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10. Uniformes y prestigio
La educación de las elites indígenas en el Perú colonial
su caballo de batalla a la hora de reformar. En Cuzco, tanto los criollos como los indios seguían hablando quechua, se escribían piezas de teatro en este idioma que según César Itier era, en esa ciudad, vehículo de la cultura barroca (Itier, 1995: 91, 102). Es de suponer que en la segunda parte del siglo XVIII, los colegiales leían textos escritos en quechua y presenciaban las representaciones que se daban. Se les exigía poder predicar en español y en quechua como declara haberlo hecho don Bernardino Pumacallao en su relación de méritos de 1776: «el uno [sermón] en hispanico en solemnidad de los dolores de Maria Santísima Nuestra Señora y el otro en una de las dominicas de Cuaresma en lengua yndica». (AAA, concurso de curatos: 1776) Por tanto, en lo que oponía Lima al Cuzco la cuestión de los idiomas nativos era importante, sobre todo porque los jesuitas desde el principio los habían favorecido.
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10. Uniformes y prestigio
En la capilla de San Borja se encontró bastante ropa en la visita de 1793: 11 camisas, 20 uncos, calzones, 11 medallas de plata con sus cintas, 20 pares de medias, 18 capas verdes, 20 bandas y una bandera vieja. No parece totalmente descabellado pensar que esta ropa estaba allí desde los tiempos de los jesuitas y que servía poco, puesto que eran pocos los caciques que la usaban. El unco era la camiseta autóctona, de forma que se puede decir que no había variado el vestuario de los colegiales del Cuzco desde las primeras constituciones. En cuanto al colegio de Lima, las cuentas de Bordanave ofrecen el detalle de lo que declaraba comprar para cada nuevo colegial: «Un vestido completo de chamelote verde forrado, botones grandes de seda, calzones forrados, un sombrero negro, un espadín de servidor, un viricu con sus hebillas, una camisa de vuelos y dos llanas, un par de calzones blancos, un par de medias de seda y dos pares de calcetas, un par de zapatos y un juego de hebilla, la banda de tafetán carmesí con escudo bordado con hilo de plata, una peluca con su bolsa y caxa para guardar, dos platillos de peltre, cuchara, tenedor y cuchillo». (AGN, Temporalidades: leg. 171) Se nota una evolución en el traje con la camisa de vuelos, la peluca y el espadín. Tal vez sean los cambios debidos a la junta de Temporalidades que «les varió a los alumnos el traje que usaban con desagrado de los indios ya civilizados, de camiseta y manto verde, en el uniforme también verde que se les han visto» (AGN, Temporalidades: leg. 171). En Cuzco no tenía por qué intervenir, lo que explica que no haya cambiado.
Cuando José Silva toma la dirección del colegio del Príncipe, el fiscal de la caja de censos aprueba sus cuentas con algunos reparos y en 1798 dice que: «Para lo sucesivo, le parece indispensable se le prevenga tenga el cuydado de que se tome razon en esta caxa de censos de los decretos que se le pasaran de señalamiento de becas a los casiques y el vestuario de estos a su ingreso se efectue por la caxa con intervencion de su ministerio, y con previa razon del rector acerca de lo que necesitaren y de lo que pueda aprovecharse de los colegiales que huviesen fallecido, ó salido fuera inteligenciándosele de que en otra forma no se aprobarán las partidas concernientes al ingreso de estos». (ANC, Fondos varios: vol. 63, f. 57) Así las prácticas de Bordanave, que consistían en dar el vestuario de un alumno fallecido al recién entrado, no parecen indignar al fiscal. Más bien las considera como una medida económica recomendable. En 1798, como doscientos años antes, la tacañería de los administradores de las cajas de censos no conoce límites. Lo que sí indignaba era que el dimitido rector hubiera declarado ropa y vestuario virtuales, nada más. Pero don José Silva, plantea otra vez de manera aguda la cuestión del uniforme. Expone que los colegiales necesitan nuevos trajes: «Porque se ha observado que es preciso estimularles a que vengan al colegio como lo hizo el Exmo Sr Principe de Esquilache y convendría hacerlo siempre para que se civilizasen y afianzasen en la Religión siquiera los hijos de los caciques y en su falta sus parientes más cercanos». (AGN, Temporalidades; Colegios: leg.171) Por tanto, a fines del siglo XVIII y principios del XIX, surge de nuevo el sensible problema de los uniformes. La caja se negaba otra vez a pagarlos. A partir de 1803, los caciques alumnos del colegio del Príncipe denuncian, en una serie de documentos, la falta que les hace desde siete u ocho años, es decir desde la renuncia del rector Bordanave, lo que corroboran el procurador y el rector José Silva. Además, tanto este rector como el procurador de naturales abogan por un nuevo traje de «opa de paño atabacado y beca como el que usaban los colegiales de Santo Toribio». La hopa era un traje largo y cerrado que los estudiantes llevaban fuera del colegio. El hecho de que se mencionara una equiparación posible con los colegiales de Santo Toribio y se contemplara por primera vez el uso de una vestidura talar, marcaba un progreso enorme en las mentalidades de los responsables del colegio, ahora hombres de la Ilustración. El abogado defensor argüía contra las protestas del fiscal que los alumnos del Príncipe no eran tan numerosos como para agotar los réditos de la caja, y que por otra parte las hopas, siendo vestidos talares, serían más fáciles de pasar de un colegial a otro que los chupines y permanecerían para siempre, haciendo ver así los ahorros que
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implicaba para la caja adoptar la hopa. Sin embargo, la respuesta era invariable: «no hay dinero», lo que contradicen con firmeza los miembros del cabildo de indios. No obstante, el juez de la caja en su auto de 15 de junio de 1799, mandó que los caciques usaran dentro del colegio los uniformes maltratados, «para que no se acavasen de perder», sin resolver el problema de su salida a la calle. Uno de los colegiales, Joseph Atanasio Vega, que había ingresado en 1790 bajo el rectorado de Bordanave, se veía, con este auto, en la obligación de seguir con el vestido que había recibido nueve años antes, cuando era niño. Ahora bien, con la Ilustración, las ideas sobre educación habían evolucionado, los hijos de caciques podían examinarse en la Universidad y seguir las clases de los colegios mayores. Este era el caso de Atanasio Vega, que habiendo acabado la gramática, seguía clases de filosofía y teología en San Carlos. Salir a la calle cuando tenían que asistir a besamanos o funciones públicas, con los viejos uniformes atípicos y maltratados, era exponerse a las burlas y mofas de los demás jóvenes. En 1803, el rector Silva tomaba la defensa de sus colegiales exponiendo que después de acabar la gramática, emprendían estudios mayores, «tomándose la molestia de ocurrir, mañana y tarde a los colegios de San Carlos y San Ildefonso», que por tanto no se les podía objetar inacción. Con ello contestaba implícitamente a las frecuentes acusaciones de pereza que se solía hacer a los indios. Eran los colegiales del Príncipe, según su rector, acreedores «a que se les abilite de uniforme y beca». Insistía además sugiriendo la contradicción que había entre las cédulas reales y la obstrucción de la administración virreinal: «[...] si a pesar de todo lo dicho se desea que los caciques con sola la enseñanza de la doctrina cristiana primeras letras, gramática y retorica, único objeto del colegio, se presenten en las funciones literarias de concursos de curatos de Academia y otras, permitame V E le repita mi pasada representación porque no es dable los ponga en este estado con sola la expresada instrucción». (AGN, Temporalidades: leg. 171) En la visita que hace el protector al colegio en 1801 nota que «no existen ropa para salir en cuerpo de colegio porque se está tratando entre el fiscal y el Rector». En efecto, el protector y el rector pensaban aprovechar la total falta de uniformes para cambiarlos. Hasta se había pensado en los detalles del nuevo traje: el color atabacado de la hopa y el paño grana o carmesí de la beca. Hasta se habían tomado medidas: después de casi dos siglos los colegiales del Príncipe podían vislumbrar la posibilidad de encaminarse hacia la igualdad prometida por Esquilache y las repetidas cédulas reales. Los doce colegiales que estaban en el Príncipe en 1803 dieron una procuración, ante un escribano, a Vicente Ximénez Ninavilca, procurador del número de la Real Audiencia, que también había sido colegial del Príncipe (O’Phelan, 1997: 61),
para pedir en su nombre el uniforme que llevaban años solicitando. El procurador Ninavilca, para tratar de llegar a un resultado, mandó pues en octubre de 1803 que se tomara las medidas de los doce colegiales para realizar las hopas y becas, lo que hicieron los peritos más acreditados de Lima, estimando el gasto legítimo que podía invertirse —para doce hopas de paño con sus becas de paño de grana o encarnado «mas una vara de terciopelo azul de seda en el que se han de bordar de oro y plata las insignias», manguillos forrados y bonetes— en 718 pesos, lo que era inferior a los gastos declarados años antes por Bordanave para un solo tercio y ocho alumnos. El procurador de naturales intentó convencer al juez de la caja, y al constatar que la cuestión de la hopa era un factor de retraso y obstrucción, transigió, sin dejar de insistir en la importancia de la solicitud: «Debo exponer también que les es indiferente se les continue en ese traje o él se varie en opa y beca como ha meditado el sr fiscal protector pues lo sustencial es que desean tener vestuario aparente para presentarse en cuerpo de colegio a las funciones literarias de la universidad, yglesias besamanos y otras a que concurren los demas colegios, pues no han podido hacerlo en la fecha relacionada por este defecto llegando ya a terminos y ser casi no conocido un colegio tan privilegiado [...]» (AGN, Temporalidades: leg. 171) Lo que dice aquí implícitamente el procurador de naturales es que la voluntad de abatir a los hijos de caciques es evidente y que privarles de uniforme es una manera solapada de hacerlo, quitándoles la posibilidad de aparecer en público o sea de existir socialmente. La respuesta, en 1804, fue que se pasara el expediente al juez de la caja general para que en la forma acostumbrada provea a los alumnos del colegio del Príncipe de los trajes y vestidos «que hasta aquí han usado». O sea que la Audiencia autorizaba el gasto para trajes nuevos pero se negaba una vez más a hacer de los caciques colegiales como los demás. Transcurrió más de un año y los escolares no veían llegar los nuevos uniformes. Volvieron a escribir lamentando su desgracia de seguir en la misma necesidad, sin poder presentarse en las funciones a que debía asistir el cuerpo del colegio y especialmente ahora que se acercaba la Semana Santa en que les era preciso asistir a los divinos oficios y demás actos de religión. También habían informado al cabildo de naturales, que intervino a su vez con una carta al juez privativo de la caja general de los censos, afirmando contra el sempiterno pretexto de la falta de dinero que sí había en las cajas más de lo que se necesitaba, y reiterando la imposibilidad en que se encontraban los jóvenes de cumplir con sus deberes, tanto religiosos como de súbditos, cuando se trataba de recibir al nuevo Virrey. La respuesta del juez fue que se haría lo