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Nociva indiferencia

fuerza”. O sea, el Estado, mandatado constitucionalmente a mantener el orden y la seguridad, autolimita su propia fuerza sin importarle incumplir su principal obligación.

El mamarracho constitucional rechazado en Septiembre, eliminaba de facto a Carabineros por su carácter militar en formación, disciplina y normativa. Pero el proceso de destrucción de la institución empezó antes, y sigue aceleradamente. A propósito del “Día del joven delincuente”, mal llamado “combatiente” (a menos reconozcan sus sostenedores que es arma revolucionaria) se mostró directamente esa realidad que quieren escondernos: que Carabineros está controlado por la ONU, así como lo está el mismo Estado chileno. Todo esto de leyes especiales para las policías, mayores penas y esas cosas, son falacias. El Estado de Chile se amarró internacionalmente para desaparecer a Carabineros, establecer solo policías civiles, y de ahí los “cascos azules” ONU “dirigiendo” a los uniformados en esa vergonzosa jornada de cada año que se mantendrá hasta que desaparezca oficialmente la institución policial, el 29 de marzo.

Carabineros y Chile entero están intervenidos, y en vías de desaparecer como Estado soberano. Así como el crimen organizado, mejor armado que las policías matan a funcionarios, llegará el momento de la eliminación física también de todos los “enemigos del nuevo orden mundial” y de la Agenda 2030 de la ONU, que escogió a nuestro país como campo de experimentación. Por eso acá se hace una nueva constitución, por ser uno de los parámetros establecidos que después se proyectará al resto de los países, y los políticos de izquierda y derecha están comprometidos con esta entrega de nuestra soberanía. La Historia registrará estos años como la gran traición de toda la clase política, de cómo el dinero y las prebendas pudieron más que el patriotismo. Con asesinatos de Carabineros, con centenares de inmigrantes ilegales diarios, con delincuencia y terrorismo desatados, con la perversión sexualizante de niños, con el sometimiento de las FF.AA. a la ideología globalista antipatriota, se demuestra la realidad. Dejen de mentir.

La frase “no estoy ni ahí”, del tenista de marras, pareciera calzar en plenitud para graficar la indiferencia que hoy se observa en la sociedad. Ante hechos por los que se debería reaccionar con vigor, se opta por esconder la cabeza cual avestruz o, simplemente, por hacerse el leso. Parafraseando a Atahualpa: cuando las penas son de nosotros, para el indiferente, éstas son ajenas, como las vaquitas. El egoísmo y la apatía —defectos y anomalías—explican esta nociva indiferencia.

En la vida cotidiana, la indiferencia acelera el deterioro de las relaciones sociales, lo que se evidencia en el abandono, la incivilidad y la violencia en palabras y acciones. En los asuntos públicos, donde cada ciudadano está llamado a tener una opinión, a expresarla y participar —al menos con su voto— esta actitud suele acarrear consecuencias, ya que permite que unos pocos sean los que decidan por los demás. Con la modernidad, el poder pareciera diluirse, pero sigue en manos de reducidos grupos que se benefician con él. Y como el detentor del poder no conoce de escrúpulos, empuja siempre sus límites, en desmedro de la gente indiferente.

En lo político y lo moral, existen doctrinas y prácticas que saben aprovechar la indiferencia de la “mayoría silenciosa”; concepto éste de la sociología política, manoseado por algunos académicos, del que hacen uso los demagogos, quienes aseguran gobernar en nombre de esa mayoría que no se expresa, ya sea por no contar con los mecanismos o, sobre todo, porque cada vez más, “no está ni ahí”. Tanto los que ejercen el poder, como sus aspirantes, tratan de seducirla y conquistarla y, en muchos casos lo logran; para eso está la grandilocuencia del discurso y el arte de la comunicación, con métodos a menudo engañosos. Y ante los indiferentes, la mentira funciona, al menos por un tiempo. Se prometen cambios esperanzadores y emerge fácilmente el populismo, enarbolando banderas de causas nobles, pero inviables, hasta que la reali - dad de los hechos termina por desmentirlas. Entre quienes buscan hacerse con el poder, también están los iluminados, los talibanes de turno —pardos o rojos, ¡qué importa el color de aquellos extremos no opuestos!— compartiendo análogos métodos. Éstos, para imponer sus ideas a esa mayoría de indiferentes, juegan con la violencia. La fuerza ejercida por las minorías activas comienza por descalificar, luego amenaza y cancela. Lo esencial es inhibir la opinión y el actuar de sus imaginarios “enemigos”, neutralizando de paso a la masa indiferente que dicen representar. Entonces, el “no estoy ni ahí”, se transforma en una frase obscena. Instalados en el poder, al silenciar a los Brecht, Jara o Solzhenitsin, al reprimir a mujeres, jóvenes e intelectuales y exiliar a disidentes, los iluminados logran su objetivo. La indiferencia, eso sí, ya no encaja, no cuadra, no funciona; es demasiado tarde.

Hace poco escribía una columna sobre la paciencia. En ella precisaba que esa virtud no debe confundirse con la pasividad, ya que el paciente espera, pero activa y racionalmente, y luego actúa en el debido momento. La indiferencia en nuestra sociedad es nociva y corrosiva, pues provoca aislamiento, inmovilismo, alienación, disolución de lazos sociales y de pertenencia, terminando por dejarnos sin expresión ni reacción. De alguna manera, la indiferencia es cómplice del poder y sus excesos, encubridora de sus errores y abusos. Creo que es deber salir de este letargo y colocar la alarma para despertar del adormecimiento. Los asuntos públicos nos pertenecen y la mayoría no debe permanecer silenciosa. Dejar que minorías empoderadas —por más poseedoras de verdades que se sientan— decidan sobre lo que es bueno y malo, pintándonos de rosa el futuro, nos transforma en un rebaño de corderos condenados a aceptar lo inaceptable, a tragarnos los embustes, cual puchero añejo, y a rumiar después nuestro indigesto fracaso.

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