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La fiesta de tres días Paco Olvera

La fiesta de tres días

Paco Olvera

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No recuerdo si ya lo he recordado. En este momento no se si lo que escribo, lo he escrito antes. Tal vez, a jirones, a pedacitos, como partes de otros relatos. O ya no me acuerdo de lo que escribo, o escribo de lo que ya no me acuerdo bien. Pero ¡que bonito es recordar cuando recordaba más rápidamente! En fin, recuerdo que uno de los acontecimientos más emocionantes durante mi infancia era el cumpleaños de mis papás. Eran varias las singularidades en torno a sus fechas de nacimiento. La primera es que eran muy cercanas, mi papá nació un 31 de julio y mi mamá un 2 de agosto. Por esta misma razón, compartían el mismo signo zodiacal, cosa que al ir creciendo me hizo ver que la ciencia de los designios estelares es arcana y en ocasiones no es precisa: tenían caracteres diametralmente opuestos, mi mamá era un polvorín y se enojaba mucho, mi papá era un epitome de la serenidad, eso sí ambos nos querían mucho. Pero la más significativa de las particularidades de sus cumpleaños para nosotros niños, es que eran en vacaciones y en plena feria, de hecho, el 2 de agosto es el “Día de la virgen de Los Angelitos”, santa patrona de Tulancingo. La feria era para nosotros un reino mágico, era lo diferente, lo exterior, el cambio a lo que era rutinario. Y lo que hacía que esta magia se potenciara, era que, durante esta fiesta de 3 días, los papás, muy animados por las bebidas alcohólicas, eran especialmente espléndidos con nosotros, y nos daban bastante más dinero del que nos daban en el resto del tiempo que duraba la feria. Estas pequeñas fortunas, al menos para nosotros lo eran, nos permitían ir a disfrutar de todas las maravillas que la feria representaba.

Había diversos tipos de maravilla, iniciaré por la comida. El pan “de feria” (o de fiesta, como también era conocido). Eran hogazas que estaban formadas por una larga tira cilíndrica, que era dispuesta siguiendo las formas de unas letras “S”. La cáscara del pan era de un color café obscuro, que decía mi abuelita que se debía a que los barnizaban con huevo. Tenía un adorno de ajonjolí, el cual estaba dispuesto en dos “caminos” a los lados. Cuando lo íbamos a comprar, siempre lo sacaban de unos huacales de carrizo, y estaban envueltos en trozos de manta y sumergidos en hojas de zapote. Estas hojas estaban frescas y despedían un aroma muy singular, muy agradable, mismo que se adhería al pan. El migajón era muy denso, y el sabor era inconfundible y delicioso, decían todas las tías y abuelitas que tenía que ser traído de Tlaxcala, pues una buena parte del sabor dependía de ser preparado con agua de “por allá”. Para rematar la exclusividad en el sabor, de entre todos los vendedores, el pan más sabroso de todos era el que traía “El viejito”. Este era un apelativo que podría describir a mucha gente, y cuando le decíamos a mi abuelita que si apoco sería el único viejito que vendía pan, se desesperaba y nos decía, “¡no repeles chamaco y ve a comprar el pan!”. La indicación adicional era que, “se ponía donde siempre, a lado de los fotógrafos frente a la puerta de la iglesia de Los Angelitos”. Lo increíble, es

que, una vez pasando frente a los puestos dónde tomaban esas tradicionales fotos de los chamacos vestidos de charro y las niñas vestidas de China Poblana sobre unos fondos con paisajes en tela pintada, se podía ver a un viejito, con la camisa arremangada, despachando en un puestito que constaba de varios huacales en el perímetro. Tenía de ayudantes a un par de chamacos, que le pasaban pliegos de papel de color amarillo, un poco jaspeado que asemejaba a el filtro de algunos cigarrillos, en los cuales envolvían, una, dos o hasta tres hogazas de pan. Las hogazas eran “grandes” o “chicas”, pero ciertamente todas deliciosas. Otros panaderos agregaban pasas, algunos un dulce amarillento e incluso hasta ate, pero nosotros no comprábamos de ese pan, únicamente del pan que hacía “El viejito”. Todavía, ya en pleno siglo 21, llegamos a comprar pan de fiesta, a un joven que estaba en el lugar de siempre, con una manta que decía, “Aquí vendemos el pan del viejito”. Esto podría haber sido una simple estratagema comercial, pero el sabor era el mismo de los últimos 40 años, no había duda, era algo auténtico.

En segundo lugar, entre esos manjares, debo mencionar a los churros, esos prodigios cocinados en grandes casos de manteca hirviendo, cuya cubierta crujiente, salvaba un suave relleno de masa casi sin cocinar, todos revolcados en azúcar. Los colocaban en bolsas de papel estraza, que a los pocos segundos se veían manchadas por la grasa que estos riquísimos manjares desprendían. Cuando el tío Fito se ponía espléndido invitaba los churros, pero siempre enviaba a mi hermana Lilia y a mi prima María de los Ángeles, pues como eran jóvenes y bonitas, ¡siempre les daban churros de más! Yo recuerdo, que hacía un pequeño ahorro, e iba a comprar una pequeña dotación, siempre en la churrería “Cano”, que eran los más crujientes y sabrosos, no eran tan descoloridos como otros, pero no llegaban a quemarse, ¡eran simplemente perfectos! En mis recuerdos más remotos, el señor Cano se ponía en un lugar cerca de la casa, pero como él mismo explicaba, cada vez cobraban más caro el metro en la parte “más comercial”, por lo que al paso de los años se fue moviendo a otros lugares más lejanos, por lo cual, no siempre era fácil romper el letargo e ir “hasta allá”, donde ahora se ponían. Recuerdo, muchas veces, eran tan pocos, tan deliciosos, y tanta el hambre, ¡que todos me los comía en el camino! A veces, hacíamos una “coperacha” entre los 3 hermanos, Víctor siempre era el que tenía más ahorros, Nacho era el líder, y por lo tanto lo que yo aportaba, era la fuerza de trabajo, caminando “hasta” donde estaba la churrería Cano. Era un martirio recorrer toda esa distancia, sin poder tocar uno sólo de los churros, pues era un trato que todos debían llegar intocados hasta la casa, para ser distribuidos en el consorcio, de acuerdo con la aportación de capital y de trabajo. Hace unos 20 años, que el hijo del señor Cano ya también tenía su churrería, y ambos seguían la misma receta. Todavía, el año previo a la muerte de mi madre, compré churros, y esa vez ya fui atendido por el nieto del señor Cano. Es maravilloso que cuando menos, algunas tradiciones hayan perdurado hasta ahora dentro de esa familia. En tercer lugar, sin duda, deben ser mencionadas las “gorditas de la villa”, que son una especie de polvorones, hechas con harina de maíz, que se despachaba en unos tubos de papel de china de colores muy vistosos, que se preparaban en anafres cubiertos por unos pequeños comalitos, y eran “torteadas” a mano por unas hábiles señoras. En la casa las llamaban así, por ser su lugar de origen, las inmediaciones de “la villa”, en la basílica de Guadalupe. Esa consistencia seca, y un sabor a pinole cocinada las hacían una delicia. Algo de lo que hay que hacer mención especial, es que, aún que no eran propias de la feria, la barbacoa de carnero y las carnitas de cerdo adquirían una dimensión especial, pues durante esa época, no se vendían sólo en los “días que tocaba” (carnitas el jueves y barbacoa los domingos), sino que se preparaban todos los días, aprovechando la demanda ampliada que representaban los cientos de visitantes a la feria. En algunos de estos cumpleaños en tándem, se

mandaron hacer un borrego entero en barbacoa, o bien, se engordó algún cerdito en la azotea de la casa, donde también se dispuso el cazo para prepararlas. Me acuerdo de los gritos proferidos por los infortunados animalitos, pero lo cierto es que mi madre nunca me permitió presenciar el momento de la masacre (no se si

Nacho se logró escabullir alguna ocasión para atestiguarlo).

Pasaré de la comida a las mercancías exóticas, mayormente, juguetes. Entre los puestos que venían, había gente de todas partes de la República, y todos ellos traían mercancías que no eran vistas a menudo en el pueblo. Debo mencionar todas las artesanías de barro pues, aunque las “cazuelitas” eran más demandadas por las niñas, a los niños no dejaban de cautivarnos todas estas miniaturas de barro de enseres y herramientas de la cocina: cazuelitas, tacitas, ollitas y especieros. Para complementar, se podían hallar trastecitos hechos de otros materiales, como cucharas y molinillos para el chocolate hechos de madera, anafres y comales hechos de lata, pequeñas tortilladoras hechas de fierro colado, o bien pequeñas planchas metálicas con su burro de planchar plegable hecho de madera. No debo olvidar que, en esa época, se vendían muchas más canicas, muchas de ellas traídas de otras partes de México: agüitas, ágatas, tréboles, hermosos tiros de color sólido y hasta las bombochas, y cuando no había mucho dinero, había las humildes “cuirias” hechas de barro. Había tablas de intercambio no escritas y siempre cambiantes del valor de las canicas: 2 agüitas por cada ágata, 3 ágatas por un trébol y un “tiro” que podría oscilar entre 3 y 5 tréboles, según lo bonito que se viera y lo efectivo que hubiese demostrado ser en el terreno, pues cada “tiro” traía su propia “suerte” (o cuando menos, eso creíamos). También llegaban juguetes hechos de plástico, pasta y otros materiales sintéticos, que en ocasiones se podían hallar en los puestos del mercado, pero nunca en esa variedad de colores y formas. Si bien había carritos, aviones, tanques de guerra, muñecas y otros muy llamativos, los que recuerdo especialmente, son estos “rompecabezas” de plástico, con una serie de mosaicos deslizables color hueso y color vino tinto (los originales), que tenía grabados en color dorado los números del 1 al 15, con un “hueco” que quedaba disponible al estar ensamblados en una matriz cuadrada de 4 x 4. El acertijo obvio era colocarlos en orden ascendente consecutivo, seguido de hacerlo con un orden descendente. Había varios retos de configuraciones a lograr, mismos que se ilustraban en la base del juego (motivo por el cual, era mejor comprar una versión más grande, donde estos se pudieran leer), y las configuraciones tenían nombre, recuerdo una en particular titulada “El Imposible”, que era disponerlos como un caracol. Admito que nunca fui muy ducho en este acertijo mecánico, cosa que no impedía que gastara mi dinero en comprar una nueva

versión en diferentes años, ya sea porque se perdían o eran “muy corrientes”, a decir de mi mamá, y terminaban por romperse por el uso, aunque sospecho que varios fueron “sustraídos” por algunos visitantes a la casa.

Otros fabulosos juguetes que llegaban durante esa temporada, era unos cochecitos de plástico impulsados por un globo, que eran la más sencilla muestra de cómo se impulsa un jet o un cohete, y además no eran caros. Con más ingeniería, definitivamente las lanchitas de metal, que les colocabas una vela, o un poco de alcohol en una corcholata, y daban vueltas en la pileta de agua de la casa. Algunos modelos tenían hasta la silueta de un piloto de lámina para guiarlas. Eran maravillosas (quién las quiera ver en acción, hágalo en este video, que incluye información comercial https://youtu.be/EWneZnt539g). En un puesto de honor, estaba el “Helicóptero de la Cruz”: en un extremo de la cancha de futbol del “Estadio 1º de Mayo”, dónde se presentaba “el teatro del pueblo”, frente a las gradas del inmueble, se colocaban los vendedores que activaban estos prodigiosos dispositivos jalando la Era sorprendente verlos elevarse unos 10 o 15 metros, muy por arriba de las gradas, aún entre el rumor de toda la gente que esperaba la actuación de la variedad, se alcanzaba a escuchar el zumbido que producía la hélice al impulsar el dispositivo, pero casi mágico resultaba que, al lanzarlo y luego de elevarse, el increíble juguete regresaba casi a los pies de quién lo había lanzado, ¡parecía algo mágico! Recuerdo que nosotros llegamos a conjeturar si acaso tenía un cordel muy delgado o algo que hiciera que regresara como por arte de magia. Mi mamá nunca quiso comprarnos uno, y su argumento era poderoso: “lo van a volar a la primera, se va a perder, luego van a andar chillando y es un desperdicio de dinero”. Pero la verdad sea dicha, yo me compre uno cuando ya iba en la prepa, y aunque no duró mucho, volándose a una casa vecina y haciendo válido el pronóstico de mamá, fue muy emocionante verlo volar (encontré el video de alguien que desempaca un helicóptero de su cajita https://youtu.be/CfBZEwW_sqY). Un juguete que llamaba mi atención, y que jamás nos sería permitido comprar, era una figura de “Memín Pinguín”, que estaba en posición de hacer caca “de aguilita”, le introducías por el trasero un cilindro de un material que no sé qué es, pero el caso es que, al contacto de la flama de un cerillo o de un encendedor, crecía y se retorcía, haciendo parecer que el muñequito estaba cagando una larga serpentina de caca.

Confieso que me resultaba desagradable, de hecho, asqueroso, pero, por otro lado, me intrigaba como es que funcionaba dicho juguete. De cualquier forma, yo mismo nunca crucé la barrera, no me parecía sensato gastar mi dinero en algo tan poco entretenido, por más interesante que fuera entender su funcionamiento (para quien quiera ver cómo opera, en esta liga alguien se tomó la molestia de grabarlo en acción https://youtu.be/HgQ3tHQbJR8). Otros objetos, que sin ser juguetes, llamaban nuestra atención, eran las alcancías. Eran figuras vistosas hechas de barro (aunque posteriormente se elaboraban de yeso), pues estaban destinadas a ser rotas, para sacar el ahorro después de un tiempo. Más allá del clásico “cochinito”, algunos con forma más realista y otros con sus ojos de canica, había toda clase de animales, incluidos, perros, gatos, ardillas, zorros, leones y todo lo que permitiera la imaginación. También había otras en forma de una caja que sostenía un escudo de los diferentes y más populares equipos de futbol mexicano, como el Cruz Azul, América o Chivas, aunque, dicho sea de paso, a nosotros nunca nos llamaron la atención. Al final de nuestros días en la casa familiar, la alcancía de Nacho era un perro amarillo como un “cocker spaniel”, la de Víctor una ardilla de unos colores totalmente antinaturales (blanca con rayas naranjas y verdes) y la mía era un soldado de plástico, con el uniforme de la guardia inglesa, con un corazón en el alto sombrero, que me fue regalada por Enrique Torres Galán, el aquel entonces gerente de la sucursal del “Banco de Londres y México” (antes de ser denominado “Banco Serfin” y mucho antes de ser comprado por el Banco Santander). En una de esas visitas que ya hice a Tulancingo con Anita mi hija cuando era niña, recibió de parte de mi abuelita, una figura de yeso con la forma de Simba, personaje de “El Rey León” de Disney, que tenía como particularidad, un letrero colgado al cuello que rezaba: “brilla en lo oscuro” (que me parecía más original que describir de pedante forma

“fosforescente”). Por su puesto había un montón de juguetes tradicionales de madera o latón que despreciábamos porque eran “muy rancheros”: Los boxeadores que se activaban con un botón al centro, los pollitos que picoteaban una tablita al ser activados por un péndulo, las serpientes hechas de carrizo, las tablitas unidas por listones, que se movían en una caída sin fin, sin dejar a un lado, los valeros, los yoyos de madera y los tamborcillos que al girarlos como un molinillo, tenían dos canicas atadas con cordel que golpeaban alternativamente los parches de cuero y los hacían sonar. Lo que diéramos ahora por haber tenido el tino de conservar estas maravillas. Al paso del tiempo, he aprendido que estos esplendidos juguetes podían ser encontrados aquí en la Ciudad de México en Chapultepec, como alternativas fantásticas para todos aquellos para quienes, el “Hollyday on Ice” de Disney, sólo ere un lugar improbable de acceder, aún que el tío Gamboín regalaba boletos (ya no digamos Disneylandia).

También había algunas atracciones, unas muy típicas en las ferias de pueblo, como la casa de los espejos, la casa “del horror” y hasta “la mujer araña”, pero nuestra favorita era un serpentario, que era promocionado voz en cuello como “la colección de alimañas más completa de todo México, incluyendo, la víbora de cascabel, la coralillo, la nauyaca o víbora de 4 narices, el “monstruo de Gila”, que, junto con otor lagartos y tarántulas, eran presentadas por el joven expertólogo a cargo del espectáculo (así era anunciado por el altavoz). También estaban los juegos mecánicos, pero la verdad es que nunca nos gustaron mucho, pero el relato no estaría completo si no hablo de ellos. Siempre relacionados “naturalmente” con las ferias de pueblo, estarán los juegos mecánicos, ¡Incluso en Disneylandia los encuentras!, pues allí hay elegantes versiones de los caballitos, las tazas locas, los carritos chocones, el látigo, el martillo entre otros. Reiteraré al decir que ¡no son de mi mayor agrado! Pero en este caso, fue la falta de gusto por estas atracciones la que generó recuerdos e historias que se han estampado en mi memoria. Lo diré claramente, a mí hasta los caballitos me revuelven el estómago. Me gustan, pero esa falta de anclaje al piso, a mí me genera mucha intranquilidad, tanto que, cuando Anita mi hija era pequeña, y yo la acompañaba en las vueltas de “Tiovivo”, ella lloraba e iba muy intranquila, y cuando se subía con Conchita iba sonriente y feliz. De muy niño, sólo aceptaba ir en el “Tiovivo”, si me sentaba en una banca fija que estaba entre los corceles móviles del dispositivo. Si, sé que es ridículo, y eso me lo hacían notar mis hermanos mayores, mis primos y mis tíos: “¿a poco vas a pagar nomás para ir como mono sentado allí?”. Pero ese era mi gusto y si no, pues no me subía. Pero el día que a mi santo padre se le ocurrió que, tal vez debía ayudarme a “ir más allá”, tuvo consecuencias casi trágicas. Aquella ocasión, los juegos mecánicos, en lugar de ser instalados en las calles, para “brindar mayor seguridad a la ciudadanía”, fueron instalados a las faldas del “Cerro del Tezontle”. Recuerdo que mi papá insistía en que me divertiría muchísimo si me subía a los avioncitos. Yo lloraba y le decía que me daba miedo. Insistió mucho, de forma muy cariñosa, aprovechando que los aviones me fascinaban, y luego de eso no pude negarme, pero estaba yo “chimoqueando” cuando fijaron la cadena con un gancho que me confinaba a mi lugar, y comencé a llorar, pero mi papá, estoy muy convencido que pensando que era por mi bien, hizo oídos sordos a esos lamentos. Lo que puedo recordar, en medio del terror y el vértigo, es que los avioncitos comenzaron a “volar”, sujetados por una cadena a sendos brazos mecánicos, y elevados por la fuerza centrífuga. Todo el entorno se borró en una masa informe de colores, y yo sólo quería liberarme de esa tortura. Sin pensar en la altura que habían cobrado los avioncitos, su elevación y lo frágil que era el cuerpo de un chamaco flaco de 5 años, me liberé de la cadena y me lancé al vacío. Desde mi punto de vista, un señor me abrazó en el aire, y por mi impulso, ambos rodamos al piso. Desde la perspectiva de otros testigos, incluidos mis padres, salí disparado, sólo dando tiempo a un ahogado murmullo, y “le caí” encima a un señor que estaba esperando para subir a su hijo. Nos dimos una buena revolcada. Me depositó en el suelo, se levantó y me tendió la mano mientras me decía, “¿estás bien?”. Llegó mi mamá corriendo, primero me abrazó, y luego me regañó, “a quién se le ocurre semejante barbaridad”. Mi papá llegó disculpándose con mi heroico e improvisado salvador, que con modestia dijo algo así como, “no hice nada, ¡me cayó del cielo!”.

Otro recuerdo ligado a los juegos mecánicos, que tampoco fue muy grato, fue cuando mi papá trató de subir a mi hermano Víctor a unos cochecitos. Yo como siempre no me quería subir, y a Nacho le parecía poco atractivo. El caso es que mi papá llevó a Víctor para subirlo a uno de los pequeños autos fijos a uno de varios anillos metálicos concéntricos, cuando repentinamente el juego comenzó su marcha. Escuché un grito de mi papá, al tiempo que alguien le gritaba al operador, “¡párale pendejo!”. Uno de los afilados círculos había cortado la pantorrilla de papá, generando exclamaciones de muchos de los asistentes. MI papá con mucha dignidad y estoicismo (como marcaban los estándares en aquel entonces), salió caminando, cargando a Víctor, pero en la pierna derecha, a la mitad de la espinilla, se veía el pantalón desgarrado y los jirones del pantalón empapados en sangre. Yo estaba muy asustado y llorando, mi papá se acercó a nosotros y dijo vámonos a la casa, con un gesto de dolor, pero sin quejarse. Alguien nos prestó un costal, que mi papá colocó en el asiento del taxi que nos llevó a casa. Cuando llegamos, mi mamá, pese al susto y la preocupación, no pudo evitar regañar a mi papá, “¡pero en que estabas pensando!”. Sentaron a mi papá en una silla de madera que estaba en el cuarto de mi madre y estaba destinada a estar en el tocador, colocaron una sábana vieja en el suelo, y mi papá se sentó, mientras sonreía y fumaba cigarrillos. Mi mamá llamó al doctor por teléfono, para que fuera en la casa. Sólo estaba “la maternidad” del doctor Saucedo, y la clínica del Seguro Social que se había mudado a las afueras del pueblo, por lo cual era común que los médicos hicieran muchas intervenciones menores en sus consultorios o en las casas. Llegó el doctor Mario Berganza, y en una escena que me parecía como de las películas de guerra, mi papá bromeaba con el doctor mientras le contaba lo que había pasado, y el doctor le limpiaba la herida. Nos sacaron del cuarto, y mi abuelita estaba en la puerta para que no estuviéramos “de metiches”. No escuchamos gritos ni nada, y cuando al fin salió el doctor, mi papá estaba sentado, con un vendaje en la pierna expuesta, pues el pantalón había sido cortado a la altura del muslo, como una Bermuda. Ocho puntadas “costó el chiste”, bromeaba mi papá en su cumpleaños de ese año, pues fue la anécdota perfecta en aquella fiesta de tres días. Decididamente los juegos mecánicos no eran lo nuestro.

Pero nuestra verdadera diversión eran los juegos de habilidad. Lo primero que podíamos jugar cuando éramos niños eran las canicas. De hecho, había unos banquitos donde te podías subir para poder alcanzar el tablero. Te parabas allí y veías con ojos suplicantes al encargado del local, pero este quedaba impasible hasta que alguien colocaba una moneda sobre la madera. En ese momento, con un dispositivo parecido al de los croupiers en los casinos, el “dealer” se acercaba la moneda y sacaba las canicas de las perforaciones que las retenían, de allí comenzabas a lanzarlas, para que volvieran a quedar prisioneras en otros orificios. Al inicio no había estrategia o intento alguno de colocarla en determinados valores marcados en cada posición, uno se conformaba con que llegaran a quedar aprisionadas, el “caniquero” hacía la cuenta y le entregaba a uno el premio correspondiente. A mi mamá siempre le

molestaba que era “bien caro” y los premios eran “muy corrientes”, pero la verdad era divertido y casi mágico. Me imagino que las combinaciones necesarias para los mejores premios debían ser muy complejas, si no es que imposibles, pero en esos momentos, no nos importaba. Después seguía ir a tirar a los globos. La primera hazaña era lograr sostener bien los dardos, y de allí, llegarlos a la tabla, para que finalmente los pudiera tirar uno con fuerza, dirección y alineación suficiente para reventar algún globo. Podías pagar por tirar 3 o 5 dardos, y entre alguno de los tiros, el encargado de la atracción tallaba las plumas de los dados en los globos, no sé si por una cábala o generaba alguna estática, pero seguramente te distraía, y terminabas fallando el siguiente tiro. No era muy emocionante, por eso pocas veces jugábamos a los dardos. Más divertido, pero sin premio alguno, excepto el de derribar las figuritas de plomo era el tiro con rifle. Era una sensación emocionante sostener el fusil y tirar a los patitos, conejitos, soldados y otras siluetas hechas en plomo, pero la verdadera alegría era cuando los podías derribar. En cada “Stand de tiro” (como eran anunciados), había uno o dos cajas metálicas con una cubierta frontal de vidrio. Dentro, había una pequeña escenificación, como una maqueta de lo más variado: King Kong en un edificio, una calaca tocando la guitarra o en algunos casos una muñequita en bikini que bailaba. En la parte superior, había una pequeña palanca rematada en el extremo superior por una pequeña circunferencia, que cuando era alcanzada de lleno por una munición, movía la palanca activando una pequeña exhibición, que hacía bailar a las hawaianas, o esqueletos, y se podía escuchar el rugido de King Kong, al tiempo que se escuchaba alguna música y se prendían

foquitos multicolores en el contorno de la caja. No recuerdo haber hecho funcionar alguna de estas animaciones, pero ahora que estoy haciendo esta memoria, no deja de sorprenderme lo inocente que eran las cosas que nos causaban admiración y nos

divertían.

Pero sin duda alguna, la diversión y entretenimiento principal era jugar al futbolito. Este maravilloso juego, popular en toda América Latina con el sabor propio de las versiones mexicanas. Había algunas mesas muy nuevas, otras ya muy maltratadas, pero todas tenían su atractivo y las mejores eran las mesas “Gebar”, elaboradas en Guadalajara. En algunas, los porteros tenían su gorrita, aunque tenía años que habían dejado de utilizarla en la vida real. Las manijas para operar las varillas podían ser cilíndricas, pero las mejores eran las redondas, o por ser más precisos, una especie de toroides de plástico. El mecanismo como tal, de una sencillez maravillosa: figuras con la silueta de un jugador echas de “fierro colado”, con los brazos rígidos pegados al cuerpo, y las piernas rectas y juntas, rematadas con sus zapatos de fútbol, y que estaban atornilladas a las gruesas barras de acero, que eran giradas al frente, o deslizadas de un lado a otro por los participantes, para que los jugadores “tocaran el balón”, intentando anotar en la portería contraria o impedir una anotación en la propia. Las varillas con sendos topes de goma, para evitar que “viajaran” de más al manipularlas.

Toda la “cancha” estaba rodeada de un muro de contención destinado a mantener las pelotas en juego, aunque los tiros fuertes salían a menudo rebotando por todos lados, y no fue extraña la ocasión en que entró de gol en otra mesa de futbolito, o se extravió al irse debajo de las tarimas que conformaban “el suelo” del improvisado local. En esos muros de contención, a la altura de la media cancha, estaban colocadas unas placas metálicas cuadradas, puestas exprofeso, para que allí se rebotara la bola cada que había que sacar, ya sea después de una anotación o cuando en un “chut” muy fuerte, la bola abandonara el terreno, ¡pese a la contención descrita! A los lados de la portería, en algunas mesas, había espacios para colocar vasos e incluso, sobre la portería misma, podían encontrarse algunos ceniceros. En los mejores locales, en cada mesa se repintaba a los jugadores antes de llegar a la feria, de tal forma que se veían siempre relucientes. Los porteros siempre de color diferente, y los jugadores con brillantes uniformes, ya fueran de equipos de México o bien con los diseños de las diversas selecciones nacionales: en mi niñez, recién había pasado el mundial del 70, y aún los muy jóvenes como yo, o los que no habían tenido tanta oportunidad de viajar, sabíamos quién era Gianni Rivera “El Bambino de oro”, o Sep Maier el arquero alemán, o ¡toda la selección brasileña comandada por Pelé! Había mesas que eran muy demandadas, principalmente por los uniformes de los equipos contendientes. Sin duda alguna, aquellas en las que se escenificaba un clásico eran las más solicitadas, como un Chivas contra América, o en nuestro caso un América enfrentando a Cruz Azul. Por su puesto, a partir del mundial, siempre había una mesa enfrentando al Brasil de Pelé en contra de el Tri del “Halcón” Peña. Cuando jugábamos allí, o bien en una pequeña mesa de futbolito que había en la casa con muñecos de plástico, Nacho narraba los partidos, él era Brasil (y siempre ganaba) y a mi me tocaba ser México: “la toma Pelé, se la pasa a Tostao, la toma Piaza, Jair, Jairzihno, la regresa a Pelé y ¡goooooooool, de la escuadra verde amarela! (el portero Félix ni jugaba y a “Nacho Coladerón”, le metían 4 o 5 goles). Mis recuerdos comienzan en 5 pelotas por 20 centavos, con aquellas hermosas monedas de cobre con el “Sol” formado por el resplandor de un gorro Frigio. Luego, la inflación, sin que supiéramos que existía, fue haciendo estragos: 3 pelotas por 20, luego 5 por cincuenta centavos, 3 por cincuenta centavos, 5 por un peso y así, asta que llegaron a “vender” fichas, pues no fue posible hallar monedas individuales que permitieran pagar de una sola un encuentro. El mecanismo para obtener las pelotas consistía en una palanca que se empujaba, tomándola por una protección de plástico que evitaba que te lastimaras la mano la hacer esa maniobra. A veces, la moneda se atoraba, y llegaba el encargado, levantaba “la cancha”, recuperaba la moneda, y liberaba el mecanismo al tiempo que empujaba la palanca con el muslo, mientras que con los brazos sostenía la mesa abierta, liberando esa pequeña cascada de pelotas que salían por una rampa que desembocaba en una charola, de donde las tomaba el jugador que le tocaba de ese lado. Allí fue donde entendimos cómo funcionaban las mesas, y el porqué la mesa era cerrada con un candado para evitar que cualquier vivales liberara el mecanismo sin pagar. Aunque esto no evitaba que algunos introdujeran una segueta, o que otros llevaran rondanas del tamaño de las monedas correspondientes. Alguna vez unos chamacos que vendían limones, se pusieron a jugar con ellos como si fueran las pelotas, en un gesto de comprensión, los dejaron jugar, y “pagaron” con la mitad de los limones que se habían convertido en goles. Como en cualquier ingenio o actividad humana, siempre aparece quién trata de hacer trampa, por lo cual, los encargados siempre tenían que estar pendientes, como hacen ahora los mecanismos de vigilancia “aérea” en los Casinos.

Diversas técnicas fuimos aprendiendo durante nuestros años de infancia y juventud, para jugar futbolito. La primera, era darle de rehiletazos a las manijas, haciéndolas girar a máxima velocidad, pero sin ton ni son. La pelota se movía errática en la cancha, guiada por la casualidad, sin control alguno, era posible que uno de los rígidos jugadores golpeara la bola, y se requería una mayor dosis de suerte para que, uno de esos disparos que salía en múltiples y aleatorias direcciones, tomase rumbo a la portería contraria, y esquivando a jugadores propios y extraños, se convirtiera en un gol. Todo era obra del azar, y era un encuentro muy ruidoso, a resultas de los estridentes sonidos que generaban las varillas al girar: considerando que no eran simétricas, además que los tornillos que sujetaban a los jugadores estaban flojos, y puesto que se intentaba manejarlas casi a golpes, toda esta vibración y sacudidas, generaban una cacofonía de ruidos metálicos y de madera crujiendo, que a veces era muy desagradable. Conforme se practicaba más, se podía concluir que era mejor poner calma, hacerlo con precisión permitía que la energía se aplicara en el momento justo, con un movimiento firme de muñeca, que además permitía darle dirección, pues se podía golpear en la parte central de la pelota para que saliera un disparo recto, o rozarla para que saliera en diagonal o con efecto. Una de las primeras suertes admiradas y luego practicadas, fue meter goles con el portero, después a dar pases entre las diversas líneas, no sólo disparos y ver qué pasaba y después dar pases entre jugadores de la misma línea. Otras jugadas de fantasía se iban agregando al catálogo, como sostener la bola con la cabeza de un jugador y desde allí girar violentamente la manija para que saliera un disparo como rayo. La mayor parte de nuestro dinero iba a parar a las mesas de futbolito, pero uno de mis mejores recuerdos, resultó cuando se nos acabó el poco dinero que llevábamos ese día, que era el 1 de agosto: no era el cumpleaños de mi papá, ni el de mi mamá, y esa ocasión no se había quedado a dormir ningún primo visitante a la fiesta. Eran 3 monedas de 20 centavos que sirvieron para 3 partidos. Luego que finalizamos el último encuentro, tanto Nacho como yo nos metíamos las manos en las bolsas del pantalón, como si por arte de magia fuese a aparecer otra moneda. Desde un rincón, nos veía don Lorenzo, el dueño de los futbolitos que por muchos años se pusieron cada temporada de feria frente a la casa. Eran personas decentes, y aunque itineraban por muchas ferias, eran de Tulancingo. Mi mamá les permitía entrar a utilizar el baño en la casa, por lo cual, se forjó una amistad, que en varias ocasiones nos llevó a comer mole para los cumpleaños de don Lorenzo. Ya nos íbamos todos cabizbajos, había poca gente y casi todas las mesas estaban disponibles, inclusive “las más buenas”, pero no teníamos ya capital para gastar. Ya íbamos a tocar el timbre para que nos abriera mi mamá, cuando escuchamos que nos llamaban por nuestro nombre: “Nachito, Paquito, vengan”. Don Lorenzo sonriente nos preguntó, “¿Qué mesa les gusta?”, señalamos sin dudar: Cruz Azul vs América. Con una gran sonrisa, nos hizo la seña que lo siguiéramos. Sacó el gran círculo de alambre lleno de llaves, y luego de buscar, eligió la que abría el candado de esa mesa. Algo atoró en el mecanismo de la mesa y ¡voilá! ¡Nos habilitó una mesa perpetua! Cada que finalizaba una tanda de 5 goles, sólo teníamos que empujar la palanca, y ¡las pelotas volvían a salir sin tener que colocar moneda alguna! Debimos estar allí un par de horas, y sólo salimos de ese ensueño cuando mi abuelita salió por nosotros, pues ya era hora de la comida. Fue efímero, pero glorioso y perfecto.

Los años nos permitieron lograr un gran dominio del juego. Nacho y el tío Toño (que es de nuestra edad), eran la mejor pareja de jugadores de la familia, Nacho con el portero y la defensa y Toño con la media y la delantera. Su nivel llegó al punto en que una ocasión, enfrentaron a una de las parejas de “vagos” que mejor jugaban. Estaba formada por Aristeo, el “chicharo” de la peluquería “La Olímpica”, donde nos cortaban el pelo, y un bolero, limpiabotas para no confundir el contexto, apodado “el Trompa de hule”. El duelo se pactó cuando llegaron estos amigos de bocones, a dar lata a nuestra mesa, diciendo que éramos “niñitos bien”, que no sabíamos jugar. “¡Cómo quieras y cuando quieras!”, fue la posición que demandaba la defensa del honor, de estos provocadores que pensaban que iban por dinero “seguro”. El triunfo sería para el primero que ganara tres partidos, con una apuesta de 5 pesos. Aunque fueron juegos reñidos, los taimados vagos ganaron dos partidos en línea y propusieron una apuesta de 20 pesos, ¡eso era una fortuna! Hubo conclave familiar entre los primos, juntamos 10 pesos, y se aceptó la apuesta, pero si se iniciaba desde cero. Muy ufanos y seguros, aceptaron la apuesta. Ganaron el primer juego, 4 a 1, pero el segundo fue ganado por Nacho y Toño 3 a 2. Se comenzaron a caldear los ánimos, las habladas, los gritos y groserías comenzaban a subir de volumen. Nuestros rivales volvieron a ganar un reñido juego de 3 a 2. Mucha expectación, nervios y algunas plegarias en secreto. Aristeo prendió un cigarro y lo colocó en el cenicero de la portería que él cuidaba. Los trallazos salían de un lado y del otro. Ellos anotaron primero, gritos y celebraciones, para este momento la mesa ya estaba rodeada por nosotros y otros boleros que estaban animando a sus campeones. El que anotaba sacaba, y fue cuando “El Trompa de hule” trató de pasarse de lanza: al momento de sacar, en lugar de lanzar la pelota contra la placa metálica colocada en la banda contraria al lado donde ellos jugaban, la golpeó contra la placa de su lado, saliendo disparada contra la portería que defendía Nacho. No sé si él ya esperaba esta sucia y reprobable maniobra, o si sólo fue una instintiva y rápida reacción, pero impidió que fuera gol desde el saque, que entre “caballeros” no estaba permitido. El rebote fue muy fuerte, pero con gran fortuna, llegó a la delantera a cargo del tío Toño, quién sin mediar otra maniobra, giró muy fuerte la muñeca derecha, y metió gol con el extremo izquierdo. Gritos de gol, y de reclamo: además de que estos cabrones, habían sacado con trampa, como le falló y fue gol en contra, querían “repetir”. Pero gol era gol. El siguiente tanto fue muy reñido, la pelota salió varias veces de la cancha, la mesa saltaba, aún que era pesada, pero la fuerza y la desesperación de los contrincantes ya era patente. Sin cruzar miradas con Toño, pero en una maniobra ya practicada, Nacho retrasó la pelota al portero, la retuvo alternativamente con la cabeza y los pies del jugador, al tiempo que los rivales sacudían la mesa intentando que se le escapara a los “locales”, como una nueva muestra de marrullería. Sin una señal pactada, Toño puso horizontales a los jugadores de la media y la delantera, y Nacho sacó tremendo disparo. Las varillas de los rivales golpearon ruidosamente la mesa, intentando interferir en el tiro. Yo no vi la pelota cruzar la cancha, pero el sonido de como rebotaba en la portería rival fue evidente. ¡Gooooool! Gritamos todos los primos, triunfo 3 a 2 y empate dos juegos a dos. El cigarro de Aristeo se había consumido sin que lo volviera a tocar. Pero estos tipos, aunque aún no habían sido derrotados en la cancha ya no estaban dispuestos a arriesgar el dinero que había sido colocado como apuesta sobre la portería del lado de Nacho. Aristeo, entre gritos los tomó y dijo que ellos ya habían ganado dos juegos antes y que ellos se “merecían” esa apuesta. Nacho, Toño y todos, en un

acto temerario (o tonto) estábamos dispuestos a defender el honor de la familia (y a recuperar el dinero, por su puesto). Pero antes que nos diéramos cuenta, el hijo de don Lorenzo (que también era el joven “expertólogo” del espectáculo de las víboras), tomó a Aristeo por el brazo, se lo torció y le quitó las monedas de la mano mientras gritaba. Lo soltó, y mientras el abusivo lloraba, le fue señalado un letrero de lámina que estaba colgado en un rincón, que rezaba: “prohibido cruzar apuestas”. “El Trompa de Hule” como que se quiso arrancar a los golpes, pero el encargado del negocio, le dijo “cálmate chamaco pendejo, o traigo a la policía para que te lleve al bote por andar apostando”. En ese momento, nos cayó el veinte: también nosotros estábamos apostando, habíamos infringido el reglamento. Luego de vernos rápidamente entre todos, emprendimos el regreso a casa. Ni reclamamos ni nada, nos metimos al despacho de papá, que estaba separado del resto de la casa. Decidimos no decir nada a los adultos, que estaban en plena fiesta, no sabíamos cual sería la reacción, unos decíamos que, si les dijéramos para recuperar el dinero, otros pensábamos que el regaño sería peor. En eso estábamos cuando sonó el timbre. Alguien se asomó por la ventana del despacho que daba a la calle: ¡era don Lorenzo! Nada pudimos hacer, mi mamá había salido a abrir la puerta. Desde la entrada del despacho se asomaron Nacho y Toño, pero los demás alcanzamos a escuchar: “es que los muchachos olvidaron estos diez pesos en un futbolito”. Mi mamá, le dio las gracias, y luego volteó a nosotros y le extendió las monedas a Nacho, al tiempo que lo regañó: “cuiden el dinero, ¡ni se los debía de regresar!”. Cerramos la puerta del despacho, todo eran vítores, gritos de triunfo y alegría. Habíamos empatado tremendo encuentro, no habíamos perdido el dinero y el bien había triunfado sobre el mal. Esa fue una buena lección, no volvimos a apostar luego de eso, y aunque tanto Aristeo como “el Trompa de Hule” nos echaban “ojos de pistola”, no se metían con nosotros, pues sus respectivos jefes, don Fernando el peluquero y don Ramiro, que daba los permisos de la presidencia a los boleros, eran buenos amigos de mi papá.

Pues me queda claro que el título del relato podría ser, “los recuerdos de la feria”; pero eran las fiestas de tres días las que reunían las condiciones perfectas: vacaciones, la feria y papás eufóricos que daban dinero a una pandilla de primos todos reunidos con una supervisión laxa, para disfrutar de ese paraíso temporal. La mezcla de sabores, olores, maravillas del momento y las primeras actividades donde desarrollamos pericia, permanecen flotando en los recuerdos. En este pandémico 2020, no hubo feria después de más de 100 años ininterrumpidos. Paco Septiembre de 2020

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