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Pibas crudas … Martina Kaniuka

Podría haber sido adicta a la heroína o al crac. Inyectarse con fervor la autoestima que nunca tuvo y, por segundos, enlazarla a sus venas con deseos de eterna felicidad y juventud. Podría haberse dedicado a bailar en alguno de esos caños inmundos que penden en los bares impropios donde asoman criaturas patéticas de historias más lánguidas que las luces que empalidecen los cuerpos desnudos con el correr de los polvos y de las horas. Podría haberse metido a monja y sublimar en oraciones y plegarias a santos y dioses que no escuchan y cargar en sus espaldas los castigos de un pecado que no eligió cometer. Podría haber terminado interrogada y mirando con lágrimas en los ojos una cámara de seguridad por robar desodorantes en algún supermercado perdido en la ruta que no conduce a ningún lugar. Podría haber tenido que huir de pueblo en pueblo por cortarle, como en la publicidad de un shampoo –”de la raíz a la punta” - la verga a un hombre y colgarla del poste de una plaza. Podría haber llenado la ciudad de pancartas con su rostro anodino de niño rico, con su cara de hombre viejo, con su porte de bastardo adinerado, su sombra de remilgado y prolijo, su espíritu desaliñado, su facha de modelo publicitario, su pinta de pulcro, su aspecto bizarro, plasmando su sensación de extraño y la portación genealógica de familiar cercano. Podría haber rayado las paredes con bronca, asestando un trazo por cada roce no consentido. Y graffitear, para el escándalo de los feligreses de las iglesias cada vez más vacías, la puerta de alguna Catedral: porque los obispos no tienen útero y las monjas no cogen y porque los únicos deseos que arden ahí adentro, los dejan los fieles encendidos en una vela pidiendo trabajo, salud, comida, o con temor un milagro a Santa Rita, “la que te da y después te lo quita”. Podría haber bicurioseado un tiempo y después pelearse con todas las categorías conceptuales de género existentes. Podría haber repetido que “mujer no se nace nada” y luego mandar a Simone de Beauvoir al carajo y después volver a abrazarla entre sus referentes y olvidarse, otra vez, de su defensa de la pedofilia. Podría haberse vuelto loca. Dejar que la declaren demente y reconocer que el poco resto psíquico que le quedaba, se le olvidó la última vez que se ausentó y pasó a ese limbo en el que los muebles, el techo y todo, gravitan alrededor, sin poder sentir más que el movimiento de otro, que no es ni será ella. Podría haber sedado el dolor y llenarse de trabajo, de tareas, de actividades hasta llegar a sentarse a un diván y escuchar que la palabra “workaholic” aparezca con presuntuosidad para reemplazar lo que, originalmente, la hizo llegar a la sesión. Podría haberse ahogado en alcohol cada noche y convertirse abiertamente en fan de Bukowski -para ser borracha, pero bohemia y con estilo- y olvidar con olor a whisky barato que la sucesión de días y noches se llaman vida y que la noche se hizo para dormir y no para olvidar. Podría llenarse de Platón, de mantras y Prozac para disipar de su mente las pesadillas y limpiar los chacras y airear el alma e insuflar el ying y exudar el yang, para no reventar de furia encolerizada y desquitarse con cualquier cosa mínima, como el llamado telefónico molesto de un vendedor de seguros. Podría abrirse una red social y llenarla de fotos en las que exhiba su humanidad toda, a la espera ansiosa de los likes de la clase de gente que en realidad aborrece, porque le recuerda lo deseable de su estructura y lo poco que habita su cuerpo, aunque a la foto de su culo le agregue una frase feminista de Emma Goldman. Podría formar un grupo secreto, aprender artes marciales y salir a hacer justicia por mano propia cada vez que las instituciones estatales inclinen la balanza, casi como presas de un tic, para el mismo lado. Podría resignarse y aceptar como dado ese cuerpo que, si es gordo será humillado y ridiculizado, si es flaco será criticado, si es “normal” será ninguneado y siempre será visto en virtud de medidas que otros establecieron para ella. Podría intentar con dietas, ejercicios, cremas, costumbres poco saludables, anorexia inducida y ayunos voluntarios no tan voluntarios. Podría despertarse cada mañana con alguien distinto, sin recordar a veces cómo llegó a ese lugar, con esa persona que no recuerda ni tiene pensado recordar. Podría portar un arma, un gas pimienta si es más tímida, nada si es torpe y entonces portar, pero el miedo. Podría desafiar todos los presagios y las cifras y las estadísticas alarmantes y salir cualquier noche, vestida sugerente, y emborracharse y tomar un taxi sola, engañándose con la idea de que nada nunca podrá volver a pasarle. Podría viajar a países diferentes, conocer otras culturas y preguntarse si las mujeres de cada puerto tienen los mismos temores y las mismas precauciones ridículas. Podría intentar entender por qué tanto tiempo no entendió u optar por lo más fácil y barrer los recuerdos difíciles de tragarse con saliva, bajo la alfombra de lo cotidiano. Podría tener que apelar a una percha o tomarse una pastilla que alguien, desconocida conocida de una conocida, le recomendó para enmendar un error que no es persona, aunque la ley intente decirlo. Podría también tener muchos hijos y sentirse feliz con ellos e intentar darles lo que nunca tuvo y quiso tener. Podría reemplazar la fertilidad que todos le demandan, cultivando plantas y

germinando semillas en todos los rincones de la casa y adoptar gatos y mirar películas y leer novelas que tal vez alguna vez escriba. Podría romper las ventanas y los vidrios de la comisaría donde, cuando la molieron a palos, le preguntaron qué había hecho. Podría. Podría también acaso tener una vida más “normal”. Podría haber acudido a un colegio bueno, subvencionado y religioso, de esos que se llenan de pequebuces con aspiraciones para sus retoños de ascenso en la escala social. Podría no haber aprendido nada y no tener idea de lo que le está ocurriendo cuando tenga su primera menstruación. Podría ponerse su primer tampón con ayuda de una amiga leyendo el instructivo desde afuera del baño y consultando en Yahoo preguntas si puede quedar embarazada solamente por frotarse o por meterse en una pileta de natación. A lo mejor, podría tenerla clara, y contar con educación sexual y rodearse de amigos y amigas inteligentes que la influyan positivamente. Podría crecer en un buen ambiente, conseguir un buen trabajo, desarrollar una carrera. O tener trabajos de mierda y sentirse feliz de todos modos, estirando el dinero con optimismo. Podría ser consciente y elegir la maternidad o desestimarla y sentirse realizada con cosas que usualmente descartan quienes eligen albergar niños en su vientre. Podría igual equivocarse y encontrarse despierta tantas madrugadas hasta perder la cuenta, preguntándose si puede responderse qué significa “amor”. Podría creer conocerlo y fingir orgasmos para no hacer sentir mal al otro o gozarlos en voz alta y compartirlos con todo el vecindario. Podría despertarse cada día con la misma persona al lado y preguntarse si la conoce. Y tal vez, cierto día podría despertarse con una revelación y abrigar la certeza de que merece ser amada si no es por una otredad, por sí misma. Podría. Podría. Podrían. Así, en condicional. Porque como en una receta de cocina, las pibas que escriben su historia, nacen crudas. Y es la crudeza con la que se encuentran desde que abren los ojos al mundo la que define la cantidad exacta de golpes y cicatrices que puedan su cuerpo. Y podrían satisfacer a sus padres y familiares y amigos y novios y novias y amantes con una biografía ejemplar y escribir el final en el mismo lugar, cuestionadas por no haber hecho lo suficiente para estar vivas. Y podrían tener notas académicas altas o prontuarios de muerte y el comportamiento desviado de un outsider buscando límites infranqueables para saltárselos y encontrarles lugar en donde no les da el sol, pero su historia siempre se escribirá en condicional. Porque las pibas nacen crudas y a veces son selladas a fuego fuerte –cuando todavía siguen crudas del lado de adentro- y a veces se sirven frías en la mesa de la morgue y se encajonan para que ya nadie pueda recordarlas. Así que podría. Podrían. ¿Podrán?

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Porque como en una receta de cocina, las pibas que escriben su historia, nacen crudas.

Y es la crudeza con la que se encuentran desde que abren los ojos al mundo la que define la cantidad exacta de golpes y cicatrices que puedan su cuerpo. Martina Kaniuka (Buenos Aires, Argentina). Es socióloga, gestora cultural y redactora en Revista Sudestada. Eva Sueña es su primer libro. Actualmente, se encuentra terminando su primera novela y otros dos ensayos históricos.

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