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El yo cartesiano

Ensayo filosófico inédito

Por Antonio Fernández Spencer

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Derecho de autor Fondo Histórico, Político y Cultural (FCG).

Desde que surgiera Descartes se die que lo que se presenta como indudable es mi duda. Pero, ¿por qué partiendo de ella ha de ser deducida la indubitabilidad de mi yo? ¿Por qué razón la duda prueba la excelencia de este? Lo que, en cambio, es indudable en mi mente, ¿no será, acaso, prueba mucho más palpable de que el yo existe?

Si yo digo dos y dos son cuatro, o la circunferencia tiene todos sus puntos a igual distancia del centro, estoy enunciando verdades que se consideran indubitables: ¿de ellas surge, acaso, la prueba del yo como existente? Parece que ni mi duda ni lo indudable de mi pensamiento son pruebas de la existencia del yo. El yo concreto —no el yo absoluto de Fichte— no es una realidad intelectual que surja de los actos de mi pensamiento; sino que es algo que opera en la realidad de mi vida. El yo se prueba por la existencia de la vida misma. Mi yo es mi vida viviéndose. Porque tengo una vida mía, y no de otro, se dice en ella me doy que es un yo. La existencia del tú —al poner delante de mí a otro que yo— contribuye así al descubrimiento de mi propio yo. Y la existencia de ese yo que tiene un quehacer, en mi vida surgen mis dudas acerca de la consistencia del mundo o se ven las verdades que se enuncian acerca de las cosas.

Decir que en cuanto yo dudo debo conceder precisamente que “yo soy”, no incluye nada que haga patente el yo. Pues puedo decir también con igual validez que en cuanto afirmo, y no dudo, “yo soy”. Ninguno de esas dos proposiciones tiene la particularidad de confirmar al yo como existente, y no debe extrañarnos, pues no es esa la función de ellos. Y es uso indebido del pensar lógico, o deductivo, deducir de mi duda que el yo existe.

Es evidente que la vida le ha sido dada al hombre, es previa a la aparición de su entendimiento y al desarrollo de su pensar; pero no le fue dada con el pensamiento hecho; pues para conseguir pensar tuvo que hacer un largo aprendizaje en la vida. El yo, pues, no es indubitable ni por mis dudas ni por mis afirmaciones. Si no tuviese conciencia previa de mi yo, obtenida por la experiencia del vivir histórico, me sería imposible afirmar o negar algo. En el contexto de esa experiencia, el tú hizo posible el descubrimiento del yo. Es evidente que la existencia del yo tiene su prueba, universal y valedera, en el convivir mismo de los hombres y no en el pensamiento, por importante que este sea para determinar lo humano. Un hombre solo, sin el mundo y sin los otros seres vivientes, no hubiese descubierto el yo ni el pensar es, sin duda alguna, “un yo pienso”. Puesto que yo existo y soy hombre —no un animal ni una piedra—, pienso; porque el pensar es lo propio de la realidad humana. El yo, porque es, es el fundamento del pensar; no era necesario la duda para descubrirlo.

No habrá nunca pensar sin ese yo que lo fundamente. El retoricismo de la duda para afirmar el sum que hace evidente el yo, no era indispensable e hizo del yo un ente cuando Descartes afirma: “yo soy una cosa que piensa”. Debió entonces darse cuenta de que la cosa como cosa no piensa, y que del yo no se podía postular que era cosa. Heidegger afirma que la fórmula que tiene la proposición. “cogito ergo sum” (pienso, luego, soy) favorece el malentendido de que el sum (el soy, que es el yo) surge de una deducción. Y la confusión radical, en su fundamento metafísico, que Heidegger, casi siempre tan agudo, pasa por alto, es afirmar que el yo es una cosa. La cosificación a que somete el yo es la que tacha toda la validez que surge del sum (del soy del yo); porque de la cosa como cosa no es posible que nunca nos llegue un pensamiento.

Heidegger se preocupa de la estructura del enunciado de esa proposición, y trata de establecer cómo debió ser el silogismo, con su parte mayor. Se ocupa de algo instrumental, y se le escapa la afirmación metafísica en que Descartes dice que el yo es cosa: “cosa que piensa”. Pero en el fondo no es que Heidegger no percibe ese problema; sino que como filosofo del ente y de la sustancia, al seguir la propensión eleática de la tradición de su pensamiento no sintió ningún choque violento al recibir el enunciado del yo como cosa. Ese yo consístico es considerado por el filosofo como más objetivo. Un yo como cosa, como un ente, se le presenta a Heidegger con un predominio esencial y con la realización de lo matemático y lo axiomático.

Que lo que aquí afirmo tiene asidero, y no se lo atribuyo ligeramente a Heidegger, puede confirmarse en el siguiente párrafo de una de las lecciones de su curso La pregunta por la cosa: “Ese yo elevado a subiectum eminente en razón de lo matemático, no es según su sentido nada “subjetivo” al modo de una propiedad casual de un hombre particular. Este “sujeto” llevado en la preeminencia en el “yo pienso”, el yo, solo tiene un sentido subjetivo cuando no se comprende su esencia, es decir, cuando no se lo desarrolla desde su proveniencia ontológica”. Es, pues, un sujeto de la razón matemática, no de la vida, y no puede por ello ser subjetivo; puesto que proviene del ente, de la esencia ontológica. Es un yo que es cosa, como paladinamente afirma Descartes.

Solo si no se comprende su esencia se le podrá atribuir un sentido subjetivo. El yo cartesiano es un ente del pensar matemático que sirve para ir enunciando la estructura física del universo. Todo ese pensar es un pensar matematizado, y desde los supuestos matemáticos pretende explicar un mundo en que solo hay cosas. Y, por supuesto, ese yo matematizado no se preocupa por su existencia concreta; pues solo le interesa la realidad físico-matemática; porque como cosa que es no es yo alguno. Es una trasmutación, dirá Heidegger, “del ser del ente”, en razón del dominio de lo matemático. Para él es “un tramo de la historia auténtica” que para el “ojo habitual” está oculta.

Pero el pensar humano no puede ser reducido a las objetividades del pensar matemático; pues comprobamos que solo al humanizarse el hombre llega a pensar, o mejor, porque descubre el pensar llega a ser humano. El pensar no es una actividad natural del hombre como la circulación de la sangre o dormirse, sino una facultad que el hombre mismo hace en la historia. Al ser situado en la vida, no le entregaron al hombre la facultad de pensar. Vencedor de las dificultades que como alimaña le presentaba el contorno, en él se forma el hábito de memorizar, y, partiendo de la memoria, pudo adelantarse al acaecer de ciertas experiencias, y así fue creando con ellas todo un sistema de previsiones. A medida que su instinto animal mengua, va apareciendo en él, por esfuerzo propio, la actividad de pensar. Ahora estamos en el siglo XVII. Mucho ha caminado la historia, y Descartes empieza a fijarse en la conciencia como aparato de conocimiento y, no contento con eso, se lanza a la sorprendente aventura de situar, desde la teoría, el mundo en nuestra subjetividad regida por el pensamiento matemático. A esa etapa del pensamiento histórico le hemos llamado el nacimiento del idealismo.

La razón matemática

Desde ahora, previa a toda filosofía del mundo, ha de elaborarse una teoría del conocimiento. Se piensa que sin los mecanismos del conocer, el hombre no tiene ninguna posibilidad de certeza, y la teoría del conocimiento será en adelante para muchos el modo de funcionar la filosofía. El método procederá a toda empresa filosófica. En Meditaciones de la filosofía primera, la principal obra de Descartes, la principal obra de Descartes, lo que se busca, en cambio, es el ser del ente, en la forma de la pregunta por la cosidad de la cosa. El ser permanente (o sustancia) de los entes, igual que en Aristóteles, es la primera preocupación cartesiana. En su obra existe una cuidadosa meditación metafísica, y ningún rastro de teoría del conocimiento. Eso nos deja ver que fue el Discurso del método, con su conocida “duda metódica”, el camino que condujo a la producción de tantas teorías del conocimiento, suplantadoras del propio pensar metafísico. Al apoyarse en una sola parte de la obra de Descartes se creó el contrasentido de que el método sustituyera a la filosofía.

Como si la filosofía, por tener que buscar el principio fundamental de todo, la raíz de toda cosa o la consistencia de cualquier acaecer, no fuese esencialmente metódica y sistemática. Pero la certeza metafísica cartesiana, sus primeros principios, surgen de un desarrollo matemático. Sin embargo, Descartes, partiendo de Suarez, retoma la pregunta por el ser del ente, por “la cosidad” de la cosas, por la “sustancia”.

Pero para él, “la cosidad de la cosa” —de su ser— será lo matemático. Se trata de un giro muy diferente al modo de pensar aristotélico —imperante en la enseñanza escolar hasta el siglo XVII—, para quien la ousía (la sustancia) es la realidad singular de la cosa; esto es: lo que la singulariza y hace que la cosa sea ella —sea en sí y por sí— y no se confunda con otra cosa. La ousía aristotélica fue un soberano esfuerzo para librar al pensar de “lo ente”, esa torción que el griego tuvo que hacerle al lenguaje en su búsqueda de algo que le faltaba. “Lo ente” era algo buscado y que aún no se hacía patente en la total realidad del mundo. Es un algo entrevisto (en el sentido ampliamente vacilante de la entrevisión); y que no ha caído en el área del ver intelectual. Era, pues, como dice Ortega, algo monstruoso, inaudito, una experiencia completamente nueva para el grupo de los pensadores helenos. Lo matemático, en cambio, como fundamento de todas las cosas, no es un ente nuevo que se oculta en ellas; pero para el pensamiento moderno es lo constitutivo de toda realidad, aunque hasta entonces el hombre no se hubiese dado cuenta de ello. En toda realidad física —y solo existe para el hombre moderno la realidad física— hay una fórmula matemática que la determina y nos dice, sin intervenciones subjetivas, lo que la cosa es realmente.

En eso acaece en un siglo en que, en busca de claridad sobre cuanto es o existe, lo matemático ha adquirido el rango fundamental del pensar. Con la matemática, el hombre burgués iniciaba un nuevo asedio para la comprensión y manejo de la realidad. La matemática no lleva en sí el sello de la duda, no mueve a la subjetividad dubitativa, sino a todo lo contrario. La pasión por el nuevo pensar —por el pensar matemático— se esfuerza por clarificar en su esencia más íntima todo lo que es el universo. Lo matemático, pues, pugna por aclararse a sí mismo y por convertirse en norma de todo pensar; trata de formular las reglas que se derivan de ello. Esa es la situación histórica desde la que Descartes inicia su pensamiento, y él mismo es partícipe en los importantes trabajos de la reflexión y fundamento de matemática. Venido a menos el modelo de pensar teológico de la escolástica de fines de la Edad Media, va surgiendo el modelo de pensar matemático. La reflexión acerca de lo matemático se le convertirá a Descartes en una reflexión sobre la metafísica; porque su visión matemática se refiere a la totalidad del ente y del saber. No se puede separar la meditación matemática de su meditación metafísica. No son dos asuntos a partes. O dos ciencias separadas. En Descartes van a ser una sola ciencia, y la consecuencia ha sido que con el método físico matemático se quiso explicar toda realidad, como si solo existieran realidades físicas, y en el monismo totalitario de esa filosofía quedaban sin ser explicadas, nada menos que las realidades vitales.

Descartes deja inédita y sin acabar una obra titulada Reulae ad directionem ingenii, que se publica medio siglo después; se trata del desarrollo de fundamentaciones de las matemáticas con el fin de que se conviertan en su totalidad en normas para el espíritu investigador. En esas regulaciones, la matemática se subordina a sí misma, y se convierte en dirección de la inteligencia que quiere conocer el fundamento de todo. En el contenido de esa obra se observa que la matemática y la metafísica constituyen un solo cuerpo de pensamiento. Al reflexionar sobre la esencia de la matemática, Descartes formula la idea de una scientia universalis, de una ciencia única y normativa, que relaciona y configura a todo. Descartes señala que no se trata de una matemática vulgar; sino de lo matemático universal. Desalojado Dios como el ser de la metafísica, lo matemático —el ser matemático, su esencia— ocupará el centro de la filosofía moderna. A la metafísica cartesiana le interesa la estructura física del mundo, que parece permanente y, por eso, esencial, en la configuración de todo lo que se hace patente; pero se le queda fuera la vida humana, sin la cual no es posible ni el saber matemático ni las preocupaciones metafísicas.

Como me he referido a una proliferación de métodos a partir de la Edad Moderna, quiero citar la regla IV del libro comentado, que reza así: “Necesaria est Methodus ad rerum veritatem investigandam”: “Es necesario el método para seguir tras la verdad de las cosas”.

Ahí no se dice el lugar común de que una ciencia debe tener su método; sino que se nos dice que nuestro procedimiento, el modo cómo nos situamos en general tras las cosas, decide de antemano sobre lo que encontramos de verdadero en las cosas. El conocimiento de las cosas depende del punto de vista. Desde un punto de vista ateo, nada de divino muestra el mundo. Nuestros procedimientos de pensar conducen a los mundos filosóficos que ofrecemos. Si se tiene un punto de vista matemático, el conocimiento todo estará referido a la estructura matemática o física de las cosas. La extensión es realidad que puede ser explicada por la matemática.

Pero la vida humana, con todas sus variantes, no es una cosa extensa; puesto que es un acontecer que no llega a ser cosa alguna, y por eso no puede ser abarcada por el método físico-matemático.

El método es, sin duda, una pieza de la estructura de la ciencia; pero existen otras piezas en ella. Sin embargo, es, como pieza, la instancia fundamental a partir de la cual se determinará lo que puede llegar a ser objeto y cómo puede llegar a serlo. El método es, pues, algo interno de la ciencia misma; es parte de toda su configuración, y no es acertado verla como algo aparte de ella. Es un camino que al caminarse va haciendo a la ciencia misma. Pero oes la posibilidad de camino y lo que elegimos para definitivamente buscar el conocimiento. En la ciencia hay que decir, como en el verso de Antonio Machado, “caminante”, no hay camino, se hace camino al andar”.

Porque el punto de vista adoptado en esa búsqueda del conocimiento, exige que nosotros podamos intuir con claridad y de modo evidente, o “deducir con pasos ciertos”. Porque, según Descartes, “no se llega a la ciencia de otro modo”. Pero también el procedimiento, o punto de vista es el que señala la marcha de ese camino para conocer y es caminando hacia la verdad, con intuición clara y verdadera, y con deducción pura como se obtiene el conocimiento. No cabe duda de que todo lo dicho sirve perfectamente para conocer la realidad física, cuyo contenido puede ser deducido; pero existe otro método de conocimiento, para otro tipo de realidad, que es el método narrativo o biográfico, con el que se conoce la realidad humana. Descartes no se equivoca, puesto que lo que quiere es conocer la realidad física. Su error consiste en creer que todo está incluido en la realidad física. Además, ni siquiera se trata de una equivocación suya; pues él no pudo evitar lo que demandaba su circunstancia histórica, y el supuesto en que se va apoyando la realidad del tiempo en que vive tiene la conformación del operar matemático.

Aquello sobre lo que recae “la mirada de la inteligencia” en la época de Descartes, es la realidad física. El orden y disposición de esa mirada intelectual —“de las ideas”, diría Platón— dependerá de aquello que debe ser conocido. El orden físico no pertenece a las realidades que se pueden obtener por definición o de modo narrativo; tendrá, pues, que ser conocido por la matemática, partiendo para ello de las deducciones de la geometría. Mas para ese conocimiento han de emplearse las proposiciones simples —después de apartar las más complejas y oscuras—, para, partiendo de estas últimas, llegar, “por los mismos grados”, al orden ascendente de las proposiciones. De esa metodología empleada en el conocimiento de la realidad física fue surgiendo la nueva metafísica, y el método de lo físico-matemático determinó el destino y la figura de lo que hoy conocemos por filosofía moderna.

Es indudable que lo axiomático pertenece al orden del operar de lo matemático y se proyecta sobre lo físico para conocerlo como realidad permanente en la estructura del mundo. Sobre la evidencia de los axiomas se irán fundamentando todas las otras realidades en el curso de la Edad Moderna. Si, como quiere Descartes, de acuerdo al querer científico de su momento histórico, lo matemático —de una matemática no vulgar, sin o universal— tendrá que dar sentido y configurar la totalidad del saber y, para ello, ha de ser in dispensable la correcta formulación de axiomas eminentes. La filosofía, vista desde esa vertiente, es una axiomática del saber físico.

Sus axiomas básicos son: 1. Partir absolutamente de primeros principios. No procederán, pues de otros. Deben ser evidentes en sí, y por sí; esto es: ninguna duda debe cubrirlos en su certeza; pues esa certeza contribuye a determinar la verdad que contienen. 2. Los axiomas, por ser primeros principios, y, por tanto, superiores en el orden del conocimiento de lo físico, deben, en la medida en que son absolutamente matemáticos, ir fijando previamente, en lo que se refiere al ente en su totalidad, qué realidad es existente, y desde qué momento —en la estructura de lo que es— se determina dónde está situada la cosa en todo su perfil verdadero, y cómo se determina la cosidad de la cosa.

Para conocer esa realidad física, dice Heidegger que se necesita la proposición de la cosa. Pero hasta ahora la proposición se consideraba algo que se presentaba por sí mismo. Por otra parte, la proposición de las cosas presentes contiene y retiene lo que las cosas son, y, además, la proposición existe aparte, como la cosa. Cosa y proposición están separadas de antemano, y solo se unen en el acto del conocimiento metafísico. La cosa es, pues, previa a la proposición cognoscente. El concepto en la tradición filosófica es verdadero cuando se adecúa el pensar a la cosa (adaequatio intelectus et rei); esto es: cuando se consubstancia con lo que la cosa es y la dice, haciéndola patente. Este enunciado esencial de la verdad es de un contenido muy ambiguo; pero esa ambigüedad fue luz que iluminaba en el periodo medioeval el problema de la verdad. Se conservan en ese enunciado rastros de una experiencia de la verdad, que tuvo su origen en Grecia, aunque sin alcanzar la totalidad de su desarrollo. La verdad como adaequatio, es, por una parte, una determinación de la ratio; pero también es otra determinación del enunciado que se expresa en la proposición. Un pensamiento, desde la adaequatio, es, pues, verdadero si la proposición que lo contiene se adecua a la cosa. Pero la adaequatio solo se producía de modo ejemplar en las cosas consideradas físicas.

En la posición fundamental matemática —en lo matemático universal— no hay, en cambio, cosa dada previamente. La proposición surge de la ausencia misma del objeto conocido. Puede afirmarse que la proposición es el objeto mismo. En las fórmulas matemáticas está lo físico en lo que es, sin intervención arbitraria y subjetiva del que ha pensado la realidad física. La proposición se presenta, además de cómo un principio, como manifestación del principio absoluto de lo que la cosa es. Lo que hay que decir de la realidad física, se dice de un solo modo, y no existe contraparte subjetiva en su fórmula. Al ponerse lo matemático a sí mismo como principio de todo saber, pues, el saber anterior, verdadero o no, pasa a ser discutido. Estamos pues, en presencia de un imperialismo intelectivo de la matemática, que hace absoluta la advertencia plato nica escrita en el frontispicio de la Academia: que nadie entre aquí sin saber matemática. Ahora, sin el saber matemático, visto como realidad universal, no es posible la certeza de ningún saber acerca del mundo.

El rechazo grande contra todo saber existente no está en “la duda metódica” cartesiana; si no en poner lo matemático como el fundamento de todo y determinar que la búsqueda de cualquier saber está regido por un principio absolutamente matemático que no tolera nada que le sea dado de antemano. El yo, como cosa pensante; esto es: como nuda realidad física, es ya el camino sobre el que hemos de ir a buscar toda certeza en la conformación de lo verdadero. Descartes pudo haber afirmado, si hubiese querido, dado los principios en que sustentaba su filosofía, que el hombre no es un animal racional, como dijera en la Antigüedad Aristóteles; sino una cosa pensante cuya racionalidad es matemática. Porque lo matemático y lo físico se identifican; pues lo matemático es el ser mismo de lo físico. El hombre ya no es considerado como en Aristóteles, un ser vivo racional; sino una cosa en cuya realidad se produce el pensar matemático que permite ir conociendo todo con absoluta certeza. El yo cartesiano no es un yo viviente, subjetivo; sino una cosa racional que alcanza el fundamento de toda realidad física. La filosofía cartesiana resulta ser un racionalismo materialista físico-matemático. Estamos en presencia de una idealidad matemática de la cosa física. En ella, el pensar matemático es el acto fundamental de la razón en su despliegue físico. Esa razón del operar matemático es puesta como el fundamento de todo saber y como el hilo que permite no perderse en el laberinto que constituyen las cosas y el mundo físico. En Aristóteles el logos era el iluminador de todo cuanto es; en Descartes las categorías del conocimiento están determinadas por el modus operandi de lo matemático. No se trata del lado humano de la razón; sino de la vertiente física en que la razón conoce el mundo.

La razón, como el “yo pienso”, se coloca en el principio supremo del ser físico. El “yo soy” es el principio fundamental de todo saber. Ese “yo pienso” regido por la matemática evitará toda contradicción. En la formulación matemática de la realidad física no existe el es y el no es. La razón es ahora pura, rechaza toda contradicción, y se convierte en el principio del saber autentico; esto es: de la filosofía en sentido estricto, de la metafísica. Ahora se comprueba que solo la razón matemática puede ser llamada pura. La razón pura, el logos, se convierte en la medida normativa de la metafísica que determina el ser del ente, de la cosidad de la cosa.

El problema metafísico de la cosa tiene la condición en la razón pura; esto es: en el desarrollo matemático de sus principios. En el concepto “razón pura” está presente el logos aristotélico, con toda su consecuencia, y lo que en pura de ella es su determinada configuración de lo matemático. Subrayemos el optimismo de ese “yo soy” que descubre Descartes, y que se comprueba en la siguiente frase suya: “Yo consideraría que no sé nada de física si solo fuera capaz de explicar cómo las cosas debieran de ser y fuera incapaz de demostrar que no pueden ser de otra manera. Porque haciendo reducir la física a la matemática, la demostración es ahora posible, y pienso que la puedo llevar a cabo dentro del reducido alcance de mi conocimiento”. Nos dice Descartes que no importa el escaso conocimiento que se tenga; pues con la física reducida a las matemáticas se puede mostrar que la cosa no puede ser de otra manera. Ya no se busca la filosofía en el debe ser; sino que está en el ser de las cosas. Las matemáticas prueban que el ser de las cosas es como enuncia la razón matemática. Todo para Descartes se ha vuelto un puro mecanismo y nada más. Puesto que las leyes últimas de la naturaleza (de la physis) son leyes de la mecánica; todo —el hombre, las cosas, las ideas— podrá en la naturaleza ser reducido a una reordenación de partículas que se mueven de acuerdo a esas leyes. En la geometría analítica creó una técnica para expresar tales leyes mediante ecuaciones algebraicas. Quiso construir, además, toda la ciencia teórica a partir de principios que abarcasen todos los hechos conocidos y que condujeran al descubrimiento de nuevos hechos. La filosofía de Descartes —hay que atreverse a decirlo— es una física en que se incluye todo lo existente. Pero no se llega a esa visión filosófica del mundo por un capricho intelectual del filosofo; sino porque las necesidades teóricas de su momento histórico no tenía otra salida para el planteamiento filosófico. La prueba de ese hecho imperial de la matemática exigido por toda una época histórica, quedó resumida en esta dramática frase de Leibniz: “… no habría ya mayor necesidad de discusión entre dos filósofos que entre dos contables. Les bastaría tomar sus lápices, sentarse ante el tablero y decir: “calculemos”. El cálculo matemático aspira a ser el lenguaje universal de las cosas (esto es. El que diga lo que son las cosas), y bastaría, según Leibniz, llegar al cálculo fundamental para que, calculando simplemente, se acabarán las diferencias de los filósofos. El sueño de Leibniz —parejo al optimismo de Descartes— fue desarrollar un lenguaje simbólico generalizado de forma tal que con él se pudiera determinar la verdad de cualquier proposición en cualquier campo de la investigación humana mediante un simple cálculo.

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