7 minute read

Nadar con Forn por María José Viera-Gallo

presentación

Nadar con Forn

Advertisement

María José Viera-Gallo

Hace poco fui al concierto de la mítica banda britá nica Happy Mondays en el Teatro Caupolicán. A la salida del recital, ya pasada la avalan cha de recuerdos y flashbacks deseados e indeseados, tuve la sensación algo tardía pero a la vez inédita de que esa noche se habían acabado los noventa. ¿Cuándo empezaron los no venta? ¿ Cuando mi generación bailó «Aleluya» por primera vez? ¿Cuando los psicotrópicos aca baron con el lamento ochentero? ¿Cuando se acabó la dictadura?

Algunos hechos históricos, especialmente los que nos mar can, tienen finales y principios inciertos. Uno de mis principios inciertos favoritos para contestar a esta pregunta es el siguiente: tengo diecinueve años y alguien me pasa el libro Nadar de noche, de Juan Forn. Lo primero que pienso es: «¡Qué título tan zen!». Lo segundo: «¡Qué imagen esa de nadar de noche!». Lo terce ro tiene que ver con una duda fonética. ¿Por qué todos los nuevos escritores que tengo en mi velador tienen apellidos que empiezan con F? Forn. Fresán. Fuguet. ¿Cacofonía? ¿Cofradía?

En ese entonces estudio Le tras, y quizás por rebeldía o por exceso de amor a los maestros norteamericanos, llámense Ca pote, Carver, Cheever, también escritores cosidos por una misma letra, la Gran Literatura Lati noamericana me parece un jardín enrejado, resguardado para sus padres y de acceso restringido para sus hijos. No hay nada malo en leer a Borges, Vargas Llosa, Puig, pero a los diecinueve años quieres, ansías, deshacerte del padre todo talentoso y tenderte en tu cama a charlar con el hijo desconocido. Forn es uno de esos hijos, un hijo que no escribe con la mayúscula de los megadis cursos literarios propios de una Latinoamérica política (no olvi demos que es hijo de la dictadura argentina) o ese YO de poéticas autorreferentes de las denomi nadas vanguardias, sino con la minúscula propia de las historias íntimas –«realistas», simplifica rán los críticos–, historias que cuando leí por primera vez me produjeron el mismo impacto que esas fotografías de extraños que uno se encuentra por ca sualidad en la calle y se queda mirando como si se viera retra tado en ellas. Historias, como le dice el fantasma de un padre a su hijo sentados en el borde de una piscina al principio de la noche más larga de sus vidas, que siendo emotivas adoptan sin embargo una posición panorámi ca en cuanto a las emociones. El cuento al que me refiero, el bello y cristalino «Nadar de noche», sigue encantando a hijos (y pa dres) conscientes de que ciertas conversaciones solo pueden ocu rrir en sueños o en las mejores ficciones, y es evocado ayer y hoy por sus lectores con suspiros emotivos de estrecha complici dad que nos recuerdan que un cuento debería ante todo tener la capacidad de maravillar al lector.

Ciertos escritores, como Forn, y aquí voy a nombrar a otro más viejo pero cuyo apellido también empieza con F, como el Flaubert de La educación sentimental, cuentan ademas del embrujo con el don y la secreta misión de convertirse sin querer en los intérpretes de una generación. En «El borde peligroso de las cosas», otro de los cuentos del libro, los treinta años son re tratados así: «Los pibes con sus computadoras, su música sam pleada y sus jueguitos electrónicos. Los cuarentones clavados en su pasado psicobolche o en la new age. Somos el jamón del sándwich: no entendemos nada, nadie nos entiende. Esta mos como el pajarito agarrado a la última rama del árbol que crece al borde del abismo».

La ficción de Forn –estos rela tos, o sus novelas Puras mentiras y María Domecq– siempre re suena por lo no dicho antes que por lo dicho, por una selección impecable de detalles –Forn es un gran iluminador– que hace que todo suceda sin intencio nes programadas, en tiempos muertos, con personajes cuyas vidas aparentemente domésti cas se deshacen y rearman en un párrafo. Ahora la pregun ta es ¿por qué releer al joven Forn si tenemos al maduro?

Hace poco me compré la nue va edición de su novela debut, hoy acortada al título de Cora zones, y descubrí algo que en los noventa no sabía. En un mundo sobreexpuesto y sobrevendido como el de hoy, donde la fragili dad humana es una enfermedad casi proustiana, donde todo parece poder superarse, y mal, a través de la vieja ironía posmo derna, el destino incierto de un

68 PRESENTACIÓN

chico de trece años semihuérfano, como es Iván Pujol, no solo es bienvenido sino necesario. ¿Por qué entregarle las novelas de iniciación a Harry Potter si existen Holden Caulfield o Iván Pujol en nuestro continente? La literatura que resuena más allá de sus tiempos y circunstancias, al menos la que mí me interesa leer y escribir, es justamente aquella habitada por personajes heridos, afectados, héroes románticos clavados en una era postromán tica, cuya única misión es no desintegrarse mientras crecen.

Forn creció. Nosotros creci mos con él. Y ojalá podamos envejecer juntos. Me encanta pensar que el niño estrella de las letras argentinas, que escribió libros fundamentales para mi generación, tradujo al español, solo por nombrar una, la desqui ciada y bella Brights Lights, Big City de Jay McInerney, y fundó el suplemento cultural Radar, que leo hasta hoy, ahora es un lector y escritor iluminado que vive en la playa y ya no tiene las mismas urgencias vitales y literarias que el joven Forn.

«No tiendo a extrañar lo que dejé atrás porque toda mi vida, incluso mi literatura, mira para adelante», le leo en una entre vista. ¿Hacia dónde mira Forn? Desde luego a su biblioteca. No sé si exista un lector tan apasionado y compulsivo como el Forn maduro. Su ADN de periodista sin embargo también lo lleva a tender el oído hacia la realidad, a todo lo ficticio que se esconde en lo no ficticio, y que, procesado por él, se nos aparece como acontecimientos extrameta-subliterarios dignos de ser contados. Con ese sano afán, no sorprende que uno de los más fascinantes libros de crónicas escritos en español que haya caído en mis manos sea suyo.

Ningún hombre es una isla es un collage de crónicas que se leen por separado pero que se en grandecen en su totalidad. Más que crónicas a secas, Forn crea microrrelatos en estado zen sobre lo que implica –con toda su im perfección, miseria y rareza– ser creador o rodear a los creadores. La misma confusión que en contrábamos en los anónimos veinteañeros de Nadar de noche acá ataca a gente célebre o no tanto cuyas vidas, despojadas de la etiqueta histórica, se nos vuel ven escalofriantemente cercanas. Forn consigue el camino inverso al del cronista engolosinado con su objeto; olvidamos que Kakfa es el autor de La metamorfosis y se convierte en un tipo solitario que camina de noche en com pañía de un aun más solitario fan aspirante a escritor que no para de hablarle. Forn tiene una especial empatía con los fans anónimos de otros escritores, con quienes disfrutan de la gloria de otros, quizás porque él mismo, con esa humildad propia de los grandes (y aquí pienso en Bola ño), se siente secretamente lector antes que escritor. Su existencia y su escritura adquieren sentido en función de sus lecturas, un ejercicio de comunicación ge neroso y humanista que logra el pequeño milagro de que los seres humanos dejemos de ser islas.

El Forn cronista entonces logra algo increíble en su propio lector, que esta vez mi identi ficación no pase por el reconocimiento de mi propio mundo sino por el descubrimiento del de otros. El efecto es de encon trarte frente al mejor contador de historias que podrías soñar tener en el living de tu casa. Con Forn la conversación no termina en el obsesivo biógrafo de Bellow, o el artista fracasado más famoso de su generación, Ray Johnson, o en la poco cono cida Laura Berti, el único amor femenino platónico de Pasolini, o el desencuentro entre Sartre y Houston mientras escriben un guión sobre Freud. La con versación termina cuando Forn recupera algo de su ego y nos habla por primera vez en prime ra persona sobre un carteo que tiene con una lectora. El tema gira en torno de un médico «que ayuda a morir bien». En esta delicada crónica, la obra de Forn se cierra, o eso creo sentir yo, y sorpresivamente vuelvo a la pis cina donde ese padre le contaba al hijo que morir o estar muerto se parecía a nadar de noche.

La idea de la muerte como una perpetuación, un nadar de noche, es una de las imágenes más bellas que tenemos.

This article is from: