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Por Juan Antonio Morales Gutiérrez

Rocío López González acompaña a Guti a Cáceres para recabar testimonios orales y plasmarlos en la novela “Una Memoria sin Rencor”

Durante el primer bienio de la República, la población de Torrijos vivía con más tranquilidad que los pueblos vecinos gracias a Agustín Rivera Cebolla. Este médico valenciano era un gran desconocido para todos, incluso para mí, hasta que en el año 2012 publiqué, junto a mi hija Belén, el libro Torrijos 1931-1944. La Guerra Civil. A partir de este nuevo trabajo de investigación, el grupo socialista de este municipio tomó nota para que en el futuro una calle llevara su nombre. En aquellos azarosos años previos a la guerra, el mayor enemigo de Rivera Cebolla fue el derechista González-Sandoval.

Este extremeño afincado en Torrijos era amigo íntimo de José Finat, conde de Mayalde, hombre fuerte de la CEDA en Toledo. Este mentor político del líder de la derecha torrijeña, nieto del conde de Romanones, quería que la voz de su pupilo sonará fuerte en el Parlamento para contar de primera mano los problemas del campo extremeño y toledano. Y así fue, ante la perplejidad de la izquierda torrijeña, González-Sandoval fue elegido democráticamente diputado por Toledo al Congreso de la Nación en 1933. Por ello, necesitaba indagar sobre esta cuestión y, como siempre, lo primero era conocer la opinión de los descendientes de González-Sandoval. Pero, ¿cómo llegar hasta ellos? Y cuando les tuviera delante, ¿cómo iban a reaccionar después de haber publicado textos muy comprometidos del diputado derechista?

En junio de 2012 llamé a la excompañera de profesión Rocío López González. Esta amiga y vecina —seguimos viviendo en la misma calle de Torrijos— fue procuradora de los tribunales hasta que en el año 2011 fue elegida diputada por el Partido Popular por Toledo en el parlamento de la Carrera de San Jerónimo, y ahora necesitaba de su ayuda. Le pedí que me acompañara a Cáceres para entrevistar a la familia de GonzálezSandoval. Semanas antes de nuestro viaje a tierras extremeñas, Rocío estuvo investigando para mí — con su humildad característica— en la biblioteca del Congreso: estaba a punto de publicar mi libro Torrijos 1931-1944. La Guerra Civil, y no quería cerrar la edición sin oír a los hijos de este señor. Llevaba mucho tiempo investigando sobre él, y para conocer mejor al personaje necesitaba hablar con sus herederos porque no era capaz de imaginármelo sin ver una fotografía suya.

Rocío López

—¿Cuándo quedamos? —preguntó la joven diputada.

—Habla con tus amigos, los Sandoval, y que pongan fecha para la entrevista —contesté agradecido.

—¿Llevarás magnetofón para grabar?

—No, ni tampoco tomaré notas para hacerla más distendida.

—Pero yo no estaré presente, Guti —me dijo cariñosamente Rocío llamándome por el diminutivo por el que todos me conocen.

—¿Por qué no quieres estar? —pregunté sorprendido.

—¡No quiero ser testigo de nada, Guti! Es una entrevista muy comprometida y sé que tienes un mal concepto del padre de los entrevistados Rocío siempre es muy cautelosa.

—Pero ellos ya saben cómo soy —me refería a que ya había publicado relatos comprometidos del diputado.

—¡Pues yo no les he dicho nada malo de ti! sonreí sabiendo que decía la verdad.

—No lo dudo ni un solo momento, pero ya he cambiado impresiones por teléfono con el investigador familiar, casado con una hija de uno de los entrevistados —solté una carcajada porque sabía que Rocío era incapaz de hablar mal de nadie.

—¡Ah!, eso me tranquiliza.

—Sí, les mandé los discursos de Sandoval que tú me conseguiste de la biblioteca del Congreso de los Diputados ¡Les encantó!

—Tuve que convencer al ujier y al bibliotecario para que me fotocopiara los libros de sesiones del año 1934. Pero…

—Pero qué… —le costó a Rocío terminar la frase.

—¿Pero les han mandado copias del libro de actas del ayuntamiento de Torrijos de aquellos años en que el abuelo era el líder de la derecha torrijeña?

—Por supuesto, y eso no les gustó —confirmé.

—Normal, ¿qué dijeron?

— Dijeron que el promotor de esos bulos plasmados en las actas municipales era Rivera Cebolla, su enemigo político visceral.

—¡Lo ves porque no quiero estar presente!, ¡es la memoria de su antepasado la que está en juego! ¡González Sandoval fue asesinado en Torrijos por milicianos al comenzar la guerra! —se excusó Rocío y por momentos pensé que no me acompañaría a Cáceres.

—¡Y Rivera Cebolla también fue ejecutado en 1944, de una manera más premeditada! —concluí la llamada después de despedirme amablemente, y así evitar enredarnos en cuestiones que no venían al caso.

Pasé a buscar a Rocío y hacía las doce salimos en mi coche por la carretera de Extremadura. Durante un buen rato estuvimos hablando de sus proyectos y me explicó que estaba muy ilusionada —no era para menos— con haber sido elegida democráticamente por el pueblo como diputada. Me habló de sus intervenciones en la Cámara Alta y su buena relación con casi todos los diputados —era difícil llevarse mal con Rocío—. Más allá de Talavera de Reina paramos en una gasolinera, rellenamos el depósito del coche y, mientras tomábamos café en la terraza observando un nido de cigüeñas. Al fondo se extendía una llanura verde salpicada de encinas y rediles de piedra para el ganado. Ya habíamos terminado el café cuando Rocío volvió a sacar el asunto de su colega diputado, aunque con casi ochenta años de por medio entre una y otra legislatura.

—¿Has leído con detenimiento los discursos de Sandoval en el Congreso?

—Sí, claro, voy preparado —contesté.

—¿Y qué te parecen?

—Bueno, solo hablaba de temas agrarios.

—¿Era tan impulsivo como dices que era?

—No tanto, parece que sus intervenciones parlamentarias ofrecían una imagen de un hombre más sensato —opiné encogiéndome de hombros dudando de mi afirmación.

—Me alegro por su familia que son muy amigos.

—Sí, pero una vez se le fue la pinza —Rocío me miró sorprendida esperando una explicación.

—¿En el Congreso?

—Si, en la sesión del 8 de marzo de 1934 puso a parir a cinco ministros de su grupo político.

—¡Qué fuerte!

—¿Te imaginas?, es como si tú subes a la tribuna de oradores del Congreso y pones a Rajoy y a sus ministros a caer de un burro —nos reímos los dos a carcajada limpia.

—¡Caramba, que fuerte!, pues Rajoy me obligaría a dimitir.

—Normal, pero Gil Robles no era Rajoy y no obligó a dimitir a Sandoval.

—¿Y qué dijo Sandoval? —preguntó intrigada.

—Debió montar un buen pollo, porque recriminó a cinco ministros de su grupo que eran ignorantes en temas agrarios —no pude evitar la carcajada otra vez.

Volvimos al coche y, mientras seguíamos nuestro camino, le expliqué las razones por la que me gustaba escribir.

—Es como el dulce veneno de la vanidad que se te mete en la sangre —dije mientras miraba los extensos campos de encinas extremeños.

—¿Vanidad?

—Sí, es como una condena porque estás obligado a continuar.

—Pero, ¿algo bueno tendrá?

—Saber que mis libros vivirán más que yo.

—¿Nada más?

—Y haber arrojado algo de luz a este periodo de la Historia de España.

—¿Te lo agradece la gente? —

—Mucho, porque la mayoría estaba ignorante de cómo se desarrolló la Segunda República en la comarca de Torrijos.

Pasada una hora llegamos a Trujillo por expreso deseo mío: era el pueblo donde nació mi suegra Pilar y allí vivió los primeros años de su vida, hasta que quedó huérfana de padre y madre. No era momento de visitar el esplendoroso panteón de sus padres —como era mi costumbre cuando pasaba por aquí—. Estos restos llevaban descansando más de un siglo en el viejo cementerio —cerrado a esas horas del mediodía— situado en lo más alto de la ciudad medieval. Además, llevábamos el tiempo justo para llegar a Cáceres. Por ello, aparcamos en la majestuosa plaza Mayor, cerca de la estatua de Pizarro, y en un restaurante nos sentamos el uno frente al otro, mirándonos ocasionalmente. Después de pasar por el baño, pedimos una ensalada, un plato doble de jamón ibérico y otro de queso. Eran las dos y media, estábamos citados en Cáceres a las cinco: podíamos comer sin muchas prisas, pero frugalmente y sin alcohol.

Cuando el camarero nos trajo la doble ración de jamón, mientras comíamos, le comenté a Rocío la diferencia que había entre sus discursos parlamentarios y los de González-Sandoval.

—Eran otros tiempos, Guti —se excusaba con modestia.

—Un día me llevarás al Congreso a investigar en la biblioteca el diario de sesiones de la primavera de 1936 —le pedí a Rocío.

—Pero en esa fecha, ya no estaba Sandoval de diputado.

—Ya, pero me refiero a las intervenciones de Calvo Sotelo en la bancada de la derecha y Pasionaria por la izquierda.

—¿Qué se decían?

—Calvo Sotelo dijo: “Es preferible saber morir en la calle, a ser atropellado por cobardía” —expliqué que se refería a los disturbios y muertes que había por las calles de Madrid antes de estallar la guerra.

—¿Pero decía la verdad?

—Tanto él como Gil Robles exageraban sus discursos porque querían alimentar el clima de terror para buscar la salvación en el Ejército.

—¿Y la izquierda no tergiversaba la verdad?, ¿a Gil Robles y a Calvo Sotelo no les amenazaron de muerte los congresistas del Frente Popular? — preguntó Rocío sin faltar también a la verdad.

—Sí, también dieron caña, pero te aseguro que a Calvo Sotelo le pillé recientemente una de sus mentiras.

—¡Ya! —dijo Rocío con un tono de incredulidad.

—Fue en el pueblo de Escalona, aquí tenía Calvo Sotelo familia y mintió ante el Congreso al contar unos sucesos que ocurrieron el 8 de marzo de 1936

—¡Ya! —repitió mi amiga con sorna.

—¡Es verdad!, ¿no te lo crees?

—Lo que no me creo es que los historiadores famosos no lo hayan escrito antes que tú —cuando terminó la frase Rocío comprobó que no me agradó su respuesta.

—No lo han escrito porque no han tenido tiempo de investigarlo como yo —contesté intentando ocultar mi enfado pasajero.

—¡Ya!, o sea que después de setenta y tantos años no han tenido tiempo.

—Así es, Rocío. Ten en cuenta que los archivos donde yo tomé esta información fueron desclasificados y abiertos al público hace poco más de dos años —intenté aclarar sus dudas.

—A ver, cuéntame tu inédita investigación dijo Rocío cuando comenzó a sonar su teléfono móvil posado sobre un mantel a cuadros.

El camarero recogió los platos, nos pedimos una fruta, café y la cuenta. Eran casi las cuatro. Faltaba solo una hora para la cita con la familia Sandoval. La plaza de Trujillo se había quedado vacía de gente y la estatua ecuestre del conquistador trujillano hacía de refugio a las palomas. Rocío me permitió pagar la cuenta y, cuando retomamos la carretera de Extremadura, comencé a contar los sucesos de Escalona.

—Oye, Rocío, no pareces facha —intenté despabilarla para que no se durmiera.

—¡Anda, anda! Y tú no pareces socialista contestó mientras se miraba un ojo en el espejo del parasol del coche.

—Somos libre-pensadores, Rocío; al menos yo —le aclaré mi ideología política advirtiendo que ningún partido político me había dado nada.

—¡Ni a mí el Partido Popular tampoco me ha regalado nada, me lo he ganado yo!

—Eso si me consta: tu perfil de persona conciliadora y bondadosa con los demás, le viene muy bien a tu partido. ¡Nunca he leído una manifestación tuya faltando el respeto a nadie!

—¡Anda, no seas pelota y cuéntame lo de Escalona!

—Ocurrió un 8 de marzo de 1936, aún con la resaca electoral de las elecciones generales de febrero en las que ganó el Frente Popular: cuatro jornaleros del campo, en una manifestación campesina, fueron abatidos a tiros por la Guardia Civil en un lugar próximo a la plaza de la villa. Hubo además 21 heridos, dos de ellos miembros de la Benemérita —no quise hacer un monólogo y esperé a la reacción de Rocío que estaba amodorrada tras la comida.

—¡Qué fuerte! ¿Saldría la noticia en la prensa? —preguntó bostezando.

—No, curiosamente, no. Al menos yo no conseguí encontrarlo.

—¿Ni en los periódicos provinciales?

—Menos aún, El Castellano estaba medio secuestrado porque era un diario católico y la libertad de expresión comenzó a resentirse en esas fechas.

—¡Buen ejemplo daba tu Frente Popular! —otra vez Rocío me metía caña, pero no quise entrar al trapo.

—Los hechos tuvieron tanta relevancia que el diputado Calvo Sotelo expuso su versión en el parlamento y presentó, erróneamente, las muertes como un caso de legítima defensa. Este político tenía mucha vinculación con dicha localidad, ya que el dueño de la finca Villarta, Luís de Grondona, era primo carnal suyo —me solté la parrafada que tantas veces había escrito en mis libros.

—¿Cómo has llegado a la conclusión de que Calvo Sotelo mintió?

—O mintió, o se lo contaron mal desde Escalona.

—Cuenta…

—Después de leer multitud de declaraciones judiciales, y entrevistar al único testigo que, sobrevivido para contarlo, existen dos versiones contrapuestas de los hechos.

—Ya, y la tuya es la buena —dijo en voz baja la diputada, ya centrada en la conversación.

—Tú, como jurista, lo vas a entender.

—Explica

—Una interpretación de los hechos fue la que estimó el Juzgado de Instrucción de Escalona, a cuyo frente se encontraba un buen juez de carrera que se presupone era imparcial.

—¡Como el de instrucción uno de ahora en Torrijos, vamos! —dijo ella sonriendo.

—Sí, más o menos.

—¿Y qué dijo este juez?

—Dictó orden de prisión, sin fianza, contra cuatro o cinco derechistas de Escalona que provocaron los altercados, aunque los disparos que causaron las muertes fueron hechos por la Guardia Civil que disparó contra los manifestantes.

—¿Y la otra versión?

—Es la sostenida por Calvo Sotelo en el Congreso

—¿Qué dijo?

—“Unos elementos del Frente Popular quisieron agredir a dos individuos de filiación contraria, estos se defendieron con un estoque y una escopeta” —recité textualmente lo que dijo el líder después asesinado.

—¿Y el testigo que entrevistaste?

—Me contó que fue una provocación del grupo derechista que lideraba el diputado agrario de Escalona, Felipe Sánchez Cabezudo.

—¿Y el juez de Escalona mandó a prisión a un congresista?

—No, porque éste no se encontraba en el lugar de los hechos ese día.

—¿Y los amigos de Sánchez Cabezudo cuando salieron de la cárcel?

—Al estallar la guerra volvieron a Escalona, pero más les hubiera valido seguir en prisión

—¿Por qué?

—Porque todos fueron asesinados en agosto de 1936.

—¿Cómo venganza de los sucesos de marzo?

—¡Claro! —contesté mirando la cara de perplejidad de Rocío.

Abandonamos la autovía en dirección del centro de Cáceres. Después de dejar a la derecha el campus universitario, nos dirigimos al Parador, lugar donde habíamos quedado con el esposo de una nieta de González-Sandoval. Al llegar al recinto amurallado nos internamos en sus estrechas calles empedradas, hasta llegar a un espléndido palacio señorial con fachada neoclásica, rematada con un escudo de armas y una torre medieval. Aparqué dentro del edificio y accedimos a recepción a través de un cuidado jardín con una fuente de cuyos caños brotaban. Allí ya estaba esperándonos la persona con la que hablé varias veces por teléfono, también era abogado como Rocío y yo, pero ejercía como secretario de ayuntamiento. Antes de fijarme en su cara, la vista se me fue hacia una piedra de gran altura con inscripciones latinas. Después de los saludos protocolarios y las sonrisas pertinentes, pedí disculpas para poder hablar con el jefe de recepción.

—¿Y este pedruzco?

—Es una lasca de finales del siglo II

—¿Se quedan a dormir?

—No, gracias.

—¿Van a tomar algo?

—¿Qué dice el epigrama escrito en el centro de la piedra? —pregunté sin contestar a su invitación.

—Lucio Julio Máximo la mandó hacer con motivo de la muerte de Lucio Julio Verna, un liberto de 55 años… —aclaró el recepcionista sin acabar la frase.

—Guti, no te enrolles que nos están esperando en casa de mis amigos —interrumpió Rocío la explicación de aquel precioso resto romano.

Subimos en ascensor hasta el piso tercero de la calle Fuente Nueva.

—Ya me ha hablado mi marido de ti, es un placer tenerte aquí con tan buena compañía comenzó la nieta de González Sandoval.

—Muchas gracias, igualmente. Soy muy obstinado y no podía escribir sobre tu abuelo, sin conocer antes a sus hijos.

—González-Sandoval es compuesto, el segundo apellido es Mogollón, ¿tomas notas?

—No, no, gracias. Lo memorizo

—Te presento a mi padre, se llama Julio como el abuelo y tiene noventa y dos años de edad.

—Encantado, un placer

—Cuando asesinaron al abuelo, dejaron viuda y tres niños huérfanos; entre ellos a este señor que ves dijo la nieta señalando al hijo del diputado por la CEDA.

—Lo siento

—¿Es verdad que su padre era muy amigo del conde de Mayalde?

—Sí, a los pocos días de la liberación del Alcázar de Toledo él nos trajo en su coche desde Torrijos a Cáceres.

—¿Se quedó alguien de la familia en Torrijos?

—No, el conde nos trajo a todos: a mi madre, a mis dos hermanos y a mí. Solo se quedaron en Torrijos los restos de mi padre.

—¿Tiene alguna fotografía de su padre?

—Sí, muchas. Mira, esta de cuando fue diputado por la CEDA.

—Sí, es un gran retrato de estudio porque tiene muy buena calidad —tomé en mis manos la imagen que estaba buscando.

Después de tanto tiempo investigando sobre la vida de esa persona, por primera le miré a sus ojos. Tenía un cuerpo fornido, ancho de espaldas y embutido en un traje, hecho a medida por un buen sastre, que portaba con sencillez y naturalidad. De rostro noble, barbilla rotunda, y mirada altera, apenas si dejaba asomar su señorío en una sonrisa afable. Era buen mozo y elegante, a decir por su atuendo. De su voz parlamentaria, decían sus colegas que bailaba un cantarín acento extremeño conservado desde lo días de su infancia en Malpartida. Tenía mujer e hijos que sostener, dijo su nieta. También adelantó que no era rico, como decían las malas lenguas; eso sí, cuidaba mucho de no gastar. Sin embargo, vestía siempre de la mejor calidad y hechura.

—Mi nieta te mandará una copia para que la publiques en tú libro

—Si quiere puedo bajar a la copistería de enfrente y que me hagan una reproducción. ¿Le parece, don Julio? —dijo Rocío, sin duda para ausentarse de la conversación.

—¡Estupendo! —dijo la hija que estaba atenta a todas preguntas y respuestas, dada la avanzada edad de su padre.

—No te preocupes que no escribiré nada que tú no quieras que se sepa —dije para que estuviera tranquila.

—¿Me lo prometes? Casi lo prefiero porque está muy mayor y…

—¡Prometido! —liberándome yo también porque estábamos todos cohibidos y así, además, no comprometía a Rocío.

—Además, según mi marido, tú sabrás mejor que mi padre quienes fueron sus asesinos —afirmó

—¿No os lo investigo el conde de Mayalde tras acabar la guerra?

—Mi madre nunca nos contó nada —entró de nuevo el anciano en la conversación.

—Pues yo tampoco os lo voy a contar —les dije.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque Franco ordenó constituir unos tribunales militares en cada demarcación, y por ellos pasaron miles y miles de republicanos. Ahora, esos juicios sumarísimos han sido abiertos al gran público —les informé a todos, excepto a Rocío que ya se había marchado.

—Pero, los que mataron al abuelo, ¿se confesaron culpables? —preguntó la nieta.

—No hay que interpretarlo así —contesté a sabiendas que me estaba metiendo en un lio—. No hay que dar mucho valor a esas declaraciones porque seguro que los acusados estaban coaccionados con una pistola en la sien.

—¿Entonces?

—No se puede saber con certeza quienes fueron los milicianos que apretaron el gatillo en el último momento del fusilamiento, aunque entre ellos se acusaran recíprocamente ante el juez militar para intentar salvar sus vidas —continué con mi explicación, con ganas de salir pronto del jardín en el que me había metido.

—Sigue, por favor

—Os recuerdo que he venido a entrevistaros yo a vosotros, y no al revés.

—Ya, ¿y qué quieres que te contemos?, si sabes tú más que nosotros —dijo la nieta—. Pero lo que has escrito ya de mi abuelo en otros libros dice mucho de ti.

—Os pido disculpas si he herido vuestros sentimientos, pero tuve mucho cuidado en solo transcribir lo que decían los libros de actas municipales —me excusé con la verdad.

—¿Y quién escribió los libros de actas? Su enemigo visceral: Rivera Cebolla preguntó y se contestó así misma la nieta.

Belén Morales
Juan Antonio Morales Gutiérrez
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