10 minute read

Frank Oliver de la Cruz Gamboa

Almaquio Ortega López, que en esa época tenía 23 años, disfrutaba como todos los adultos jóvenes de la transmisión junto a su hermano, en su casa en la avenida principal, donde se tomaban los carros para ir a Lima. Ninguno sabía que sería la última vez que pasarían tiempo juntos.

Vivían en Yungay, la antigua, a la que alguna vez el «sabio» Antonio Raimondi le puso «Yungay Hermosura». Es que las casitas, hechas de adobe y teja andina, formaban un tranquilizante y acogedor ambiente. Estaban pintadas de blanco y los techitos eran anaranjados. La ciudad estaba distribuida en jirones y calles que partían del centro, la plaza, adornada con altas y verdes palmeras: enclavada en el corazón del Callejón, rodeada de ricas campiñas y con un clima benigno y acogedor. Tenía un hermoso cementerio de cinco niveles, como si fuese una torta y un hermoso Cristo de mármol, diseñado por el arquitecto ruso Arnaldo Filomeno Bambaren. Esa Yungay era más grande que sus vecinas del Callejón de Huaylas, sí, más grande que Carhuaz, Huaraz, Ranrahirca y Recuay.

Advertisement

Al igual que en Carhuaz y Huaraz, los vecinos yungaínos se aglomeraban para escuchar la radio, sacaban sus sillas, se acomodaban en la plaza, cerca de las palmeras, por ahí, donde antes estaba la catedral que se derrumbó. Era un domingo 31 de mayo de 1970. Ese día se inauguraba el mundial de fútbol en México. La radio, que era el principal medio de comunicación en la zona, era utilizada por todo el pueblo para poder atender a tan importante evento, en el cual iba a participar la selección peruana de fútbol. El ambiente era festivo y alegre. Este fue el primero en caer, luego de que todo empezó a temblar.

Los ciudadanos salían de sus casas, era un temblor, fuerte, ¡un terremoto!, uno de 7,8 grados en escala de Richter. Pasó el sismo y el ruido seguía siendo atroz, como si mil aviones pasaran por encima de Hermosura al mismo tiempo. Se iba a caer, del nevado más alto de Perú, el Huascarán, se veía que el hielo se venía abajo Desde el pico norte del nevado, 40 millones de metros cúbicos de hielo, rocas y lodo se venían sobre el callejón de Huaylas a más de 200 kilómetros por hora. El alud amenazó a Yungay, Huaraz y Ranrahirca. Gran parte del derrumbe fue hacia esta última, menos mal que el cerro Aira le sirvió de escudo a la ciudad. Pero para Yungay, la cosa era distinta, si bien era muy poco en comparación a lo que iba hacia Ranrahirca, no había objeto, estribación, o canal que ayudase a contener la masa que iba hacia Hermosura.

Almaquio Ortega le dijo a su hermano: «¡vámonos!» y se apresuró a escapar corriendo. Salió raudamente, era cuestión de vida o muerte. Y pasó. En tres minutos, La querida Yungay del señor Ortega sería enterrada entre hielo y rocas. Hermosura, ya no sería más. Durante esos minutos, Almaquio corrió para salvarse, fue hacia el puente Calicanto y ya no pudo volver por este, el derrumbe lo había roto. Fue para el jirón Dos de mayo, una cuadra afuera.

Pasaron los tres minutos y Almaquio seguía ahí, en el jirón Dos de mayo, junto a una multitud de personas veinte o treinta personas. Se echó a llorar, un llanto de impotencia y frustración. Su casa, su ciudad, su familia; nueve de sus diez seres queridos; su vida, hasta ese entonces, todo había sido sepultado por un alud. A los 23 años, Almaquio lo perdió todo. Cuando se calmó, tuvo que apoyar a los demás sobrevivientes y ellos a él. En tres lugares se habían quedado los sobrevivientes.

De 20 mil habitantes, solo quedaban 415 o 420, por ahí y cuatro palmeras que se salvaron gracias a que una torre de la catedral les sirvió de escudo. Era menester que todos ayudaran como pudiesen. Los otros grupos estaban en el circo y el cementerio, o lo que quedaba de estos.

Eran las 3 de la tarde, el payaso Cucharita estaba laburando en el circo, como debía hacerlo. El circo Verolina Europeo, conformado por chilenos, había sido llevado a Yungay por un alemán. Ese día el elenco se preparaba para la función de matiné que había sido programada para las 3:30 p.m. Mucha gente cruzaba la puerta del estadio Fernández para ingresar al circo, porque este se ubicaba dentro de aquel.

El payaso estaba en el camerino, recién se había sacado la camisa para empezar a pintarse la cara. Dentro de la carpa, los empleados del circo atendían a una gran cantidad de niños, quienes habían aprovechado el dos por uno en las entradas y la fiesta que los adultos armaban en la ciudad para ir a ver la función. Las graderías estaban repletas y los niños repetían «¡hora, hora!». A las 3:23 p.m. las preparaciones para el espectáculo se detuvieron, el suelo empezó a temblar. Cucharita salió del camerino y fue rápidamente a la puerta del estadio. Quedó paralizado al ver como las paredes del lugar y las casitas caían levantando una inmensa polvareda. Vio como los adultos y niños salían corriendo del interior de la carpa. Los pequeños, llorando aterrorizados; los adultos, rezando, pidiendo por ellos y por sus vidas. Él también se puso a rezar, aunque «no era muy católico que digamos», en ese momento, necesitaba el consuelo de algún dios.

De repente, se oyó un ruido atronador, como si mil aviones pasasen volando encima de Hermosura. Salieron corriendo despavoridos. Los pequeños fueron a buscar a sus padres a la plaza, mas no pudieron hacerlo debido al fuerte movimiento y la amenaza que venía cayendo desde el pico Norte del Huascarán. Cucharita se había dado cuenta de esto.

Rápidamente, aprovechó su influencia sobre los niños y les llamó a que vuelvan al circo. Los niños siguieron la indicación del payaso y se apresuraron de vuelta al lugar en el que tan solo minutos antes todo parecía ideal. En ese momento, algunos empezaron a gritar ¡corran, corran! Todos salieron a la carrera cual estampida. A lado de Cucharita, corría el mago Petrus, cuya

magia se había visto inútil frente a la inclemente naturaleza. Cucharita recibió a la gente y los llevó hacia el cerro más cercano.

Cucharita volteó la mirada hacia la ciudad mientras subían el cerro. Vio que una gigantesca ola de barro color gris y vientos huracanados iban pasando por la ciudad, arrasando todo a su paso. Luego, un silencio sepulcral, pero ya lo habían perdido todo. El circo Verolina Europeo había desaparecido completamente, no quedó nada. Cucharita perdió a su esposa, Rosa Marambio, quien había ido a hacer las compras al mercado de Yungay, ella estaba embarazada y solo llevaban un año de casados.

Esa noche, las personas que se salvaron por haber subido al cerro, la pasaron en la intemperie, temblando por el frío que calaba hasta los huesos, estaban cerca al nevado. Se escuchaban más derrumbes debido a las réplicas y los pequeños lloraban de hambre y clamaban por sus padres, el ambiente era desgarrador.

Al día siguiente, bajó del cerro. Gracias a la acción del payaso, 300 personas, en su mayoría niños de entre 6 y 12 años se salvaron de ser enterrados por el alud. Encontró en el camino restos de cuerpos desmembrados, reconoció a algunos de sus compañeros que no alcanzaron a salvarse. Buscaba a su esposa, no la encontraría nunca. No podía creer que la naturaleza se haya obsesionado de esa forma con una ciudad tan bella, de la cual solo quedaba parte del cementerio.

Pelayo Aldave Tarazona fue una de las personas que se salvó de la desgracia por haber corrido hacia la cima del cementerio. Había ido a Huaraz un día antes, regresó a Yungay a las 2 p.m. luego de almorzar en El Pico de Oro, ubicado en el jirón 28 de julio. Cuando se cambiaba la ropa luego de una ducha, las paredes empezaron a moverse y el techo comenzó a doblarse. Salió como estaba, se paró en calzoncillos bajo el umbral de una puerta, pero tuvo que irse porque el movimiento no cesaba.

En la calle, vio como las tejas andinas bailaban y caían dejando sin techo a las casitas blancas de la ciudad y una polvareda empezaba a cubrirlo todo. Las personas gritaban, pero nadie se entendía, el ruido por el terremoto y los gritos eran ensordecedores. Estaba embrutecido por la anulación de parte de su esencia humana,

pues a pesar de ver a las personas llorar y pedir clemencia, solo se quedaba observándolos, o lo intentaba, porque la polvareda no le permitía ver.

Llegó hasta la esquina de Artemio Giraldo, quien le increpó por andar semidesnudo. En ese preciso momento, se oyó un ruido estruendoso, como si mil aviones pasasen por Hermosura a la vez.

¡Aluvión! -gritó- Se viene el Huascarán, corramos don Artemio y le tomó de la mano, pero este no respondió, estaba paralizado debido a lo que se venía. Pelayo se despidió de él y corrió hacia la esquina del restaurante Los Claveles. El corazón le palpitaba a carreras, no podía ver nada por el denso polvo, pero notaba que las casitas de adobe y tejas andinas eran ahora escombros. Sus piernas dejaron de responder y quedó tendido en el suelo.

¡Levántese! -le gritó el profesor Faustino Carranza- ¡corra, el aluvión ya está sobre nosotros! Volteó la mirada al nevado y vio como una masa que se movía con mucha velocidad se hallaba en la plaza de armas arrasando con todo a su paso. Sacó fuerzas de quién sabe dónde, se puso sobre sus codos y se levantó gateando. Su pie derecho sangraba, pero iba impulsándose con el izquierdo hacia el cementerio, otras personas reaccionaron con el mismo plan. Llegó. El problema ahora era subir los niveles. En el último minuto, las piedras de la segunda plataforma cayeron y tuvo que subir saltando y trepando sobre estas. Al llegar al límite entre la tercera y cuarta plataforma, una piedra le cortó el pie izquierdo y cayó en una zanja.

Miró hacia la base del cementerio, vio a las personas arrodillándose y juntando las manos para rezar, algunos se abrazaban para esperar el fin juntos. En la zanja de bruces, Pelayo esperaba lo peor a la vez que las piedras cual proyectiles pasaban encima de él. Finalmente, el lodo quedó a tres metros debajo de donde él se encontraba. El golpe del alud en el cementerio hizo remecer al Cristo de mármol, mientras los que habían logrado subir lloraban a gritos y casi no tenían lágrimas debido al pánico.

Pasó una noche de demonios. Entre personas que lloraban con todo su ser, algunos que no podían ponerse de pie o cambiar su posición debido al frío y los fuertes vientos, el ambiente asemejaba un centro psiquiátrico lleno de orates.

Ya en la mañana, junto al ingeniero Casaverde y el geofísico francés Patzelt y su esposa decidieron salir por Utcush; el profesor Carranza le buscó ropa entre los escombros de Utcush, se pudo poner un pantalón roto, una blusa y envolvió sus pies en papel improvisando unas sandalias.

Pusieron troncos de eucalipto como puentes y la gente empezó a cruzar como equilibristas, una niña casi se cae, pero la agarraron de los cabellos en el último minuto. Restos sin extremidades, cabezas y vísceras diseminadas por el lugar conformaban el horripilante cuadro que tenían que ver. Llorando como si fuese lo único que uno pudiese hacer, llegaron a Cochahuain, donde se reunieron con otros sobrevivientes y llegaron el lunes primero de junio a Pashullpampa, donde todos se abrazaron y lloraron juntos.

Hay quien dice que el alud que cayó sobre Yungay fue causado por un desborde de la laguna Yanganuco, lo cual es falso, porque esa laguna está al otro lado del Huascarán. Lo cierto es que quienes se salvaron lo hicieron en tres lugares: el Jirón Dos de mayo, el circo Verolina Europa y el cementerio, desde el cual una pareja de asiáticos capturó el desastre en video. Así como que Yungay no fue excavada porque el presidente Velasco Alvarado mandó a que el lugar sea un camposanto.

También es cierto que luego, el profesor Pelayo Aldave Tarazona fue nombrado director del plantel en el colegio Santa Inés de Yungay. Que el payaso Cucharita falleció, pero quedó inmortalizado dentro del libro de declaraciones que se puede conseguir al visitar Yungay y, por último, es cierto que Almaquio Ortega López no se ha contagiado de COVID-19, trabaja como jardinero y recibe alegre a los turistas en el camposanto que forma parte del Yungay actual, la cual, para este humilde servidor, merece, por su historia y su labor en mantenerla viva, el nombre de Yungay Hermosura.

This article is from: