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¿Un helado?
—¿Quién invita a quién a tomar un helado?
—Yo a ti.
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—Bueno, porque a ti te gustan los helados. Yo la verdad prefiero un whisky.
—¿Cómo sabes que me gustan los helados?
—¿Qué no comes helados cuando estás nerviosa?
—Sí… pero ahorita no estoy nerviosa. ¿Quién te dijo?
—Mis espías…
Arráncamelavida,(versióncinematográfica,2008).
Apartir de este diálogo de la versión cinematográfica de la novela de Ángeles Mastretta, comparto con ustedes algunas reflexiones sobre este sencillo, pero delicioso manjar, que es el helado. Para unos se trata de un postre, para otros es una golosina, y para algunos más un buen apaciguante del infernal calor de la temporada que comprende abril, mayo e incluso junio, (bueno, puede extenderse más allá, por aquello del calentamiento global).
La magia de esta golosina, en mi caso personal, parte de una serie de experiencias positivas, de emociones alegres y un estado de felicidad relacionada con comer helado. Como sabemos, desde las neurociencias, y con mayor precisión, desde el estudio de los procesos de la memoria, los recuerdos en nuestra conciencia se forman a partir de cada una de las experiencias vividas, sean negativas o positivas, y se anclan con fuerza a través de los estímulos que captamos del medio en el momento que recordamos; pueden ser estímulos auditivos, visuales, táctiles, olfativos o del gusto.
Por ejemplo, cada vez que como un helado napolitano, inmediatamente vienen a mí algunos recuerdos que tengo de mi abuela paterna; asocio ese sabor en específico con una imagen en la que caminábamos juntas con un pequeño recipiente e íbamos a comprar unas cuantas bolitas de ese veneno dulce. Recuerdo los cuidados de mi abuela para conmigo, su segunda nieta, una niña de apenas unos tres o cuatro años. Cada que rememoro la escena, me conmueve, y con cada año que pasa me hace llorar un poco, justo por estos días, días de abril.
Pero más allá de los sentimientos y recuerdos de lo que fue mi infancia, y que acabo de compartirles a modo de trazos de mano alzada, la neurociencia nos dice algo más sobre cómo recordamos.
Todo nuestro sistema nervioso está implicado en la formación y el almacenamiento de los distintos tipos de memoria.
Los diferentes recuerdos que tenemos están almacenados en el cerebro en forma de complejos y vastos circuitos que pueden necesitar desde unas cuantas neuronas, hasta miles o millones de ellas. Muchos de esos circuitos, especialmente los relacionados con los recuerdos semánticos, los que expresan conocimiento general sobre las cosas del mundo y los episódicos o autobiográficos, que expresan nuestras vivencias personales (como el recuerdo de mi abuela llevándome a comprar helado), se forman en estructuras cerebrales como el hipocampo y la corteza cerebral, y se quedan allí, fijos, dependiendo de su importancia o la marca que dejaron en nuestra experiencia vital.
Por otro lado, los circuitos neuronales relacionados con la memoria para nuestros hábitos o actividades, como hablar, vestirnos, nadar, tocar un instrumento, se encuentran preferentemente en estructuras como los ganglios basales, la amígdala, en el tronco del encéfalo o en la médula espinal.
Como nos indican las neurociencias, todo el sistema nervioso puede estar implicado en la formación y el almacenamiento de los distintos tipos de memoria, y por tanto de nuestros recuerdos, ya sean tan personales como los propios, o los que tengan que ver con nuestras habilidades diarias.
El sabor de nuestros recuerdos

Para ir cerrando la idea sobre nuestros recuerdos más profundos, y la manera en que se fijan en nuestra memoria, y su relación directa con elementos del entorno que ayudan a que estos se anclen, cabe añadir que, junto con los estímulos sensoriales provenientes de nuestros sentidos, es importante que el hecho que recordamos y atesoramos en nuestra memoria haya sido significativo para nuestra historia personal, es decir, emocionalmente nos haya movido y conmovido.
Por eso no es extraño que los enamorados se regalen flores, chocolates, postres o dulces; como señala una encuesta realizada por la compañía Jenny Craig, mientras se está enamorado, se incrementa el consumo de alimentos en sus diferentes formas; comer en compañía de la persona en quien depositamos nuestros afectos, se vuelve una actividad que refuerza los mecanismos de neurotransmisores en nuestro cerebro, asociados con la felicidad y el amor.
Como les he compartido, comer helado me trae recuerdos sobre mi abuela. Esa imagen está fijada en mi memoria, y difícilmente se desvanecerá.
No es decisivo lo que comemos para fijar un recuerdo en nuestros circuitos de la memoria, sino la experiencia; pasa por sumar el ambiente, las personas con las que las vivimos, y las emociones (sean positivas o negativas) que vivimos juntos.
Para mí, comer helado y recordar a mi abuela es parte de saborear de vez en vez un rico helado napolitano, pero lo verdaderamente esencial es la imagen de mi abuela a través de los años. Justo en estos días, días de abril.
