2 minute read

Seguridad: el corazón del Estado

No hay duda de que nuestro país atraviesa por un difícil momento en materia de seguridad. Como todos los procesos sociales, las causas son múltiples y complejas. Pero no es difícil aceptar que la crisis política del 2019 contribuyó al deterioro que vivimos hoy. Ahí hubo algo que se quebró. Entre otros, el consenso político de que el orden y la seguridad son condición para la vida en paz, lo que implica un apoyo permanente a las instituciones encargadas de dicha tarea. En particular, existió un ataque desmedido y despiadado de la otrora oposición devenida hoy en gobierno a las fuerzas de orden, quitándole el soporte político que necesitan para cumplir con su deber. Hoy, esas acciones ejecutadas de manera pública por el gobierno han terminado por explotarle en la cara.

Más allá del oportunismo político, detrás de estos ataques parece haber existido una falta de entendimiento acerca de cómo funciona el Estado y el rol que cumple la seguridad en el mismo.

La importancia que tiene la seguridad en las sociedades se conoce desde hace bastante tiempo. Thomas Hobbes, uno de los grandes filósofos políticos del mundo moderno, ya en el siglo XVII destacaba la relevancia de la seguridad como fundamento del Estado. Hobbes postulaba que el Estado surge de la necesidad de las personas de salir del estado de naturaleza, el cual, en ausencia de una autoridad que garantice seguridad, se caracteriza por una vida en la que reina la incertidumbre y el miedo de ser víctima de agresiones y/o una muerte violenta (la «guerra de todos contra todos»).

Para salir de esta condición, Hobbes plantea que los ciudadanos aceptamos ceder al Estado nuestro derecho a recurrir a la violencia, para que éste la administre, asegurando así la paz. Obviamente la cesión nunca ocurrió, pero ayuda a explicar uno de los porqués de esta asociación que llamamos Estado.

La bajada actual de esta idea es que el único legitimado para usar la fuerza es el Estado. Esto quiere decir que cuando existen enfrentamientos entre las fuerzas de orden y los ciudadanos solo el Estado -la policía- actúa amparado en el uso legítimo de la fuerza, mientras quienes no cuentan con esta autorización deben resolver sus conflictos acudiendo al Estado, prescindiendo de ella. Por eso agredir a un policía en cualquier país serio es considerado delito, en tanto agresión al Estado. Pero no solo eso. En las sociedades modernas, la policía también es necesaria para el aseguramiento de derechos y libertades, entendiendo que en democracia las diferencias políticas se resuelven en las urnas y no a los palos en la calle.

Esto no quiere decir que la policía tenga poder absoluto. Sin control, el poder estatal puede ir más allá de lo necesario para asegurar la paz. Los ejemplos más brutales de excesos suelen ocurrir en las dictaduras (de izquierda y derecha) en donde el poder policial es utilizado arbitrariamente, con los resultados terribles que bien conoce la historia de nuestro país. Es por eso que en sociedades democráticas el actuar de la policía está sujeto a control y cuando ocurren abusos deben ser debidamente investigados y castigados.

Sin embargo, una cosa es castigar los excesos cuando estos ocurren (haciendo respetar los derechos fundamentales que asisten a todos los ciudadanos), y otra muy distinta es dinamitar la confianza y piso político de las fuerzas de orden, validando de paso la violencia callejera emprendida contra éstas.

Es este el error por el que paga hoy el gobierno, que, sin saberlo, clavó un puñal en el corazón de un Estado que hoy le toca administrar, debilitando su acción y propósito. El escarnio fue público y prolongado. Pero no fue solo palabrería. Quizás lo más grave fue oponerse a prácticamente cualquier propuesta de seguridad, así como la iniciativa de amnistiar a quienes atacaron a la policía (los presos de la revuelta), para después indultar a presos con prontuario que habían atacado a Carabineros, incluido el sujeto que dejó en silla de ruedas a la PDI Danitza Araya y un experto en lanzar bombas molotov a Carabineros.

Hoy, al gobierno le toca cosechar lo que sembró, debiendo hacerse cargo de un monstruo que el mismo ayudó a crear.

This article is from: