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En un mar de muertos por José Rodolfo Espinosa Silva

por José Rodolfo Espinosa Silva.

La inscripción está grabada con letras doradas, justo en la placa debajo de un cuadro en particular. Uno que muestra a un hombre parado junto a un faro mirando abajo hacia el océano, donde centenas de esqueletos arrastran a otro sujeto idéntico a él a las profundidades marinas.

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Dicha pintura se ubica al centro del salón de juegos de Il casinò della vita. La contemplo por unos momentos, como esperando hallar alguna respuesta o que provoque una epifanía que me ayude a salir de este embrollo. Mi padre decía que un hombre con fe, vale más que uno con suerte.

Lo cierto es que tengo pocas probabilidades. Es la penúltima ronda, y sobre la mesa están dos reinas (de diamante y de corazones), un ocho de picas, y un as de tréboles. La chica a mi derecha se levanta, puedo ver el terror en sus ojos. Escucho cómo sus uñas rasgan la orilla de la mesa. Su blusa amarilla está empapada de sudor. Entonces corre. Un estruendo. Cae abatida por la bala. El crupier guarda el arma bajo la mesa.

—Su turno.—me dice.

No le atiendo. Observo el humo rojo que emana del cuerpo de la chica y flota por el salón hasta el trono de Mammón, quien abre la boca, y lo aspira.

Toma un pañuelo verde de su solapa y se limpia los labios. Viste un traje color gris oscuro, y usa mocasines negros. Su apariencia es la de un hombre rondando los cuarenta. De hecho, cuando entré, temí que se exagerase la fama del lugar. No fue hasta que vi morir a los primeros; hasta que vi como el demonio se alimentaba de sus almas y, por supuesto, hasta que vi ganar al primer jugador, que lo creí. Escuché que lleva siglos consumiendo almas, incluso se corre el rumor que le ganó el alma inmortal a un antiguo dios del mar. En Il casinò della vita las reglas son sencillas. Se apuesta todo: “Omnia aut nihil”. Sólo hay un ganador por mesa. Seis jugadores. El premio, cualquier cosa que desees. Cien millones de dólares, la mujer de tus sueños, la cura para alguna enfermedad. El demonio lo consigue para ti. Los otros cinco participantes, en cambio… Bueno, ¿quién juega esperando perder?

—Su turno.—escucho el corte de cartucho, y vuelvo a la realidad; a mi par de ochos rojos.—Voy.—respondo. Es lo único que puedo decir, es lo que dice también el anciano a mi izquierda, y la mujer que sigue de él. Porque la otra opción, la de rendirse y… nos ha quedado claro que tampoco podemos correr.

Un par sujetos en traje recogen el cuerpo de la chica. Si son demonios o humanos al servicio de Mammón, lo ignoro. ¿A dónde llevarán los cuerpos?

Los he visto retirar más de veinte cadáveres en el tiempo que llevo jugando, algunos de esos tipos regresan con el calzado y la parte inferior del pantalón mojada, será qué…

—Última ronda.—anuncia el crupier. Toma una carta, el tiempo se hace lento, pesado. Si la carta es mayor a nueve estoy perdido, lo mismo si es de color rojo. La única carta que me podría ayudar sería… ¡SÍ! Un ocho de tréboles. Casi se me sale un “Gracias a Dios”.

El hombre a la izquierda del crupier —un treintañero con gafas oscuras, quien había mostrado mucha seguridad durante toda la partida—, ahora muestra un rostro desencajado.

—Voy.—se le corta la voz.

—Voy.—dice el gordo a su izquierda. Su camisa azul rey está empapada de sudor. Usa una toallita a juego para limpiarse la frente. Seguiría la chica de amarillo. Ver su lugar vacío me hace perder la poca confianza que gané.

—Voy.—digo, quizá sean mis últimas palabras. Los siguientes jugadores van también.

—Jugador número 1, descubra sus cartas.

El hombre se quita las gafas. Puedo ver que le falta un ojo. Respira hondo antes de descubrir sus cartas. Un as de picas y un nueve de tréboles. Par de ases. Respiro aliviado.

El gordo destapa sus cartas con una sonrisa tamborileándole el rostro. Reina de picas y dos de corazones. Otro estruendo. El hombre tuerto yace en el suelo, el crupier le ha disparado en la cabeza.

Descubro mis cartas rápido. Al ver mi póker de ochos, el gordo mira al crupier como suplicando misericordia. Recibe un disparo por la espalda. Uno de los hombres de traje acaba con su vida.

El anciano da vuelta a sus cartas con una lentitud que me hace temer por mi vida.

Pero, una vez reveladas, el miedo es remplazado por lastima. Él nos contó, antes de empezar, que su hija tenía cáncer, nos suplicó que le dejásemos ganar. Aparté la mirada, justo como ahora. Quizá eso sintió mi padre al perder hace veinte años. No lo sé. Pero si esa chica tiene un hermano, él sentirá lo mismo que yo cuando Matilde murió, y papá no regresó.

Sólo quedamos dos. La mujer de negro y yo. Será algún augurio que anuncie mi funeral. Descubre sus cartas. Sonríe. Reina de tréboles, y de picas.

—Póker de reinas.—anuncia.

El crupier levanta el arma. Yo trago saliva. Dispara. La mujer cae al suelo.

—Tenemos un ganador.—anuncia el crupier— preséntate ante nuestro señor Mammón para hacer tu petición.

Mientras camino hacia el trono del demonio, comprendo lo que sucedió. Sonrío.

—¿Puedo pedir lo que quiera?

El demonio asiente con la cabeza.

—¡Que cierres este maldito lugar!, ¡que se hunda en el olvido!, ¡que jamás vuelva a existir un sitio como este!

Siento todas las miradas en mí. Los jugadores de todas las mesas se han detenido. Esperando, tal vez, que sea un chiste, o que el demonio se niegue. Pero Mammón luce molesto. Lanza un rugido que me ensordece por unos momentos. Me llevo la mano a la oreja, y descubro que sangran. Ambas. Mis ojos se cierran.

Al despertar una ola enorme viene hacia mí. Me golpea. Estoy bajo el mar. Arriba hay una luz. Nado hacia ella pero justo cuando voy a salir por aire algo me detiene. Es mi padre. Me sujeta de la pierna. Debajo de él un hombre gordo, un tuerto, el maldito anciano, la chica de amarillo, un mar de cadáveres.

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