuanto llegamos arriba, me dice muy seria que me lo tengo que volver a poner porque la madre de su íntima amiga quiere verme vestida de comunión, y esta señora no podía andar, pues llevaba años en silla de ruedas. Vuelta a poner traje, zapatos y cabreo. Cuando volvimos a casa, ¡a celebrar!; vinieron muchos amiguitos y mi familia de Málaga. Mi madre hizo chocolate y como no paraban de llegar niños, se le terminó la leche y le añadió agua… La última amiguita


mía que llegó se intentó beber un brebaje que ni la bruja del oeste hubiera hecho mejor. Tuve bastantes regalitos, entre ellos varias muñecas de comunión, que hacían algo…; una de ellas, al levantarle el brazo derecho, encendía una vela que daba grima: brazo tieso y vela encendida. Ni qué decir tiene que, en cuanto se fueron de casa, le arranqué el brazo a la muñeca y le dije a mi madre que se me había roto de jugar con ella. Creo que ese sí habría sido un motivo de confesión… En fin, de mi comunión me quedo con mis amiguitos y ver en mi casa a mis primos y primas, que no venían habitualmente, porque nosotros sí viajábamos a Málaga todos los días que mi padre libraba. Ver la casa llena de gente, eso me gustó y eso me sigue gustando ahora, y es que “genio y figura…” **Nota informativa: La imagen del recordatorio de la Comunión, expresa claramente el sentimiento que me embargaba en esos días. Mi madre tuvo que repartir los recordatorios con la cara de los niños pintorreadas con un boli BIC, de esos que mi padre solía tener encima de la mesa cuando repasaba sus libros.
(Inés María De Salas Del Pino, 2021)
MARÍA JIMÉNEZ ARTILLO

Con 41 años que tengo, mirando los álbumes de fotos de mi infancia me invaden los recuerdos de mi niñez y me detengo en una de las fotografías de mi primera comunión. Yo la hice con varios amigos míos de la catequesis y fue un día muy bonito y especial. Me acuerdo perfectamente de que mi madre, unas semanas antes, me llevó a Jínez, un fotógrafo, y ese día ella me peinó y me puso mi vestido para que me hiciera las instantáneas para el álbum de fotos. Yo estaba muy ilusionada y llevaba mi vestido con mucho cuidado, porque me lo tenía que volver a poner el día de la comunión.
Mi vestido era muy sencillo: blanco, con alforzas, y no llevaba ningún tipo de bordados ni nada, sí un cinturón con florecitas. No llevaba guantes; los zapatos, blancos con unas florecitas también, y mi pelo, adornado con unas peinillas a juego con el vestido. Al fin llegó el día. Esa mañana mi madre me llevó a la peluquería para que me alisaran el pelo y para que me pusieran las peinillas. Cuando llegamos a la casa mi madre me ayudó a ponerme la ropa interior nueva, el cancán, los calcetines y mis preciosos zapatos blancos. Salimos de la casa toda la familia junta y nos fuimos a la Iglesia Mayor de la Encarnación, que estaba toda arreglada con rosas blancas. ¡Era precioso todo! Yo estaba sentada en el primer banco con dos niños y una niña que también hacían ese día la comunión conmigo, junto a nuestra catequista, Ángeles Galeote. En la foto que encabeza este relato estoy junto a ella leyendo las peticiones. Fue un día muy especial para todos los niños y niñas que ese día hicimos la comunión. Después, para celebrarlo, nos fuimos toda la familia a almorzar, junto con mis dos abuelas y todos mis primos y amigos.
(María Jiménez Artillo, 2021)
Viaje a mi infancia
FRANCISCO CASARES ANTÚNEZ

Comenzaré diciendo que el viaje a mi infancia será un bonito viaje, incluso un viaje feliz. Viajar a mi infancia y quedarme allí sería como sacar de la mochila el peso de la nostalgia, pero no puedo; es más, tengo que recurrir a ella para realizar este viaje. Tuve la suerte de ser niño en mi infancia: hacer las cosas de niño, jugar como un niño, llorar y amar como un niño… Tuve alegrías y tristezas como un niño. Tuve miedos como un niño y fui querido como un niño. Reitero: Yo tuve esa suerte de ser niño en mi infancia. Nací y me crie en el Camino de las Cañas, la zona con más raigambre de Motril. Ahora no es lo mismo, pero entonces ser del Camino las Cañas era otra cosa, era formar parte de la más íntima esencia de Motril, era ser lo más motrileño que se podía ser. Estuve en el colegio del Ave María de La Esparraguera, pero yo eso no lo recuerdo; el primer colegio que recuerdo es el Garvayo Dinelli, situado frente a la Iglesia de Capuchinos donde ahora hay una gran explanada, la
Plaza de Las Mercedarias. De allí nacen mis primeros recuerdos de colegio, entre los que están: o La obsesión de mi maestro D. Jesús para que escribiéramos sin faltas de ortografía y tuviéramos una letra redondita, como decía. Era un empeño casi obsesivo y ahora de mayor le estoy agradecido. o Aunque niños y niñas estábamos separados, en los recreos hacíamos por encontrarnos y allí surgían los primeros “me gusta”. o D. Jesús, ya hace sesenta años, entre clase y clase nos hacía andar alrededor de la misma, porque decía que era bueno moverse. o El cuaderno que llamábamos de rotación, donde se recogía el trabajo diario de clase y, como su nombre indica, rotaba por los distintos alumnos, pero con especial predilección por los que menos faltas cometían y más bonito escribían, entre los cuales yo me encontraba. o Los vasos de leche en polvo que nos daban en el recreo y que costaba tragarse. o Los juegos a las bolas en los recreos. o Las formaciones casi estilo militar que había que hacer para entrar a clase. o El respeto que les teníamos a los profesores, porque yo al menos tenía conciencia clara de que eran educadores y solo guardo buenos recuerdos de ellos. También recuerdo que yo comía en el comedor del centro y era jefe de mesa y esto, que podría sonar a tener alguna ventaja, en realidad solo te daba trabajo y responsabilidad, pues tenía el encargo de que los niños sentados a tu mesa se comportaran responsablemente. Teníamos como uniforme una especie de blusa con bolsillos, de color verde, y por ello los alumnos del colegio Cardenal Belluga nos decían los “ranas verdes”; ellos tenían el uniforme parecido, de color rojo, y les llamábamos los “ensangrentados”; al encontrarnos por la calle, a veces, saltaban chispas.
Pero muy por encima de todos mis recuerdos infantiles está mi Huerta Rota. Estaba situada en el espacio que hoy ocupa la Huerta San Francisco; era un paraje muy grande que nosotros habilitamos como lugar de juegos. Allí estábamos todo el día jugando; ¡era un lugar mágico que ahora solo existe en mis recuerdos! La Huerta Rota era el lugar de encuentro de todos los niños del barrio; solo había niños y no era una cuestión de discriminación, era así, sin más pretensión ni malicia. Las niñas tenían otros lugares y otros juegos, según las costumbres de la época. Y cómo recuerdo los asaltos a los camiones cargados de cañas de azúcar camino de la fábrica, a su paso por lo que hoy es el camino entre el Supermercado Dani y la UNED. Por allí y debido a la subida y al peso de la carga pasaban muy, muy despacio y aprovechábamos para subir y tirar cañas que otros se encargaban de recoger. A veces hacíamos “excursiones” en pequeños grupos para ir a la vega a “robar” algunos frutos del campo y, sobre todo, para ir a chupar caña de azúcar. Con respecto a mi primera comunión, y siendo sincero, debo reconocer que no guardo recuerdo alguno sobre ella; no es por deseo de no recordarla, simplemente es que mi memoria no alcanza para ello. Por información de mis hermanos que son mayores que yo, sé que la hice con 7 años; me comentan que era pequeño de edad, pero grande de estatura y que el maestro dijo: Este niño tiene que hacer ya la primera comunión.Y la hice vestido con pantalón largo y chaquetilla, ambos de color gris, con libro y rosario de primera comunión, en la Iglesia Mayor, estando en ese momento en el colegio del Ave María que antes mencioné que estaba situado en el Barrio de La Esparraguera. También me han contado que lo celebramos en mi casa con una gran olla de chocolate y pestiños que hizo mi madre. Siento no tener esos recuerdos. En fin, mi infancia fue muy bonita, yo diría que incluso feliz y, si pudiera elegir, sin duda volvería a ella y si pudiera quedarme atrapado en alguna etapa desearía que fuese esa.
La infancia nos identifica, somos el resultado de la misma y esa es nuestra patria. Y yo tuve la suerte de ser niño en mi infancia. Por último, un recuerdo a mis padres, que ya no están, por hacerme sentir así, porque ellos me trataron como niño cuando más necesitaba serlo.
(Paco Casares Antúnez, 2021)
Un viaje a la infancia. ¡Cuánta nostalgia...!
PILAR CARRASCO RODRÍGUEZ

Soy la tercera de siete hermanos; vivíamos en una casa detrás del Ayuntamiento, plaza de la Libertad se sigue llamando; ya no está, queda solo el solar… En el piso de arriba, mis tías: tres hermanas solteras. Recuerdo a todos sentados alrededor de la mesa camilla, enseñándonos a jugar a las cartas con la baraja española, con los bizcochos Artiach y la quina que en ese momento tuvieran, Sta. Catalina o San Clemente -para abriros el apetito, decían, y mi madre: Que qué necesidad teníamos nosotros de tener más apetito… El brasero de carbón se sacaba al balcón para preparar las brasas y pasarlo después debajo de la mesa. ¡Cuántas horas habremos pasado jugando a las cartas de pequeños! Ellas tenían su bolsa llena de céntimos y otras veces apostaban con garbanzos. De pronto una de ellas se levantaba, iba a la cocina, ponía la sartén chica de hierro con el azúcar, lo calentaba hasta que se hacía caramelo y le echaba la Maizena, y se transformaba en una “maizena tostada y cremosa”, que casi nos pegábamos por comérnosla. ¡Cómo podía estar tan buena! Siempre salía perfecta, podíamos comerla una y cien veces y
siempre estaba buena, ¡y olía tan rico...! Rebañábamos el culo de la sartén, la cuchara de madera con la que la removían, y tenían que ponernos turnos; éramos muchos hermanos y siempre nos parecía demasiado pequeña, y volvíamos a la ronda, a la ronda robá, al cinquillo, al mentiroso, al ambiente entrañable y lleno de cariño que rodeó nuestra infancia. Ellas, además, nos acompañaron siempre, se asomaban a la ventana del patio y decían: “Niños, no os peleéis”. Nos contaban una y mil veces los mismos cuentos y no nos cansábamos de oírlas; eran pacientes. La tía María, que era la mayor y estaba un poco sorda, la estoy viendo sentada en una silla, pegando la oreja por la que oía menos a la TV para escuchar las películas y telenovelas; recuerdo las meriendas de pan con chocolate viendo Bonanza o El Virginiano… La muerte de la tía Mercedes fue la ausencia más triste que recuerdo de pequeña. Estábamos todo el santo día jugando en la calle, paseando a la perra Kira y después preguntándonos por dónde andaría Golfo, que como bien indicaba su nombre, era un pinta; o subiendo 3 pisos para recoger la ropa tendida de la terracilla cuando las pavesas hacían su aparición, empapado el aire de melaza, con un aroma dulzón y entrañable. Con la llegada de la monda, chupábamos caña todo el día, o pasábamos las tardes de los sábados en la fábrica de San Luis, perdiendo zapatillas y a algún hermano de los chicos, entre aquellos montones gigantes de cañas en la placeta de la fábrica. Rememoro los veranos interminables en Torrenueva, todo el día en el agua, jugando, buceando, remando en la Colomba, de excursión a la Joya, montando en bicicleta, los concursos de los castillos de arena de CocaCola, montando teatricos, espectáculos con los animales, los alacranes, el brujo Manolo, jugando al pin-pon, al quema, al escondite…En el Cortijo de las tías, jugando a la mujer del saco, buscando ranas en la alberca, cuidando siempre de los hermanos chicos, subida al enorme níspero poniéndome tibia, y mi madre diciéndole a alguno de mis hermanos que fuera a buscarme, -que era la hora de comer de todo lo demás-;
jugábamos a tirarnos piedras, protegiéndonos detrás de los almendros (tengo una pequeña cicatriz en la cabeza de un fallo en el sistema de protección). También mis infecciones de garganta y mis oídos supurando, venga inyecciones de penicilina y mis tías contándome cuentos junto a la cama para consolarme. En mis recuerdos está mi madre, pintándose los labios rojos y poniéndose jazmines en el pelo, perfumando toda la casa de olores tan familiares, tan ricos, inventando siempre qué le gustaba más a cada uno para comer, especialmente los dulces, arroz con leche, natillas con el azúcar quemada, flanes y leche frita, la torta de aceite y los roscos fritos. Abrir la puerta y oler a rico, con mucho arte y más cariño, las migas de pan con el pan casero redondo; mi madre lo mojaba y lo ponía a secar en una bandeja, la veo en el balcón, dándole vueltas para que no se lo comieran los pájaros, sus manos estrujándolo para que escurriera bien, los ajos enteros con un corte en el centro, el aceite caliente, la rasera de hierro, la misma que utilizaba para quemar el azúcar de las natillas, las migas de pan buenísimas, tostadas, doradas, sabrosas, con pescao frito, con pimientos verdes, longaniza,…; a ella le encantaban con rabanillos, o con melón y chocolate en Semana Santa. La sartén enorme, aún anda por la casa común de la playa, en la que ahora hacemos las migas de harina, porque nadie ha sido capaz de prepararlas de pan igual de buenas… También está mi padre, su voz de trueno que ahora tanto añoro, apagando las luces que íbamos dejando encendidas, metiéndonos a todos en el 124, con ese olor a gasolina tan insoportable, tirando para Capileira, invierno o verano, comprando longaniza en Rosendo y subiendo hasta que el coche chocaba con la tierra y él de pronto gritaba: “El cárter, el cárter, todo el mundofuera, ¡a andar se ha dicho!” En los veranos con los abuelos nos llevaban a bañarnos en la Cebadilla, en el agua congelada que baja de Sierra Nevada. Mis primeros recuerdos de ir al Cole son con Doña Paquita, algo difusos, en el bajo de su casa, una habitación grande y alargada, unas ventanas pequeñas arriba, y ella, con su moño siempre; lo recuerdo en colores
grises, y el blanco de las tizas. Estaba muy cerca de casa y había muchos niños y niñas; yo tenía que ser muy pequeña. Luego ya pasé al Colegio de las Dominicas, de donde tengo infinidad de recuerdos, de las cosas que más me gustaban, repitiendo y señalando en la clase de la madre Sto. Domingo, mi pasión por los mapas, la Geografía, los ríos, las cordilleras,…; realmente me imaginaba que algún día podría viajar mucho; y el teatro, todas y cada una de las obras de teatro; hice de consejera, de bruja, de enanito saltarín, de narradora, de Caperucita Roja, de Pedro y el lobo, teatro leído y los músicos de Bremen; las clases de Dibujo de Don Manuel, las Matemáticas con sor Amparo, aunque luego de mayor ya no me gustaron tanto. Los cuentos, leer, jugar a la comba, podíamos pasarnos horas y horas, al látigo (con el uniforme y todo conseguíamos remangar la falda y que no fuera un impedimento para saltar muchísimo), al clavo incluso, al tejo, todo eso me gustaba muchísimo, me encantaba cantar en el coro, y bailar el Vito, y tocaba en la rondalla con don Eduardo, la bandurria y la pandereta, y cantaba todo lo que hiciera falta dirigida por sor Juana, e iba a clase de flamenco a la casa de mi amiga Mercedes. Éramos muy bailaoras, actuamos en el Colegio, y la maestra, La Paca, era muy buena. La primera Comunión la hice realmente pequeña, para coincidir con uno de mis hermanos que era un poco más mayor, pero sí que recuerdo que yo quería hacerla en mi Colegio y con mis compañeras, pero mis padres querían que la hiciera con mi hermano, y eso recuerdo que me entristeció, bueno, creo en realidad que me contrarió bastante, aunque era una mocosa y no me hicieron ni caso. La hicimos en la Parroquia de la Encarnación, y con otros dos primos míos, así luego la celebramos los 4, con todos mis hermanos, más primos y amiguitos. Recuerdo, eso sí, que hubo chocolate y que jugamos mucho, y que la falda del vestido se quedó muy sucia, pero nadie me regañó… Recuerdo mi infancia feliz, fui muy afortunada, estuve rodeada de cariño, entre la Naturaleza, el cole, los cuentos, la gran familia y la calle. A veces me pongo triste por la ausencia de tantos seres queridos, entre los que se
encuentran, cómo no, mis padres, pero están ahí, me acompañan siempre, tengo el alma impregnada de sus sonrisas y de sus voces, y de su ternura infinita. De pronto pienso en ellos y me inunda una paz que me recuerda cómo marcaron mi vida y lo agradecida que les estoy, para siempre...
(Teníamos que escribir no más de 900 palabras y ya me he pasado).
(Pilar Carrasco Rodríguez, 2021)
VIAJE A MI INFANCIA
INMACULADA LÓPEZ PÉREZ
Engullida por la inercia de cada día, sin darle el valor que realmente tiene al tiempo, comprendo lo relativo de este. He vivido más de lo que me queda por delante, aunque a mí me parezca que siempre he estado así, en el punto en que ahora me encuentro. Es cierto que mi edad cronológica y mi edad mental, la que siento realmente como mía, no llegan a encontrarse… Yo siempre seré la que mira desde dentro la vida hacia afuera, como asomada a una ventana, viendo la vida pasar…, con personas que van, vienen…, algunas sin significar nada, solo están ahí como un elemento más del decorado de esta obra que es la vida. Paisajes que van cambiando, diferentes actos. Cuando miro hacia atrás no alcanzo a llegar al primer recuerdo, a lo más lejano que tengo, mi infancia. Conservo retazos que, como flases discontinuos, llegan a conformar parte de un guion, el de mi vida. Aunque éramos 4 hermanos y yo ocupaba el número 3, fui durante mucho tiempo la pequeña; de hecho para mis dos hermanos mayores (Chelo y Peri) siempre fui la hermana menor, ya que cuando nació Carlos, el último de los 4, mis hermanos mayores se habían emancipado. Crecí en Armilla, muy cerca de Granada, aunque cuando era pequeña no estaba tan cerca como ahora; recuerdo que había tramos de carretera en la que no había casas y sí árboles con los troncos pintados de blanco, y hasta me acuerdo de un tranvía, el cual cogíamos para ir a Gabia, el pueblo natal de mi padre, y también recuerdo a mi madre diciéndome: “Inma, no te duermas, que estamos llegando”.En aquella época, el viaje

podría durar 15 o 20 minutos, con sus paradas, no sabría decir… ¡Es tan relativo el tiempo cuando se mira con los ojos de un niño! Me embarga un sentimiento de morriña increíble, echo en falta, y de ahí la morriña, la figura de los abuelos. Mi abuela materna falleció con 47 años, por lo que no pude conocerla; mi abuelo, su viudo, era un hombre muy recto y disciplinado al que temíamos por su carácter, aunque es cierto que me gustaba oírle contar historias de sus tiempos mozos, y de los libros que tanto le gustaba leer. Mi padre fue adoptado; su madre, cuando enviudó se trasladó a Alicante con dos de sus hijas, por lo que la vi en pocas ocasiones, no más de 3 veces en toda mi vida y, además, murió siendo yo adolescente, por lo que el contacto con ella fue casi nulo. Me ha venido a la mente un recuerdo del que ahora me río, pero que en aquellos momentos me enfadaba muchísimo, pensando que nadie me creía. Los hermanos adoptivos de mi padre no tenían los mismos apellidos y nunca llegué a comprender por qué; mi madre, cuando empecé a hacer preguntas, me explicó que cuando la cigüeña llevaba a mi padre a su casa, se le partió el pico y cayó en una acequia vacía que estaba situada frente al hospicio donde, posteriormente, sería acogido y entregado en adopción, y en el que curiosamente mi madre trabajó más de 30 años, hasta que fue cerrado. Cada vez que contaba esta historia de mi padre recuerdo, sobre todo, que fueron los años de mi internado en Granada, en un colegio de religiosas cercano a Plaza Nueva. Todas las compañeras de mesa o de juegos se reían sin parar, con mi consiguiente indignación, pues ¡me lo había dicho mi madre! ¿Cómo aquellas niñas podían ser tan tremendamente tontas y no creer la historia? Con el tiempo, no hizo falta que nadie me explicara más…Esa figura tan entrañable de los abuelos es una pieza del puzle de mi vida que falta. Mi abuelo materno, al que

llamábamos papa Luis, vivía en una casa anexa a la nuestra; casi lo agradecíamos, por lo que dije de su carácter serio. De hecho, mi madre, siempre que entraba a su casa, si tenía algún rastro de maquillaje se lo quitaba dándose restregones con las manos para no aparecer pintada delante de él, no podíamos ni pintarnos las uñas, jamás llegué a entender el porqué. Sí tengo buenos recuerdos de sentarme delante de la chimenea y quedarme embobada viendo las figuras de animales que él creaba con piñas; ¡también con plastilina era un artista! En lo que ahora es Loma Linda tenía una huerta, con árboles frutales, hortalizas, verduras y, lo mejor de todo, ¡una cabaña! Él la utilizaba para dormir en época en que estaba la huerta dando los mejores frutos, para guardarla de los amigos de lo ajeno. Era toda una aventura pasar allí una noche, tirada en el colchón que había dentro de la cabaña, o sentada en la más absoluta oscuridad, mirando hacia el cielo y observando cómo dormía la ciudad bajo nuestros pies. ¡Era grandioso, simplemente espectacular! Eso sí, por la mañana veíamos toda clase de bichos andando por el colchón. Quizás él hizo que se despertara en mí el amor a viajar; me enseñaba libros de lugares lejanos y recuerdo una vez una imagen a doble página del Machu Pichu; yo le pregunté que dónde estaba eso y me respondió : “Muy lejos, ahí no puedes ir”.Debo decir que muchos años después, cuando él ya había fallecido, puse mis pies en el santuario, y la primera persona que se me vino a la cabeza fue papa Luis, y allí, en algún recoveco hay una foto de mi abuelo… ¡Y las navidades eran tan diferentes! Mis tíos y mis primos que vivían en Madrid venían a casa por Navidad. Los preparativos eran mágicos, colchones por todas partes, gente por aquí y por allí… Después íbamos
todos andando hasta la huerta. ¡Cuántos buenos recuerdos conservo de aquella huerta, hoy llena de chalets alineados unos al lado de otros! A veces pienso si no sería aquello un sueño, una ilusión mía. Íbamos con cubos para llenarlos de musgo, piedras, pinchos…, y montar un Nacimiento que a mí me parecía enorme, precioso. ¡Con qué mimo lo preparaba todo mi madre! Recuerdo a todos recortando las estrellas en papel de aluminio. Y la misa del gallo, el aguinaldo, los villancicos. Es una de las cosas que echo de menos, vivíamos la Navidad como algo mágico, grandioso, te sentías bien contigo mismo y con el mundo. El día de San Miguel, el 29 de septiembre, era una fecha también importante. Era el patrón del pueblo y eso significaba vestido nuevo, columpios y algún día sin colegio. El pueblo se engalanaba para homenajear a su patrón. Un acontecimiento importante fue, sin duda, mi primera comunión; en aquella época se hacía muy pronto, yo tenía 6 años y recuerdo los preparativos, el aprenderme como un papagallo para recitar del tirón “la misa”, con todas las respuestas que había que decir al sacerdote, en este caso, al padre Cirilo (un hombre de mediana edad, aunque a mí me parecía muy mayor, con grandes entradas, incluso puede que calvo, con gafas y carácter afable), las simulaciones de confesión, los pecadillos, todos veniales, que una cría de 6 años podía cometer…, el miedo al infierno y al demonio que, por supuesto, todo lo veía, ¡hasta me leía el pensamiento! Y llegó el gran día, el vestido era prestado, pues mi madre decía que para un día no merecía la pena gastarse un dineral; era de una de mis primas y fue pasando de una a otra. A mí, por supuesto, me daba igual, ¡era tan bonito!

Me sentiría como una princesa por todo un día; lo que no me gustaba era el dichoso “casquete” con un velo. Yo, por supuesto, quería una corona como princesa que quería ser, estas no llevaban casquetes ni tonterías de esas…No hubo forma de convencer a mi madre y me puse el casquete; tampoco me hicieron un moño como yo quería, tuve que conformarme con dos coletas y tirabuzones… (Para la foto sí me puse por unos instantes la ansiada corona). Mi abuelo me prestó su cruz de oro, y mis padrinos me regalaron los pendientes. Lo único que estrené aparte de los pendientes fue la ropa interior y los zapatos. La primera comunión la hice en un colegio de dominicas que había en Armilla frente a la base aérea y que pertenecía al término municipal de Ogíjares.

La iglesia era muy bonita, estaba decorada primorosamente con ramilletes de flores blancas; en el convento de al lado había monjas de clausura, eran pocas y muy mayores, tenían una voz angelical y para la ocasión,
desde el coro situado en la parte alta de la capilla y tras una celosía de madera en la que solo se intuían las figuras, deleitaron a todos con sus cantos. Ponía la carne de gallina. Grabada tengo la canción que se entonó en el momento más importante de la misa: la comunión; sonó el Gloria, Gloria, Aleluya, y la verdad, aún recuerdo lo bonito del momento. Después, tras la misa, los niños que habíamos recibido a Cristo por primera vez y nuestros respectivos padres subimos a la planta alta del colegio, a un comedor al que normalmente no podíamos acceder, de ahí lo emocionante del momento. Se sirvió chocolate caliente y dulces variados que nos supieron a gloria. Una vez que terminamos la chocolatada, cada uno se fue a su casa donde sí se celebró con la familia. Recuerdo, y es curioso cómo se agolpan las reminiscencias, sacos llenos de bocadillos pequeños en el patio de casa, de esos que se usaban en las celebraciones, rellenos de salchichón, chorizo, queso,…También había sangría para los adultos y Coca-Cola y Fanta para los niños. Fue un día bonito, sin duda, porque no solo ya podía comulgar los domingos, como los mayores, es que ese día recibí muchos regalos. Lo que más me gustó, por supuesto, fue la Nancy de primera comunión, ¡una pasada de bonita! También me agobiaba un poco el sentido de responsabilidad, pues ahora, si pecaba, iría al infierno de cabeza; antes eso no me preocupaba tanto, pero ahora era más serio el tema. Sin saber por qué y creyendo que estaba olvidada, ha venido a mi mente la “biciburra”, una bicicleta enorme con un incómodo hierro en medio que era de mi padre. Puesto que ningún año los Reyes magos, en los que creía fervientemente, tenían el detalle de traerme una bici, decidí que tenía que echarle valor, subirme encima de la de mi padre y domesticarla como si de un caballo salvaje se tratara. ¡Cuántos paseos por el campo dimos aquel magnifico potrillo y yo, porque para mí era eso! Como un recuerdo muy lejano está Chica, la borriquilla que tuvo mi abuelo y en la que alguna vez fui a la huerta subida a su lomo. También recuerdo a mis queridos perros, primero Trompi, que murió de viejo, y creció conmigo prácticamente, y Terri, un pastor alemán que hizo polvo mi
querida Nancy de primera comunión y, como castigo, le colgué una bolsa llena de piedras del hocico… Era demasiado bueno y no intentó morderme. De pequeña me encantaba disfrazarme con cualquier cosa. Recuerdo una vez coger unas medias de una de mis primas mayores (estaba en su casa un verano) y un nido con brillantitos con pajarillos dentro me lo coloqué en la cabeza, sujetándomelo con las medias; me tumbé en la escalera diciendo que era la princesa “Medias Nido” y contaba una historia desgarradora, mientras los habitantes de la casa subían por las escaleras pensando que se me había ido la cabeza… Solía hacerlo mucho, mi imaginación servía para transportarme a lugares increíbles y vivir situaciones, a veces descabelladas. Sin duda, la imaginación fue la mejor compañera durante mi infancia, me hacía vivir intensamente los juegos de policías y ladrones, creerme las historias que mi padre de vez en cuando me contaba y, sobre todo, montarme la película de cómo sería mi vida cuando fuese mayor. He mencionado el internado, hecho que sin duda me marcó bastante, y aunque mis padres lo hacían pensando que era lo mejor para mí, solo quería volver a mi casa; no recuerdo los años que tenía, sé que estuve 2 que para mí fueron eternos… Lo único que recuerdo, que fue después de la primera comunión. Es curioso que lo que tengo son retazos de historias, de momentos, pero me cuesta darles continuidad en el tiempo. Recuerdo que antes nevaba más; cuando lo hacía, mi hermano, el que es mayor que yo, en un trineo que él mismo se había construido, me paseaba por todo el pueblo, tirando de mí y yo, tan feliz deslizándome por las cuestas nevadas. Además, mi madre preparaba helado en la nieve dentro de una lechera metálica, la misma que usábamos para ir a por la leche a casa de Manuel, “Manolico el de las cabras”. Cuando estas parían nos regalaban el calostro, que era todo un manjar; mi madre lo hervía y nos lo devorábamos a cucharadas. ¡Estaba delicioso!
¡Y cómo no, en verano, bajar a la playa era toda una aventura! En casa no teníamos coche, así que o lo hacíamos en autobús, todo un suplicio por los caracolillos de Vélez con las vomiteras de la mitad del pasaje, o se juntaban varios coches de vecinos y nos metíamos 6 o 7 personas ¡o más! en cada vehículo. La noche anterior me acostaba nerviosa y no dormía pensando en el día de playa, que por supuesto apurábamos al máximo. Cargábamos con las tortillas de patatas, embutidos, fruta, casi siempre sandía o melón…, manjares que en el mar aumentaban considerablemente su sabor y resultaban más apetecibles. Volvíamos quemados como cangrejos y agotados. Como sonido de fondo, recuerdo el rugir de las viejas Bücker, las avionetas de adiestramiento que había en la base aérea; me quedaba embobada mirando al cielo y disfrutando de las piruetas y acrobacias que dibujaban; no entendía cómo no se caían los hombrecillos que las pilotaban al ponerse boca abajo. Alguna noche soñaba con ellas: recuerdo con mucha claridad ver una aterrizar en mi plaza y bajarse un hombre vestido de negro. La casa donde crecí era una casa grande, con dos plantas, un patio y varias terrazas. Tenía la amplitud suficiente para revolotear como un pajarillo en semilibertad. Se me viene a la memoria el hueco de la escalera, el cual aprovecharon poniendo una puerta y así servía de almacén cuando mi padre recogía patatas o cualquier otra cosa del terreno que tenía. Los días de tormenta, mi madre nos metía allí a mis hermanos y a mí para refugiarnos, era donde más seguros nos sentíamos. Por las noches yo soñaba, porque supongo que eran sueños, que yo bajaba sola cuando no había tormenta y allí sucedían cosas extraordinarias, me encontraba todos los juguetes que más me gustaban, después los dejaba allí y volvía a la noche siguiente. El hueco de la escalera era mágico, sin duda, y ese era mi secreto. Recuerdo las interminables tardes jugando en la calle, una vez que tenía los deberes hechos, claro, alguna que otra clase de solfeo, los talleres
para aprender a bordar, ya esto un poco más mayor, los boy scouts, sin duda mis mejores recuerdos, ya casi con la adolescencia pidiendo paso. Qué buen ejercicio y qué sano para la mente echar la vista atrás y comprobar que a pesar de haber carecido de muchas cosas, disfrutaba enormemente de todo. Ha sido un recorrido fugaz de mi mente por olores: las patatas que se asaban en la estufa de leña; sabores: las gachas de niño chico, las tortitas de harina,…; sonidos: mi madre llamándonos para comer, el canario que nos deleitaba con su canto. Y en este punto, en el que se me han agolpado recuerdos que han ido pasando como una película a cámara rápida, muy rápida, la añoranza se vuelve tristeza, una tristeza inmensa que da paso a la sensación de vacío, y una punzada me estremece el corazón, sobre todo por aquellos que ya no están, especialmente por esa persona tan importante en mi vida y a la que mi admiración crece con cada día que pasa, a la vez que la pena de no tenerla desde hace tanto tiempo: por mi madre. Va por ti, Pepa, por transmitirme esa chispa, esas ganas de vivir, ese reírte de la vida en su cara aunque te esté poniendo la zancadilla. Como alguien dijo muy sabiamente: “Tu madre te lleva 9 mesesen su vientre y tú la llevas toda la vida en el corazón” .
(Inmaculada López Pérez, 2021)
Recuerdos de mi Primera Comunión
SACRAMENTO FERNÁNDEZ JUÁREZ

Al llegar la primavera vienen los días más largos, la luz, el color y se nos alegran los corazones, y llegando el mes de mayo empiezan las primeras comuniones, la ilusión y alegría de los niños y niñas que llevan ya un tiempo preparándose para ello. Este año mi nieta hace la primera comunión, ella está muy ilusionada, asiste a la catequesis para prepararse, también a la prueba del vestido, que se lo están haciendo a su medida, y preparando todo. Me da un poco de pena por no poder vivir algunos momentos con ella, pues por culpa de la pandemia, como ellos viven en otra provincia, ni ellos pueden venir y claro está, nosotros tampoco podemos ir. Pero, según van las cosas, parece que para el día de la comunión ya sí podremos pasar la provincia.
Y esto me ha hecho evocar los recuerdos de mi infancia, he buscado la foto de mi primera comunión y, mirándola me han venido a la memoria escenas de aquellos días junto con mis padres, mi hermano y mi hermana. Cuando yo hice la primera comunión no había que ir a catequesis. En la escuela, en la clase de religión, aprendíamos el catecismo, la maestra nos daba la clase. Aprendíamos muy bien todas las oraciones, los mandamientos y todo lo relacionado con Jesús y el Espíritu Santo. Unos días antes ensayábamos para confesar y comulgar, confesábamos en la tarde del día anterior, y el día de la comunión teníamos que estar sin comer por lo menos tres horas antes de comulgar. En mi pueblo la misa era en una ermita pequeña, pero el día de la comunión, como iba más gente por ser un día especial se hacía en un almacén donde se vendían las hortalizas, que para ese día se adornaba muy bonito. Me acuerdo que el cura se llamaba don Jaime. Para comprar el vestido, como en mi pueblo no hay tiendas, un día nos montamos en la Alsina mi madre, mi hermana que era más pequeña y yo. Vinimos a Motril, mi madre compró la tela, no recuerdo si fue en Víctor o en el Telar, y nos quedamos todo el día en casa de un tío de mi madre que vivía aquí en Motril. Una hija era modista, y nos llevamos el vestido medio confeccionado. Luego lo terminó mi madre, que también era modista, pero era de ropa de caballero. También me compró los demás complementos como el bolsito, el rosario que todavía conservo, los zapatos, los guantes, el velo…; en fin, todo lo relacionado con ese día. Y me imagino que todo con mucho sacrificio, porque la economía no era muy abundante, aunque gracias a Dios y a mi padre, que era la persona más trabajadora que he conocido, y la buena administración de mi madre, nunca nos faltó de nada. No sé si ese día, o volvimos otra vez, también me hicieron los
recordatorios. Las fotos nos las hizo un fotógrafo que venía de Albuñol el mismo día de la comunión para hacer las instantáneas a todos los niños y niñas. El peinado, nada especial, pues me peinó mi madre como todos los días, éramos niñas y no hacía falta tanta peluquería ni nada de eso. Aunque no es que me parezca mal, porque yo llevé a mi hija para que la peinaran el día de la comunión, pero es que eran así las cosas. La celebración en la iglesia era especial y los niños y niñas íbamos con mucha ilusión y devoción. Luego, terminada la ceremonia, visitábamos a los vecinos para que nos vieran, y nos daban una pesetilla y nos poníamos tan contentas, pues no había regalos como ahora. Llevábamos más la ilusión de comulgar para no tener pecados, que era lo que nos inculcaban en nuestra pequeña mente de ocho años. Después, en casa se mataba el mejor gallo y comíamos arroz, eso se hacía en los días más señalados y era una fiesta. No es que me acuerde bien de todo, pero lo que me queda es bueno. Por eso me hace ilusión escribir esto, por si algún día lo leen mis nietos.
(Sacramento FernándezJuárez, 2021)
Mi Primera Comunión
FRANCISCA GARCÍA MOYA

El primer recuerdo que tengo de la comunión fue ver a mi hermana probarse el vestido subida en una mesa, para que la modista pudiera verla mejor. A mí por esas fechas mi hermana me parecía una princesa, entonces yo tenía 4 años. De mi primera comunión tengo buenos recuerdos, tenía muchas ganas de hacerla, como todas la niñas, por la ilusión de ponerme el vestido, aunque era de mi hermana. Mi madre me decía que estaba aún más bonito porque lo llevó a las monjas nazarenas y allí lo plancharon y almidonaron, y la verdad es que viendo las fotos, quedaba más bonito. La comunión la hice estando en el colegio Virgen de la Cabeza. Allí conocí a una niña y nos hicimos muy amigas; se llamaba y se llama Mari Trini. La comunión la hice en la iglesia de la Encarnación, allí nos dieron la catequesis.
Y llegó el día tan esperado, el 31 de mayo de 1961. La peluquera fue a mi casa a peinarme y me hizo un moño. El tocado que me puso era de ella, que se había casado recientemente, por no ponerme el de mi hermana. Mi maestra, que está en la foto, es Doña María Hens, y nos puso juntas a Mari Trini y a mí. El sacerdote era don Salvador Huertas.
El día no nos acompañó mucho, pues llegando a la iglesia empezó a llover y tuvimos que salir corriendo para no mojarnos. Después de la iglesia fuimos de nuevo al colegio y nos dieron una taza de chocolate y creo que magdalenas o bizcocho. Mi padre no pudo acompañarme porque tenía que trabajar. A partir del mediodía dejó de llover y por aquella época era costumbre ir a casa de los familiares para que nos vieran y nos ponían en el bolsito algo de dinero, lo que ellos podían; las vecinas fueron a casa a verme. El libro que hay en la columna de la foto era mío y el niño Jesús era del fotógrafo, que se llamaba Marcelino. Cuando pasé al Garvayo Dinelli, mi amiga también se cambió de colegio. Una vez terminado el colegio nos veíamos de tarde en tarde. Pero,

casualidad de la vida, cuando me fui a casar me llevé una sorpresa: teníamos que ir al juzgado tres días antes para la boda civil y allí estaba mi amiga Mari Trini y su novio, y como no sabíamos que teníamos que llevar dos testigos, ellos fueron nuestros testigos y nosotros de ellos. Nosotros nos casamos el sábado y ellos, el domingo. Aunque nos vemos poco, nos da mucha alegría cuando lo hacemos, y nos contamos cómo vamos y echamos un rato juntas, así que tengo buenos recuerdos de la comunión.
(FranciscaGarcía Moya, 2021)
Mi Primera Comunión
PILAR MESA RUBIÑO

Se acercaba el mes de mayo de 1954, yo estaba a punto de cumplir siete años. Aquel mes de mayo era para mí muy especial, en ese mes iba a hacer mi primera comunión. Yo esperaba ese día muy ilusionada, era para mí un acontecimiento muy importante. Para ese acto nos preparaban en el colegio; cada tarde, alguna alumna de las más mayores (todas estábamos en la misma clase) recibía instrucciones de la maestra para darnos clase de catecismo; nos enseñaba a rezar las principales oraciones del cristiano y nos leía historias sobre el Niño Jesús y la Virgen María. Varios días antes de esa fecha (8-5-54), mi madre, con la ayuda de una vecina, cada tarde se dedicaba a confeccionar mi vestido. Yo jugaba en el patio de la casa con amigas, pero estaba atenta por si me llamaba para
probármelo. ¡Qué ilusión me hacía verme con mi vestido blanco! ¡Me parecía el vestido más bonito del mundo! Por fin llegó el día tan esperado. Esa mañana todos iban de un lado para otro, poniéndose sus mejores trajes para la ceremonia. A mí me vistió mi madre a última hora por temor a que me manchara el vestido. Ya vestida, mi madre me puso una diadema de pequeñas flores blancas sobre mi pelo ondulado; en las manos llevaba guantes blancos y un libro con la portada anacarada con un grabado del Niño Jesús. También llevaba un rosario de perlas blancas enrollado en la muñeca. Del cinturón del vestido colgaba un bolsito de la misma tela; después explico para lo que era dicho bolso. Para ir a la iglesia, todas las niñas que hacíamos ese día la primera comunión, salíamos desde el colegio, íbamos en doble fila cogidas de la mano. Toda la gente nos miraba; a mí me daba vergüenza, pero me sentía feliz. En la iglesia nos esperaban nuestras familias; mi corazón saltaba de emoción. Todo el altar estaba lleno de flores con las que nuestras madres se habían encargado de arreglarlo; todo era muy bonito. Las niñas del coro cantaban con alegría. Una vez finalizada la ceremonia volvíamos al colegio con el mismo orden que habíamos salido. Allí nos esperaban las alumnas mayores junto a la maestra para obsequiarnos con un desayuno especial para ese día. Habían preparado una canasta de mimbre de gran tamaño, protegida con un mantel blanco, y de la cual rebosaban ricos bollos de aceite con azúcar y tabletas de chocolate. Después de haber desayunado con las compañeras, mis padres me recogieron para ir a casa, donde me esperaba la familia para desayunar todos juntos. Me venía bien desayunar dos veces, ya que para ir a comulgar había que estar totalmente en ayunas. Una vez finalizada la reunión familiar, era costumbre que la niña que había comulgado por primera vez visitara a los vecinos para que la vieran vestida para su primera comunión. Los vecinos le daban dinero como regalo por haber ido a verlos, para eso era el bolsito que mencioné
anteriormente. Mi madre me advirtió que no estaba bien mirar el dinero que te daban, que lo metiera en el bolsito sin mirar. Recuerdo que si algún familiar te daba un billete de cinco pesetas, era un buen regalo. Podía contar muchas más cosas de aquel día, pero se alargaría mi escrito. Estoy segura de que habré olvidado cosas importantes de aquella fecha, pero hace ya mucho tiempo. Sí puedo asegurar que fue uno de los días más felices de mi vida.
(Pilar Mesa Rubiño, 2021)
Recuerdos de mi Primera Comunión
Mª TERESA MARTÍN GONZÁLEZ
Hay recuerdos que, a pesar de que hayan transcurrido muchos años, están tan arraigados en tu mente que puedes sentir hasta las sensaciones que experimentabas en esos momentos, o al menos, eso me ocurre a mí. Mi primera comunión fue para mí una experiencia más bien triste; mucho antes de que llegara el momento, mi madre me había dejado bien claro que no habría ni vestido blanco ni celebración, que para recibir a Dios no hacía falta tanta algarabía, que bastaba con ir limpia de cuerpo y de corazón, y que tampoco hacía falta ninguna fecha especial, cualquier día era bueno. Aunque yo ya me había conformado, eso no quita que al acercarse el mes de mayo me sintiera triste, avergonzada y algo marginada, más cuando las otras niñas no dejaban de hablar de sus preciosos vestidos y de los peinados con tirabuzones que les iban a hacer y, además, me miraban con cierto desdén, como si yo estuviera haciendo algo terrible a los ojos de Dios. Recibí la comunión un día cualquiera de la semana, no recuerdo cuál. El día anterior me había confesado y el sacerdote me absolvió de todos mis pecados. Tengo que reconocer que yo estaba muy enojada con mi madre, tanto que llegué a desear tener otra madre. Aquello generaba en mí un sentimiento de culpa que me hacía sentir muy mal. Así que cuando todo pasó, sentí un alivio y una paz inmensa. Aún hoy, cuando rememoro este acontecimiento, siento dolor y tristeza, aunque comprendo qué llevó a mi madre a actuar así. La causa era que estaba furiosa y resentida porque a su modo de ver, Dios no la quería ya que había permitido que dos de sus hijos nacieran para sufrir.
(Mª Teresa MartínGonzález, 2021)
Recuerdos de mi Primera Comunión
DOLORES CAMACHO GUERRERO

Mi primera comunión la recuerdo con mucho cariño y nostalgia, pues ha pasado una vida sobre mi persona y entiendo que sea así, pero ha pasado muy rápido. Yo hice mi primera comunión en el colegio del Ave María (Casa Grande) sito en Cuesta del Chapiz, que pertenece al barrio de San Pedro, donde me crie. Yo tenía siete años, pero recuerdo el acontecimiento como si hubiera sido ayer mismo. Existe una capilla junto a las clases y en ella todos los domingos íbamos a misa y allí nos prepararon a mis compañeras y a mí para tomar la Comunión. Mi madre, que era modista, me confeccionó el traje que recuerdo que era la tela de piqué de seda, formando unos puntitos de bulto como la cabeza de un alfiler blanco. Fue muy elaborado, y digo esto porque después de mi Comunión tuvo toda la paciencia de descoserlo puntada por puntada para
confeccionarle a mi hermana Flora su vestido para el día del Señor (Corpus Cristi); era mayor que yo y tenía que lucirlo. Entonces se vivía con unas economías que en estos tiempos no se entienden. Había que mirar muy bien por una peseta. Mi madre, junto con mi abuela, prepararon unos dulces hechos por ellas para desayunar cuando llegamos del colegio, aparte del típico arroz con leche que mi abuela lo cocinaba como nadie. Solo para los que vivíamos en nuestra casa; éramos seis personas, mis tías y primos. Yo recuerdo que me pasé toda la mañana dando vueltas con mi vestido largo de vuelo, aquello era una novedad. Al día siguiente, mi madre me volvió a vestir para llevarme a la Virgen de las Angustias y, de paso, hacerme la foto en un estudio que quedaba justamente en la acera de enfrente. Fue un acontecimiento inolvidable que aún recuerdo con mucha emoción, a pesar de los años transcurridos. Esta foto fue a parar a manos de mi hermana mayor, Mª Luisa, y ella se encargó de dármela y la tengo como si se tratara de una joya; siempre estuvo en poder de mi madre hasta que falleció.
(Dolores Camacho Guerrero, 2021)



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