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Motín a bordo

Hechos reales

O! OTÍN A BORD ¡M

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Aida Sandoval

oy podría haber muerto cinco veces. En al menos esas ocasiones pude haber perdido la vida, sin contar las desgracias desconocidas que me habrán acechado agazapadas tras un paso de peatones, tras un tiesto que se descuelga de una ventana, en la mente de un asesino con poco que perder…, sin embargo, sigo viva. Y no se lo puedo achacar a mi fortaleza física ni a mis carentes habilidades para subsistir, sino a la mera casualidad.

El camarero de la mañana me ha atendido con la nariz fuera de la mascarilla, una nariz que curiosa e ignorante asomaba por encima de la tela oteando el ambiente sin saber que ese gesto podría ser su fin, el mío y el de tantos que estamos en contacto. Pero no le llamé la atención, ¿para qué? Tampoco deseo que la próxima vez se olvide de servirme el trocito de bizcocho esponjoso que acompaña al café… Al abandonar el lugar y caminar por la calle me vi obligada a hacerlo entre un grupo de personas que fumaban, por supuesto sin mascarilla; unos, apoyados en un vehículo 56 aparcado y el resto, en la pared de enfrente. No había más opción que adentrarme en el paseíllo del peligro, y sobra comentar que no procedía quejarme… Dejé de respirar como si ese fuera mi súperpoder, negarme a aceptar un virus que no quiero y proseguir mi día, inmune a la insensatez y a la ausencia de temor que reina en el ambiente. Al llegar a mi puesto de trabajo, una compañera me contó entusiasmada la fiesta de cumpleaños que había organizado con quince amigos y, mientras mis gotas de sudor amenazaban con hacerse visibles resbalando por la frente, yo sonreía, ¿cómo iba a restarle ilusión a su evento? La cuarta vida que pude haber perdido fue cuando al regresar a casa mi marido me comentó que en la peluquería le pidieron que se quitara la mascarilla para poder arreglarle las patillas.

Al llevar en descuento ya cuatro vidas, dediqué la hora de la comida a pensar cuántas traería mi cuerpo de serie y cuántas habría ya consumido en la adolescencia, época en que más locuras comete una. ¿Habría obedecido yo en mi pasado a tales restricciones como ahora le pedimos a la juventud?

El quinto y último intento de acabar conmigo que tuvo “la dama de la guadaña” fue cuando más relajada me encontraba paseando a mi perro al atardecer, sin prisa, sin aglomeraciones de gente, respirando el olor a salitre… Demasiado bucólico para ser cierto, de modo que la algarabía festiva amparada en la nocturnidad no tardó en hacerse visible. Labios y mentones al descubierto en un hervidero de virus dándose el festín comentaban que nos están arrebatando la libertad al obligarnos a poner mascarilla, que el Gobierno nos engaña exagerando una epidemia que en verdad no es para tanto, que nos secuestraron en casa coartando nuestros derechos, que habría que salir a tirar piedras a los gobernantes. Y otra vez en la historia confundimos las prioridades creyéndonos la leyenda de la libertad obscena del valiente.

Sinceramente, me preocupa mucho más llamar setenta y seis veces al centro de salud sin que me respondan, hacer consultas telefónicas al médico y conseguir una receta de antibióticos sin que ningún facultativo me haya examinado, o hacer cola en la sucursal bancaria como ovejas en un rebaño apelotonadas a la puerta. Todo esto sí que es para arrojar piedras si pensamos que en la cafetería es la misma persona la que te atiende que la que desinfecta las sillas y las mesas. No se puede cargar otra vez más el peso de la pandemia sobre los mismos, no es justo. Y cuando la curva de estrés está en su punto álgido, es cuando al director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias se le ocurre públicamente justificar que viajó fuera de España porque estaba saturado. Ponerse en los zapatos de otro es muy difícil, ahora bien, si a todos los que no cesamos la actividad laboral desde el inicio del estado de alarma, si a todos los cajeros que cobraron a cientos de personas al día sin ningún tipo de protección cuando esta pesadilla apareció y a cualquiera que se queje de bloqueo mental se le ocurriera hacer un viaje para desestresarse, ¿de qué servirían las recomendaciones? El confinamiento no se vivió igual en un chalet que en una habitación compartida de un piso de Madrid con vistas a patio interior, aunque las infantas nos enviaran un mensaje de ánimo desde su jardín. “Haz lo que yo te diga y no lo que yo haga”, refranero que tanto nos ha enseñado.

Que nos manipulan, cierto. Que nos mienten, por supuesto. Que la información está controlada y restringida, como siempre. Que el virus existe, preguntémosle a Trump, a Bolsonaro, a Ortega Smith. Que la mascarilla es mala para la piel, ¿alguien lo duda? Que nos puede salvar la vida, vaya usted a saber. Aunque más que tirar piedras hacia alguien quizás deberíamos preocuparnos de no tropezar con las mismas tantas veces.

De todos modos, ni siquiera un gato puede asegurar que tenga siete vidas, por tanto, creo que sería mejor no jugárnosla y acatar las recomendaciones, no vaya a ser que no lleguemos a celebrar las fiestas navideñas. Aunque este año a la Navidad no la salva ni Papá Noel con una máscara de gas soviética.

Fotografía de Maneco Magnesio