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Sermón de las Siete Palabras

Segovia Viernes Santo 7 de abril de 2023

Mons. Ángel Rubio Castro

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Obispo emérito de Segovia

Segovia, en Semana Santa, es religiosidad, arte, devoción y cultura. El acueducto milenario de Segovia tiene 167 arcos; los siete primeros se entrelazan con las siete letras de Segovia:

S-ANTIDAD

E-VANGELIO

G-RACIA

O-RACIÓN

V-IDA

I-MAGEN

A-MOR

Siete nombres para siete arcos sin argamasa alguna, que definen nuestra historia.

Y en el día de hoy, Viernes Santo, “las siete palabras de Jesús en la cruz”, que no son siete palabras sino siete frases cortas, una incluso de una sola palabra en la Biblia Vulgata latina “sitio”, que se traduce al español por dos: tengo sed.

Son las siete mejores e inolvidables enseñanzas o frases que fueron las últimas que Jesús dijo clavado en la cruz antes de morir. Ellas son el compendio maravilloso y vivencial de todas las enseñanzas.

Escuchemos y meditemos Señor, con el corazón dócil. tus últimas palabras en la cruz:

1.- Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).

La primera palabra que sale de la boca de Cristo en la cruz es “Padre”, sin esta palabra es imposible acercarse al misterio de Jesús en la cruz. Toda su vida y a todas horas repetía esta palabra:

- “No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49);

- “Te doy gracias Padre, Señor del cielo y de la tierra porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños. Sí Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre; ni quien es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 21-22).

- “Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino” (Lc 11, 2).

- “No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino” (Lc 12, 30-32).

- “Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas y yo preparo, para vosotros, el reino como me lo preparó mi Padre a mí” (LC 22, 28-30).

- “Diciendo: Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22, 42).

Todo en su vida fue hacer y cumplir la voluntad del Padre. Tras decir “Padre”, Jesús añade “perdónales, no saben lo que hacen”. Perdona porque nos amó hasta el límite.

En la cruz, Cristo perdonó a sus enemigos, y de esta forma pasó a ser el signo de compasión y de misericordia… Pocas experiencias pueden ser más autodestructivas para nosotros que nuestro propio odio. Lo peor que nos puede ocurrir no es tanto que seamos víctimas del mal, cuanto que ese mal padecido pueda llegar a hacernos “malos”. Por ello, ante la cruz estamos invitados a perdonar y a reconciliarnos con nuestros enemigos. Solamente así podrá edificarse la paz tan anhelada…

No saben lo que hacen, ni Judas que lo entregó, ni Caifás, ni Pilato que lo mandó crucificar, ni la turba que gritaba “crucifícale”. ¿De verdad no sabían lo que hacían?

Los que cada día causan tantas víctimas inocentes, los que organizan tantos crímenes ¿No saben lo que hacen?

Y nosotros ¿no sabemos lo que hacemos cuando cometemos un pecado grave?

Señor, ruega al Padre por mí también, diciendo “no sabe lo que hace”.

No. Lo sabía todo… todo menos tu amor, que siempre me perdona.

2. En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43)

El Viernes Santo, dos días antes de resucitar de entre los muertos, Jesús hace esta asombrosa declaración de que hoy el buen ladrón estará con El en el Paraíso. En ello podemos apreciar que Dios tiene un sentido del tiempo diferente del nuestro. Dios nos perdona antes siquiera de que hayamos pecado y Jesús promete llevar a ese ladrón al Paraíso, antes incluso de que Él mismo haya sido resucitado de entre los muertos. Ello es así porque Dios vive en el Hoy de la Eternidad. La eternidad de Dios ya está irrumpiendo en nuestras vidas. La eternidad no es lo que sucede al final de los tiempos, después de que hayamos muerto. Cada vez que amamos y que perdonamos, ponemos un pie en la eternidad, que es la vida de Dios. Y esta es la razón de que podamos sentirnos dichosos incluso el Viernes Santo, incluso ante la perspectiva del sufrimiento y de la muerte.

Así lo describe el Evangelio: “Hasta los que habían sido crucificados junto con él lo injuriaban… uno… lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros”, pero el otro intervino para reprenderlo: “¿Ni siquiera temes a Dios tú, que estás en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, pues estamos recibiendo lo que merecen nuestros actos, pero éste no ha hecho nada malo”. Y añadió: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le dijo: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. (Lc 23, 39-43; Mc 15, 29-32)

“En el Paraíso”,” Hoy”. De las dos cosas, lo más importante que le promete y le dará Jesús no es tanto lo que significa el sustantivo “Paraíso” cuanto lo de la palabra “conmigo”. Estar de verdad con Cristo es estar ya en el paraíso.

Estar con Jesús, este es el paraíso, la plenitud de la vida, ahora y para siempre.

Este ladrón arrepentido fue el primer fruto visible de la redención. El estar cerca de Jesús para él fue una suerte, la ocasión de su vida, una bendición y una gracia. El otro ladrón parecía ciego y sordo.

Pero éste miró a Jesús, escuchó sus palabras de perdón. No podía ser. Este hombre no podía ser un malhechor. Captó algo de su misterio. Era un hombre paciente y generoso. No maldecía ni estaba desesperado. Estaba rezando y diciendo palabras de perdón para todos. No podía ser.

Algo se conmovió en el ladrón. Algo empezó a nacer en él. Era como una luz, como una ola de compasión y admiración, como unas ganas de llorar, como una esperanza grande. Y creyó en Jesús. Y le suplicó con humildad “acuérdate de mí cuando vayas a tu reino”. “Alguien puso la primera rosa en la cruz del Señor”.

Jesús le promete algo más que un recuerdo, le promete una pronta presencia: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Vivías en el infierno, pero ya se acabó para ti. Vivías en la violencia y en el odio, y hoy empezarás a vivir en el amor. Vivirás, viviremos para siempre en el reino del Amor, que es mi Padre.

¿No habrá por el mundo muchos buenos ladrones, delincuentes, que están esperando la cercanía de un Cristo misericordioso para abrirse a la vida nueva de la libertad y del amor? Si nosotros no somos ladrones, ¿por qué no nos hacemos Cristo?

Este ladrón arrepentido robó el paraíso con la súplica desde la cruz, donde moría. “Acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Y Jesús desde la cruz se lo concedió porque el paraíso se consigue solamente por la cruz, la tuya y la nuestra.

3. Mujer, ahí tienes a tu Hijo… ahí tienes a tu Madre (Jn 19, 26-27)

La Virgen Madre de Jesús, con el discípulo que amaba. La Virgen a la derecha de la cruz, Juan a la izquierda, así los representa normalmente la iconografía cristiana, la cruz con el crucificado en medio.

Mucha gente había en el Calvario, pero quien realmente “estaba” allí era María. Ella no estaba simplemente mirando, estaba contemplando, estaba compartiendo, estaba comulgando, estaba asumiendo y compenetrándose con la Pasión del Hijo. María no tiene una cruz propia, pero ella está clavada en la cruz del Hijo.

Ahora Jesús mira agradecido a su Madre. Allí estaba también Juan, el discípulo fiel, el discípulo amado. Antes de morir se preocupa por ellos, y les hace una mutua entrega: que la Madre no se quede sin hijo, y que el hijo no se quede sin Madre. Es un buen regalo para María, es el mejor regalo para Juan. María junto a la cruz entre dolores y esperanzas se convierte en Madre de la Iglesia, Madre nuestra, y nosotros ganamos como Juan a la mejor de las madres.

Podemos dar al mundo la buena noticia: que nadie se sienta solo, que nadie se sienta huérfano. Siempre hay una madre que nos propone, que nos ama y nos hace partícipes del amor de Dios.

La Virgen de las Angustias

La Soledad al pie de la Cruz

La Piedad

La Soledad dolorosa

Allí estaba María

Mirando, contemplando, comulgando

Asumiendo toda la pasión de su Hijo. No podía faltar ella cuando todos gritan

Todos acusan, todos injurian, todos fustigan, Solamente María, silenciosa y fiel sigue al Hijo.

La Madre y el Hijo totalmente unidos en la realización De la voluntad del Padre. La oscura promesa del Génesis se ilumina. Redentor y corredentora.

El nuevo Adán, la nueva Eva, y la nueva creación. Cristo y María juntos, inseparablemente unidos.

Solo ella conocía el odio de Jesús al pecado Y su amor al Padre.

María está ahí, en el camino del dolor, junto a la cruz, en la hora de la soledad, en el límite de la existencia, en la experiencia de la oscuridad.

Ella sigue compadeciéndose de sus hijos. Los acompaña en los sufrimientos, Los reconforta con su mirada de comprensión, De apoyo y de aprobación… Como hizo con su Hijo Jesús. Si el camino es duro, es dulce la compañía.

Es una escena única del evangelio de Juan, Jesús crucificado habla a su Madre y al discípulo amado. Aquí está tu Hijo” luego al discípulo, al que amaba, le dice “Aquí está tu Madre”. Jesús confía su Madre y la comunidad de discípulos simbolizada por el discípulo amado el uno al otro “y desde aquella hora el discípulo la tuvo en su propia casa”.

María se hace Madre de todos los creyentes, Madre de la Iglesia, la casa de Juan.

4. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)

Las tres primeras palabras de Jesús han puesto de relieve que incluso en este momento más sombrío algo estaba germinando en la cruz. Nos han mostrado el perdón, la felicidad y el nacimiento de la comunidad. Pero ahora en el momento decisivo, dentro del marco de nuestras reflexiones, aparecen estas palabras de absoluta desolación. Aquí tenemos tan sólo un grito de dolor y de soledad. ¿Se trata de una pregunta sin respuesta? ¿Hay algo más que añadir?

Estas palabras tan desconcertantes de Jesús desde la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Fue un grito que sigue resonando a lo largo de toda la historia, así lo cuenta el Evangelio: “Al llegar el mediodía toda la región quedó sumida en tinieblas hasta las tres. Y a eso de las tres gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, lema sabaqtaní” (que quiere decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?) (Mc 15, 33-34; Mt 27, 45-46).

El abandono de Jesús en la cruz es un misterio, un misterio que emociona siempre y al mismo tiempo llena de consuelo. Porque ¿quién no se ha sentido alguna vez abandonado de los hombres y… hasta de Dios? ¿Y quién no ha visto a muchos otros hombres y mujeres que se sienten igualmente abandonados: personas sin trabajo, enfermos desahuciados (saben que tienen cáncer terminal o sida), padres buenos cuyos hijos no corresponden, un terrorista, un drogadicto, ¿o …? Dios mío, Dios mío, ¿por qué?

En su carta apostólica Porta Fidei (la Puerta de la Fe) del 11 de octubre de 2011, el Papa Benedicto XVI escribe: “¡Cuántos santos han experimentado la soledad! ¡Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora! Las pruebas de la vida a la vez que permiten comprender el misterio de la cruz y participar en los sufrimientos de Cristo son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe”.

Hay épocas de la historia en las que Dios parece abandonar no solo a los individuos, sino también a un instituto religioso en particular o incluso a la misma Iglesia. Talvez sea este el momento por el que estemos pasando actualmente.

Y hay días en la vida en los que el dolor, el abandono que se siente es tan intenso que la queja y el lamento son la única posibilidad que nos queda de continuar en contacto con Dios.

En esos días no dejes de gritar también tú una y mil veces a Dios: si, ¿por qué me has abandonado?

El grito desgarrador de abandono que nos ofrecen las narraciones evangélicas de Marcos y de Mateo en la muerte de Jesús, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34; Mt 27, 46) ha experimentado diversas interpretaciones a lo largo de la historia y de la tradición cristiana. En estos textos los evangelistas citan la primera frase del Salmo 22, un lamento clásico que ha tenido un impacto profundo en el modo como los primeros cristianos interpretaron el sufrimiento y la muerte de Jesús.

Para gritar su angustia, para formular la plegaria de su abandono sin límites, Jesús se sirvió del Salmo 22, sus palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” son el primer versículo de este antiquísimo canto de dolor que el Espíritu Santo puso en el corazón y en los labios de la piedad del Antiguo Testamento como grito de suprema angustia ante Dios.

Hemos de terminar preguntándonos sobre nosotros y Dios:

¿Quién abandona a quién?

¿Dios al hombre?

¿No será más bien que es el hombre el que abandona a Dios?

5. Tengo sed (Jn 19, 28)

Jesús está en la cruz y pierde sangre a lo largo de tres horas, expuesto al sol del principio de la tarde. Todos los ardores de sus miembros se concentran en la llama atroz que devora sus entrañas. Es entonces cuando dice: “¡Tengo sed!” Es queja y es súplica. Con esto se confirma lo que de Jesús había profetizado el Espíritu de Dios, mirando a su Pasión: “Mi garganta está seca como una teja, y la lengua se me pega al paladar” (Salmo 22) y también “en mi sed me han dado a beber vinagre” (Salmo 69, 22).

Aquel mediodía se juntaron en Jesús dos clases de sed: sed física pues había caminado mucho, y era el principio de la tarde, pero, sobre todo, sed abrumadora de nosotros y de nuestro amor. Sed, como cuando se encuentra con la samaritana en el pozo, cansado del camino, y le dice “dame de beber”. Tenía sed también de todos los vecinos de aquella localidad que luego vendrían a Él invitados por la mujer.

Jesús tenía sed de la salvación de todos los hombres y mujeres de su tiempo, particularmente de los de su Pueblo, Israel, y todavía más especialmente de los de la ciudad de Jerusalén. Un día se le oyó exclamar hondamente entristecido: “Jerusalén, Jerusalén, cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas y no habéis querido” (Lc 13, 34).

A la sed física de Jesús en la cruz hay que añadir siempre esta otra sed todavía mayor: la de su gran deseo de salvar al mundo.

La indigencia física que Jesús sigue sufriendo a lo largo de los siglos es mencionada varias veces en el Evangelio bajo la forma de “sed”. Recordemos a este respecto el pasaje del Juicio Final: “tuve sed y me disteis de beber… o ¡no me disteis de beber!”

Ser discípulo de Cristo significa también tratar de socorrer la indigencia física del mundo, curar las llagas frescas de Jesús en los más desfigurados e irreconocibles de sus miembros. Estas llagas son hoy espantosas.

Pensemos en todos los hambrientos y sedientos de nuestra sociedad. Porque, aunque parezca mentira, en nuestro mundo actual son muchos millones los que todavía no tienen ni siquiera agua para beber, los que cada día mueren de hambre o de desnutrición, los que se ven obligados a decir: tengo hambre, tengo sed. Lamentablemente nadie les escucha ni les hace caso.

Desde que Jesús exclamó desde la cruz “tengo sed” el hambre y la sed de estos hermanos nuestros tiene ya para Dios un sentido más profundo. Porque Jesús se hizo uno de ellos, los que tienen hambre y sed son los especialmente preferidos de Dios. En su hambre y en su sed Dios sigue viendo desde el cielo la sed, el sufrimiento y el abandono de su Hijo en la cruz.

Jesús tenía sed de agua, sí., pero más todavía sed de justicia, de paz, de reconciliación, de libertad, de armonía, de orden, de amor…

“Si conocieras el don de Dios, dice Jesús a la mujer samaritana – “y quién es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva” (Jn 4,10) es lo que nos dice también hoy a nosotros.

El anhelo y la sed del Espíritu de Cristo perduran y perdurarán hasta el día del Juicio Final.

Las tareas que Dios encomienda a cada persona son distintas, no es lo mismo la de un casado, padre o madre de familia, que la de un soltero, la de un político, banquero o profesor, la de un obrero, la de un sacerdote o religioso, o la de un seglar. Pero todas estas diferentes tareas han de llevar un denominador común: el amor a Dios y a los hermanos, la fidelidad a la voluntad de Dios y el plan que él se ha trazado sobre cada uno de nosotros.

6. Todo está cumplido (Jn 19, 30)

A la sed de Jesús respondieron los soldados que le crucificaban empapando una esponja en vinagre y acercándosela a la boca en una caña de hisopo. Y en ese momento el Señor dice: “Todo está cumplido”. Todo está consumado. La pregunta es ¿qué es lo que está cumplido? Nuestra salvación, la obra para la que el Padre le ha enviado al mundo. ¿Quién la ha llevado a cumplimiento? Jesús mismo entregando su vida por nosotros.

No es un grito de desesperación, sino al contrario, una palabra de conformidad serena y profunda paz. El Señor ha terminado la obra que el Padre le encomendó. Su misión está cumplida.

Si por parte de Jesús todo está cumplido, por parte nuestra no lo está, sino que más bien todo ha de comenzar cada día. Cuando escribe San Pablo: “Completo en mí lo que todavía falta a la Pasión de Cristo”, el apóstol no está haciendo literatura, ni metáforas… algo falta aún a la Pasión de Cristo… hoy concretamente le falta que nosotros tomemos en serio nuestra condición de cristianos, que oigamos estas palabras, no como un recuerdo, sino sabiendo que hoy aquí, ahora, Cristo está todavía sufriendo y muriendo.

Al final de mi vida ¿podré yo también decir “todo está cumplido” porque he realizado la tarea que se me había encomendado?

Feliz el cristiano que a la hora de la muerte pueda sin temeridad repetir suavemente en su corazón las palabras de Jesús.

Manos potentes y tiernas abiertas al perdón y creadoras

Esas manos tantas veces alzadas hacia el cielo en profundo silencio de oración.

Esas manos rotas de tanto darse tendidas al hombre Como un lazo de amor. Esas manos han quedado

Para siempre atadas, cosidas a la cruz.

También aquellos pies

Pies del mensajero que anuncia la paz.

Infatigables, conocedores de caminos angostos, peregrinos ardientes hacia la Jerusalén pascual.

También los pies de Jesús

Han sido taladrados por un golpe seco y sin piedad

Pero no han podido parar ese amor que se derrama mansamente entre las manos del Señor.

Un bautismo de sangre redentora se escapa por sus dedos Hasta empapar la tierra.

No han podido los clavos frenar ese torrente de fuego

Que conducirán los pasos de los apóstolos de ciudad en ciudad. Es que no hay autoridad humana que pueda impedir La acción de Dios, atado de pies y manos, como un malhechor, Jesús continúa amando. Es verdad, todo está consumado. Todo lo anunciado se ha cumplido.

7. Padre a tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46)

“Hacia el mediodía –nos dice el Evangelio- las tinieblas cubrieron toda la región, hasta las tres de la tarde. El sol se oscureció, y el velo del templo se rasgó por medio. Entonces Jesús lanzó un grito y dijo: “Padre, a tus manos confío mi espíritu”. Y dicho esto, expiró” (Lc 23, 24-26).

Jesús dice sus últimas palabras con voz potente. La primera palabra de Jesús en la cruz es “Padre”. También la última.

Si en aquel tiempo hubiera habido radio y televisión, en la noche de ese viernes, los telediarios e informativos de todas las emisoras y canales del mundo habrían dado la noticia: “Esta misma tarde, en la ciudad de Jerusalén, ha sido ejecutado en la cruz un hombre que se hacía pasar por Mesías e Hijo de Dios. A su muerte, y a pesar de ser el principio de la tarde, el sol se apagó, tembló la tierra hasta romperse las rocas, se abrieron los sepulcros y el velo del templo se rasgó de arriba abajo. La tierra tembló, las rocas se resquebrajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron” (cf. Mt 27, 52).

La Iglesia guarda y custodia celosamente la memoria de este acontecimiento único, de la crucifixión de Jesucristo, de la Cruz de Cristo. En el Credo, tras haber confesado que el Hijo de Dios “se en- carnó en el seno de María la Virgen y se hizo hombre”, confiesa inmediatamente: “Fue crucificado por nosotros en tiempo de Poncio Pilato; murió y fue sepultado”. Muriendo, Jesús se ha metido de lleno en la experiencia dramática de la muerte como ha sido construida por nuestros pecados. Pero muriendo, Jesús ha llenado y colmado de Amor el morir, y además, lo ha llenado de la presencia de Dios, que es Amor: Con la muerte de Cristo, la muerte, entonces, ha sido vencida, porque con Cristo, ese vacío y esa nada de la muerte la ha llenado hasta el colmo de la fuerza opuesta al pecado, que la originado. Jesús la ha colmado del Amor.

Jesús, manso y humilde de corazón, que se despojó de su rango, se humilló hasta la ignominia y rebajamiento, por una pasión tan ultrajante, vejatoria y cruel, y una muerte de cruz. Él es la salvación. El que cuelga del madero es nuestra salación. En Él, además, tenemos la respuesta a la inquietante pregunta: ¿Quién es Dios? ¿A Dios le es indiferente el destino humano?

Si en la Cruz, es cierto que contemplamos y palpamos el Amor sin medida de Dios, no menos cierto es que también, a su luz, contemplamos la gravedad y la tragedia de nuestros pecados. ¿Quién nos podrá librar de la iniquidad que pesa sobre nosotros? ¿Quién podrá salvarnos de nuestro pecado? Solo uno puede salvarnos; solo el Amor y el poder de Dios pueden arrancarnos de las raíces de la culpa y de la muerte; solo el Hijo de Dios, “Cristo que ha muerto por nuestros pecados”, según las Escrituras. Hermanos, esta es la Buena Nueva que escucha el hombre, tú y yo, necesitado de redención: Dios no nos ha abandonado al poder de la muerte, sino que compadecido, ha tendido la mano a todos. En el hecho de la Cruz de Cristo se ha operado un giro decisivo en la historia de los hombres; ha comenzado el tiempo del perdón, es decir, de la compasión y de la misericordia.

Hoy es día para una conmovida y sentida acción de gracias. No debería ser nuestra vida más que una acción de gracias, y que esta acción de gracia fuese volvernos a Él para que su Amor esté en nosotros y nosotros demos testimonio de Él en una vida entregada a los demás, donde no quepa ninguna violencia ni odio alguno; donde solo quepa el amor fraterno, el perdón.

Llenos de esperanza, miramos el árbol de la Cruz, donde se abre una gran aurora de luz: La aurora, el nuevo día, que está marcado por su perdón. ¡Mirad, de par en par, el paraíso abierto por la fuerza de un Cordero, víctima de reconciliación! Mirad al que traspasaron, pues de su costado abierto brota el agua viva que nos purifica, que nos trae el perdón vivificador. De su costado abierto brota la sangre derramada, para el perdón de nuestros pecados, de todo odio y de toda violencia. De ese costado brota la Iglesia como una nueva Eva, sacramento de unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano.

Adoremos a nuestro redentor, que por nosotros y por todos los hombres, quiso morir y ser sepultado, para resucitar de entre los muertos y supliquémosle, llenos de confianza y abiertos a la esperanza: ¡Señor, ten piedad! ¡Señor, escucha y ten piedad!

Cofradías o Hermandades

También vosotros y los miembros de vuestras cofradías estáis llamados a ser apóstoles y evangelizadores en vuestro hogar, en vuestro trabajo, en vuestra profesión y en todas las circunstancias y ambientes que entretejen vuestra vida. Vuestra comunión con el Señor debe traducirse en dinamismo apostólico y misionero: Habéis de anunciar a Jesucristo, con obras y palabras. En primer lugar, con vuestro testimonio, con vuestros criterios, verdaderamente evangélicos, con vuestra vida intachable, con vuestra rectitud moral, en vuestro trabajo y con la ejemplaridad en el cumplimiento del deber.

Pero habéis de anunciar a Jesucristo, también, con la palabra. No os debe dar miedo ni vergüenza hablar del Señor a nuestros hermanos, mostrándoles a Jesucristo como único salvador, único camino para el hombre y única esperanza para el mundo. En esta hora, más que en épocas anteriores, ante el avance del laicismo militante, es urgente también, robustecer la presencia confesante de los católicos en la vida pública, sin complejos, sin tener vergüenza, con decisión, valentía y convicción.

Segovia siete letras.

Siete palabras. Siete expresiones. Luminosa como el sol que nos alumbra.

Segovia con la dama de las catedrales. De altura como sus torres.

Esbelta agilidad de sus agujas.

La sucesión de los siglos acumula espléndida armonía. Estaremos aquí contigo, con tus costumbres y tradiciones de ayer, hoy y siempre.

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