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TURISMO El turismo vivencial pág
Turismo vivencial
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POR JOSE DANIEL TRUJILLO ARCILA*
ESPECIAL PARA ENFOQUE DEL CAFE
Empezare recomendando a mis lectores, mayor cuidado frente a la publicitada oferta del turismo vivencial. Algunos no lo repetirían y, hasta amenazaran con demandar al promotor o la agencia turísticas que los llevó a esos lugares. Otros, hemos extractado de aquella experiencia, retazos de vida que nos reconfortan con la existencia que llevamos, la ciudad que nos alberga y la naturaleza que pródiga nos entrega sus frutos, el colorido de sus flores, insectos y aves, sumado a las cordilleras como marco que recrea nuestra visión diaria.
Perdidos en alguna ocasión en el desierto de la Guajira, sin saber el rumbo que llevábamos, terminamos sin agua, con el aire acondicionado del vehículo dañado y una llanta a punto de perder el último centímetro cubico de aire. La dramática experiencia que en otra oportunidad escribiré, es parte de jocosas charlas pese al aturdimiento y angustia de aquella tarde en las dunas del norte de Colombia. Queriendo llegar a Maicao después de haber salido del mágico Cabo de la Vela, mi despistado sentido de orientación, me llevó a conducir por parajes desconocidos. Descubierto el error, seguí en línea recta. Tiempo después, frente a nosotros un hermoso lugar aparecía: Estábamos en Puerto Bolívar (Bahía Portete). Devolvernos varias horas en una noche estrellada, buscando una carrilera que permite la llegada del carbón a los barcos anclaos en ese paraíso de la patria y sin el servicio de telefonía celular, hizo que durante días rememoráramos el acontecimiento.
Tiempo después, en el Amazonas, rumbo al Perú y Brasil, la “voladora” que nos conducía se varó en la mitad del río. La inmensidad del mayor torrente fluvial del mundo, la cercanía a la selva con sus micos, guacamayas, el mito de las anacondas y la temidas pirañas, hicieron mella en nuestro aventurero espíritu en búsqueda de fotografías. Ni siquiera el recuerdo de los pequeños monos en nuestra cabeza, espalda y hombros en pos de un banano, bello espectáculo en la isla que lleva el nombre de aquellos primates o, el milagro de los defines rozados en el lago de Tarapoto, hicieron posible que miráramos aquella contingencia como una manera de esquivar las dificultades o como prueba de los males que padecen aquellos que habitan los selváticos parajes. Bien recuerdo que uno de nuestros acompañantes, contestó su teléfono celu-

lar y pronto colgó. Su cara denotaba enojo. Su mujer en la capital de la República, no quiso creerle que estaba varado en la inmensidad de aquel mar de agua dulce. A mí me creyeron pues la dueña de todo mi tiempo me acompañaba.
La oferta turística decía: “Turismo vivencial. Lago Titicaca. Visita a la Isla flotante de los Uros. Isla Amantaní. Intégrese con las comunidades indígenas. Pase una noche en casa de estos, conozca y disfrute sus costumbres”. Sugestiva resultaba la invitación. La aceptamos de inmediato.
Acostumbrado a curiosear, no se me ocurrió averiguar dónde quedaban los sitios anunciados, mucho menos, las costumbres del lugar. Tampoco imaginé la altura a la que estaríamos. La tragedia empezaba. Las experiencias tendrían todos los matices, desde la angustia cósmica, hasta ser casi obligados a bailar milenarios sones, vestidos con coloridos y adornados trajes, a la usanza de la comunidad anfitriona.
Salimos del Puerto de Puno. Nos fue recomendado llevarles a las familias que nos albergarían, arroz, azúcar y mecato para los niños. Ellos -los nativos- agradecen estos gestos de generosidad, fue advertido.
Puno es la ciudad peruana más importante sobre el Lago Titicaca, llamado por Uros, Quechuas y Aymaras “Titijaja”. El puerto ubicado a 3.810 metros sobre el nivel del mar se alza en sus laderas habitadas hasta 4.050 metros. El espejo de agua a sus pies es el lago navegable más alto del mundo y el número dieciocho en extensión en todo el orbe.
Un pequeño barco nos llevó a la Isla flotante de los Uros, pequeño e interesante hábitat construido y desarrollado con la acuática planta de la “Totora”, junco que los nativos cortan y sirve de piso en la isla, material para construir sus viviendas, embarcaciones y hasta de alimento.
Impresiona caminar sobre una cama de juncos. Encontramos varias familias Uros con sus coloridos trajes, dedicados a la confección y venta de artesanías y por supuesto a prodigar el placer a los turistas de montar en aquellos sugestivos caballitos de transporte elaborados con la Totora. Toda una experiencia fantástica.
Seguimos a nuestro destino final. Amantaní, isla habitada antes de la presencia de europeos en América, nos esperaba con su propuesta de “turismo vivencial”. Empieza a tejerse una historia.
El Capitán del pequeño barco anunció la pronta llegada. Avistamos un montículo en la inmensidad del Lago Titicaca parte Perú, al fondo una cadena de nevados nos lleva a preguntar si podemos llegar hasta allí. Esa cordillera nos responde, pertenece a Bolivia, llegar cerca de las cumbres blancas llevará a la embarcación unas veinte horas. Total el fondo impoluto se convirtió en grato espejismo.
El pequeño puerto nos recibe. Una decena de nativos espera. Somos informados que cada uno de ellos nos llevará a su casa, donde dormiremos y consumiremos sus ancestrales alimentos. Ninguna preocupación nos asiste. Decenas de ovejas beben agua del Titicaca.
Amantaní está ubicada a 3.810 me-

tros sobre el nivel del mar. La playa tiene poco de ancha y las casas están construidas sobre una regular pendiente, que a nosotros se nos antoja ser una dura falda. La cima de la isla está a 4.150 metros, es decir se asciende trescientos veinte metros. Rogamos porque nuestra temporal y nueva residencia no quede muy arriba. Algunos de los compañeros empiezan a quejarse de la altura y del llamado “Soroche” o mal de montaña, falta de oxígeno en el organismo llamada hipoxia por la ciencia médica.
El responsable de organizar el turismo vivencial, lista en mano, va asignado familias, cada una de ellas tendrá una vez al mes la responsabilidad de recibir turistas, a cambio recibirán una retribución debiendo cumplir con unas reglas mínimas.
Nuestra anfitriona, Carmen, amablemente nos extiende su mano, busca ayudarnos con los morrales e indica que la sigamos. El ascenso es difícil así la cuesta no esté muy empinada. Debemos seguirle el paso y ella, acostumbrada a la situación detiene su andar a cada momento.
Entre sencillas casas, algunas luciendo paneles solares y tanques de agua, nos fuimos acercando al transitorio alojamiento. A esa altura el día se acorta. Un bello atardecer anuncia a las cuatro y media de la tarde la pronta llegada de la noche.
Sorteado el camino, subiendo pequeñas tapias de piedra, llegamos al albergue. La familia nos recibe. La construcción es de dos pisos, se nos antoja frágil. Los pisos en tabla dejan ver por sus amplias fisuras la parte de abajo. Alrededor muy florecidas algunas plantas que aquí llamamos “coquetas”. El “pasamano” de la escalera anuncia su pronto derrumbe. Una batería sanitaria es mostrada como símbolo de orgullo. Arriba, en el cuarto asignado nos esperará una bacinilla que nuestros campesinos llamaron “mica”. La razón, la temperatura en la noche baja a cero grados y un poco más.
Pronto la oscuridad invade el lugar, anunciándonos los anfitriones que la carga de la pequeña celda solar durará menos de una hora.
El cuarto es pequeño, demasiado sencillo y ha sido hospedaje de “gringos”, canadienses, ingleses y franceses. Algunos de ellos han repetido la experiencia volviendo al lugar. A nosotros se nos antoja pensar que una sola vez, es demasiado.
Con la noche llega un cielo estrellado, casi que a esa altura se pueden coger con las manos los habitantes del firmamento. Llamados al humilde comedor, debemos prepararnos para ingerir el alimento. Una rudimentaria mesa y sobre ella, dos platos, uno contiene hojas de coca y el otro, ramas de una planta de la zona, ambas son aromáticas dice Carmen. La bombilla eléctrica empieza a mostrar el agotamiento de la planta solar.
Papa y una serie de tubérculos desconocidos, hacen parte del festín gastronómico. La carne está ausente, no sacrifican los pocos ovejos que poseen dado que necesitan su lana. Las aves de corral son cultivadas para venderlas en el curioso mercado que a orillas del lago, se produce todos los sábados. Otro plato llega a nuestra mesa, parece ser un laja de pescado muy blanco y sin grasa; al probarlo descubrimos se trata de queso salado y asado. Los alimentos no saben mal. Al otro día descubriríamos el lugar de preparación. De haberlo sabido no hubiésemos ingerido cucharada alguna. La cocina a nuestro juicio raya con elementales normas de higiene. Un viejo fogón de kerosene de dos puestos muestra no haber conocido aseo en mucho tiempo, su deterioro anuncia reemplazo inmediato.
No fue posible dormir a tal altura. La presión atmosférica impide un reposo tranquilo. Nos angustia llegue a nuestros cuerpos una dolencia estomacal, un dolor de muela. A pesar de las pesadas cobijas elaboradas con lana de alpacas, vicuñas, guanacos y ovejas, el frio ingresa a nuestros huesos. La noche se torna larga, demasiado larga.
El amanecer nos reconforta con el lugar. El lago recibe los rayos del sol y el paisaje regala una de esas postales que quedarán grabadas para siempre en nuestro cerebro.
El desayuno ofrecido nada tiene que ver con nuestras permanentes viandas en la zona cafetera. Lo consumimos con gran dificultad.
Abandonamos Amantaní reconfortados con la vida, agradecidos con la hospitalidad ofrecida por los indígenas y dispuestos a bendecir todo lo que nos ha prodigado el supremo creador de todas las cosas.n