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E el nombre del padre

Diecinueve de marzo y desaliento. Has vuelto solo al fin al piso en sombra, el que, en verdad, no fue jamás el tuyo (era tu hogar la casa junto al puente del cálido arrabal donde naciste, la que sus puertas abre, todavía, de par en par al sol de tus recuerdos). Has entrado lo mismo que un extraño, lentamente, observando los objetos que en soledad te miran a los ojos. El piso está vacío. Sin latidos que den calor a las habitaciones, las dueñas de las llaves son las cosas: los antiguos violines restaurados, los pinceles y el viejo caballete, los óleos y acuarelas y las armas que decoran las pálidas paredes, el busto de San Juan en simple barro, la colección de sellos… y el reloj que marca, ya parado, en la mesilla, la pena en punto en que acabó su vida. Y por él les preguntas en voz baja esperando que te hablen, en silencio, de todo cuanto saben, si lo han visto de noche, en alma o sueño, en sus asuntos, si tienen para darte algún recado… Y esperas, impaciente, las respuestas y una señal o un gesto que te diga que está contigo ahora, aquí presente. Porque no puede nadie ser buen hijo si no siente el aliento de su padre.

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