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Artículo de Juan Antonio Morales Gutiérrez

Orígenes de la Feria de Torrijos y su Plaza de Toros

Para entender el origen de la Feria de Torrijos, debemos remontarnos a finales de septiembre de 1878. En esos días, las calles del pueblo se llenaban de vida con miles de cabezas de ganado que recorrían los caminos empedrados, atrayendo a ganaderos de toda la provincia. Pero esta historia no comienza ahí; ya existía un bullicioso mercado semanal cada miércoles, donde comerciantes y fabricantes intercambiaban productos y conocimientos.

La feria de 1878 no fue más que una evolución natural de ese mercado. Lo que comenzó como una ampliación de la actividad comercial se transformó rápidamente en un evento anual de gran relevancia. Durante esos días, Torrijos se convertía en un hervidero de vida. Las carretas llegaban repletas de mercancías, mientras los ganaderos, vestidos con largas blusas negras y empuñando varas, guiaban a sus rebaños por las empedradas calles del pueblo. Ovejas, vacas y caballos llenaban el ambiente con sus sonidos y colores, creando un espectáculo que atraía a compradores y curiosos de todas partes. La feria no era solo un evento comercial; se había convertido en una verdadera celebración que marcaba el ritmo de la vida en Torrijos, reflejando la vibrante actividad y la riqueza de su tierra y su gente.

Los puestos improvisados se alineaban a lo largo de las principales calles, cercanas a la majestuosa Colegiata, creando un colorido mercado al aire libre. Los comerciantes ofrecían una variedad de productos, desde frutas y verduras frescas hasta herramientas y utensilios para el hogar. En cestos y banastas se exhibían almendras, avellanas y nueces de Cuenca, higos secos de Almorox, melocotones de La Puebla de Montalbán y los famosos melones de Villaconejos, vendidos con la tradicional técnica de “cala y cata” que garantizaba su calidad.

No faltaban las mujeres de Oropesa y Lagartera, vestidas con sus trajes regionales, luciendo peinados elaborados y joyas tradicionales. Sus figuras coloridas y elegantes agregaban un toque de distinción al mercado, que se llenaba de vida y movimiento. Tampoco faltaban los pobres ciegos que cantaban coplillas y romances, acompañados de desafinados violines, mientras sus lazarillos vendían las letras al público por unos céntimos, contando los más siniestros y horrendos asesinatos, como el crimen de Cuenca.

El aire se impregnaba de una mezcla de olores: el ganado, los alimentos cocinados en los puestos, el aroma dulce de las frutas frescas. Las voces de los vendedores resonaban sobre el murmullo de la multitud, mientras los compradores regateaban, buscando siempre el mejor precio. Pero la feria no era solo un lugar de comercio; era un punto de encuentro social, donde se compartían historias, se cerraban tratos y se fortalecían los lazos comunitarios.

Cuando caía la noche, la feria se transformaba en un ambiente aún más festivo. La plaza se iluminaba con faroles, mientras la música de la dulzaina y el tambor llenaba el aire junto con las risas y conversaciones animadas. Los habitantes se congregaban para bailar, charlar y disfrutar de la compañía mutua, celebrando el sentido de comunidad que la feria aportaba al pueblo. Sin duda, la Feria de Torrijos en aquellos tiempos era un evento vibrante y lleno de vida, reflejo del espíritu y la vitalidad de sus gentes.

Décadas más tarde, tras la Primera Guerra Mundial, la plaza de la Constitución comenzó a transformarse con la llegada de las primeras casetas de madera, conocidas popularmente como “cajones”. Estos cajones, cuidadosamente ensamblados por manos expertas, se alquilaban a los vendedores que llegaban desde diferentes lugares, trayendo consigo productos exóticos y novedosos. Cuando los tablones de madera comenzaban a ser apilados en la plaza, era la señal inequívoca de que la feria estaba a punto de comenzar. Para los niños del pueblo, ese sonido era un anuncio emocionante; corrían por las calles, gritando y celebrando la llegada inminente de la feria, un momento de alegría y bullicio que rompía la rutina diaria.

Los niños, con la feria, se sumergían en un mundo de fantasía. Los trenes de madera y los soldaditos de plomo se convertían en sus tesoros más preciados, mientras que las niñas abrazaban a sus muñecas de trapo, dándoles vida en sus juegos. Y luego, por la tarde, llegaba el gran evento: el circo. El Circo Alaska, el más famoso del mundo, llegaba a Torrijos desde los confines más lejanos de la Tierra. Gitanas que leían la buenaventura, húngaros rubios y gigantes que domaban osos y leones, y pequeños monos de trasero pelado que arrancaban carcajadas a los niños a cambio de unos cacahuetes. La carpa del circo se erigía como un templo de maravillas y asombro, donde lo imposible se hacía realidad bajo las luces de colores y el aplauso del público.

Y luego, llegaban los toros. La expectación se respiraba en el aire cuando una multitud de aficionados llenaba hasta el último rincón de la flamante plaza de toros en la calle Puente. Esa misma mañana, en el andén de la estación de ferrocarril, donde años atrás una gitana había lanzado una premonitoria maldición a Joselito, el Gallo, antes de su trágica muerte en Talavera de la Reina, la muchedumbre recibía con vítores a los toreros más afamados, venidos de todos los rincones del país para enfrentarse a la bravura del ganado local. La plaza se convertía en un hervidero de emociones, con los ecos de los pasodobles mezclándose con los gritos y aplausos del público. Bajo el sol de la tarde, el ruedo se llenaba de vida y de tensión eléctrica, mientras los toreros, con sus trajes de luces resplandecientes, se preparaban para brindar una faena que quedaría grabada en la memoria de todos. Este lugar, lleno de historia, había sido testigo de tardes gloriosas, donde novilleros locales como Félix Almagro y Eusebio Fuentes se convirtieron en leyendas del pueblo. Félix, el primero en destacar, tuvo un trágico destino al ser el primer torero en morir en Las Ventas en 1939, inaugurando la lista negra de esa plaza. Eusebio, por su parte, encontró también un final prematuro décadas antes, tras sucumbir a una infección causada por una banderilla que se le clavó accidentalmente.

Al anochecer, el último baile de la feria se celebraba en la plaza de la Constitución, donde pasodobles y fragmentos de zarzuelas componían un repertorio diseñado para todos los públicos. Las notas musicales llenaban el aire, mezclándose con las risas y conversaciones de los asistentes, cerrando la jornada con un toque festivo y tradicional. Y así, una vez más, concluía la Feria de Torrijos, dejando tras de sí recuerdos de encuentros, alegrías compartidas y la promesa de volver a reunir a los habitantes de la comarca el próximo año.

De los festejos populares de aquella feria del siglo pasado a la actual del año 2024, lo único que ha permanecido inmutable es la plaza de toros, que sigue siendo el alma del evento, aunque ahora luce renovada, gracias al esmero y buen criterio de las autoridades municipales. La restauración ha respetado su esencia, pero ha logrado darle una nueva vida, modernizando su fachada sin sacrificar el valor histórico que la envuelve. Es imposible no pensar en las tardes de gloria que nuestros abuelos y bisabuelos vivieron tras sus tendidos, donde los ecos de ovaciones y pasodobles aún parecen resonar en las piedras que forman parte de su estructura. Aquellas generaciones forjaron los recuerdos que hoy son patrimonio colectivo. La plaza es mucho más que un simple espacio para el toreo; es un símbolo de la memoria del pueblo, de la tradición que ha sobrevivido al paso del tiempo. Este lugar, ahora renovado, lanza un mensaje claro a las autoridades: conservar no solo el espacio físico, sino también la historia que lo rodea. Un llamado a que el Ayuntamiento continúe protegiendo el legado de las generaciones pasadas, manteniendo vivo ese pasado que se enriquece con cada feria y cada tarde de toros.

Juan Antonio Morales Gutiérrez, abogado y escritor.

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