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Flores del mal

editorial

Flores del mal

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Cecilia García-Huidobro McA.

No deja de sorprender que los niños se sientan tan atraídos por historias de villanos y ogros. Cuentos donde un lobo se come a una niña que se apartó de las instrucciones maternales (Caperucita); padres que frente a la total precariedad deciden abandonar a sus hijos en el bosque o venderlos (Hansel y Gretel, Pulgarcito); las malvadas madrastras que nunca están dispuestas a compartir afectos y bien pueden recurrir a frutas envenenadas (la bíblica manzana, claro está) o a la cuasi esclavitud (Blancanieves, Cenicienta). ¡Y pensar que se les llama cuentos de hadas!

Como sea, quien más quien menos, todos hemos dormido arropados por estos cuentos durante la infancia. Y aunque siempre aparecen nuevos títulos, algunos de gran calidad, los clásicos siguen siendo los preferidos de los niños y los escogidos por los padres para contarlos a sus hijos. En las proximidades del fogón en la antigüedad, tendidos en mullidas alfombras, o en estos días en comodísimas camas box spring, los mismos relatos han rodado de generación en generación por la memoria colectiva.

Cada tanto surgen advertencias alarmistas respecto de la conveniencia de que los chicos se vean enfrentados a tan crueles experiencias. Las ediciones y películas entonces suavizan estos relatos con un baño de almíbar de pelo. Por fortuna, los esfuerzos no han impedido que en su esencia se mantenga la crudeza ni han conseguido romper el hechizo que imanta a los pequeños lectores.

Son historias que tienen la virtud de plasmar de manera simple y directa los oscuros fantasmas que nos habitan. Miedos atávicos son exorcizados permitiéndonos convivir con ellos y sacar presiones de un problema existencial que nos aqueja desde la primera edad, cuando se hace muy difícil expresarlo. En los cuentos infantiles, así como en cada uno de nosotros, siempre están presentes estas flores del mal. Por eso Octavio Paz sostuvo que luchar contra el mal es luchar contra nosotros mismos. Aunque prefiero la forma con que Nietzsche optó por afirmar lo mismo: «Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos».

Héroes y malandrines conforman nuestro imaginario a la manera de un código binario que permite que todo esté contenido allí, en esa contradicción que nos constituye. Los portamos, los padecemos, les tememos, los inventamos, los relatamos, los condenamos, los destruimos, los volvemos a crear.

El gran edificio de la industria cultural se levanta sobre esos polos. No podía ser de otro modo tratándose de un fruto tan presente en las comunicaciones personales y sociales. Los medios de comunicación se nutren a diario de historias de buenos y malos, cuando informan y cuando entretienen. El periodismo de investigación da un paso más allá y busca incisivamente conductas o hechos oscuros donde todo simula estar en armonía.

Pero también los medios le sacan provecho a la sed de estereotipos que manifiestan las audiencias. Plantear el mundo en blanco y negro, como en los cuentos infantiles o las series policiales, da rating. Y facilita mucho el trabajo porque no obliga a decir cosas incómodas. O porque no demanda conocer contextos, buscar versiones discrepantes. Desecha la necesidad de una actitud alerta. O de analizar, explicar y comprender pequeñeces. En otras palabras, no exige un ejercicio crítico. Sin embargo, como lo demuestran los textos de este número, la realidad del mal es porosa, sus fronteras no están bien delimitadas, y si hay algo que puede ayudarnos a combatirlo es precisamente esa actitud alerta, ese ejercicio crítico.

No es la primera vez que Dossier aborda un tema que el corsé social etiqueta como políticamente incorrecto. Esperemos que no sea la última. Porque si el mal forma parte de la constitución humana y por tanto de la sociedad, lo peor que se podría hacer es estigmatizarlo, negarlo u obviar sus matices. A todas luces un mal mayor. Frente a esa eventualidad, nuestra publicación ha invitado a destacados articulistas a decir: Líbranos de «ese» mal, amén.

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