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LOS ABANDONADOS ILUSTRES DE ESTE MUNDO

Por Fernando Cruz Kronfly

Profesor de la Universidad del Valle Doctor Honoris Causa en Literatura Investigador emérito vitalicio de Colciencias

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Breve Nota Introductoria

Este texto apunta a colocar en un determinado horizonte analítico y crítico “Lo que no fue dicho”, el más reciente libro de José Zuleta Ortiz. Que he terminado de leer. Lentamente, sorbo a sorbo, dando permiso a la visitación de las evocaciones y referencias que cada página me iba obligando a hacer debido al tema allí en despliegue. Tema que viene de lo más profundo de los relatos míticos, así como de los más arcaicos textos sagrados: la relación enigmática entre padres e hijos.

Y pensando, igualmente al tiempo que leía, en los abandonados ilustres de este mundo, a quienes el abandono hizo tanto provecho, tanto doloroso bien. Y cuántas lámparas encendidas a ellos entregó y cuánta plataforma existencial ofreció para su personal manera de ir y venir por el mundo. No hablo de los abandonados en la miseria que, por millones, se hunden en el crimen y en el pantano de la exclusión. Hablo de los abandonados de excepción.

Se trata aquí, entonces, de colocar la “novela familiar” de Zuleta Ortiz, según la categoría analítica elaborada por Marthe Robert, en el horizonte que le corresponde como texto literario y no como autobiografía, que desde cierto punto de vista también lo es. Y de esta manera ponerla a salvo de la recepción por parte de lectores y comentaristas que la reducen a ser sólo una especie de “testimonio” personal del autor, respecto de su relación con su madre, que “lo abandonó”. ¡Y, qué pesar!

La lista de los abandonados de este mundo es, en cierto modo, la misma de la humanidad, habida cuenta de que la especie sapiens es, por definición, la desterrada de la naturaleza y la que transmigró a otro mundo caracterizado por lo simbólico, la crisis de lo instintivo, lo psíquico, la negatividad inherente a las prohibiciones morales y los imaginarios donde se echa y se confunde en un mismo fardo lo que existe con lo que no existe como si fuesen la misma cosa. Falso desprendimiento de la naturaleza, apenas una ilusión equívoca, por cuanto la especie humana jamás pudo deshacerse de ella como su madre ancestral, con la que sostiene una tensa relación de abandono, amor y devastación, sin por esto jamás poder quitársela de encima. La naturaleza, como la madre, siempre están ahí son deudas imposibles de saldar.

La anterior es, al parecer, la causa más plausible del ontológico desasosiego de la especie humana y de su vivir siempre en falta respecto de algo indefinible que vuelve a brotar como deseo en el rescoldo vivo, una vez se alcanza lo deseado y vuelve y juega y vuelve a empezar. Motivo por el cual, posiblemente, Henry David Thoreau escribió en Walden (Henry David Thoreau, Walden, Editorial Errata-Naturae, 2021), que la mayoría de los seres humanos vive vidas de desesperación muda, silenciosa. Y, por su parte y más recientemente, Jacques Lacan escribió, términos más términos menos, que los seres humanos viven vidas en las que siempre queda faltando algo. Sin olvidar el libro del desasosiego, de Pessoa.

Pero, además, haciendo honor a las evocaciones que iban desfilando a medida que avanzaba en la lectura de “Lo que no fue dicho”, no podía dejar de lamentarme ante el tipo de recepción reduccionista a lo anecdótico que de este libro se ha venido haciendo, no pocas veces tolerada con resignación por su mismo autor, a mi juicio en estado de perplejidad y asombro no sólo ante lo escrito como vaciamiento interior, sino ante los comentarios expresados por los asistentes a las presentaciones públicas de su libro, en algunas de las cuales he podido estar presente y oculto a distancia, gracias a la tecnología.

“Recepción reduccionista” a lo anecdótico familiar, ha quedado dicho, por cuanto considero que “Lo que no fue dicho” es uno de los libros más hermosos e importantes que se han escrito acerca del abandono y la relación tensa entre padres e hijos. Enigma que viene siendo arrastrado desde los tiempos humanos más originarios, motivo por el cual ha de merecer un tipo de recepción digna de su significación en el mundo de las escrituras literarias de propósito estético y no simplemente comercial. Éstas últimas en boga y destinadas al consumidor promedio, que suele empozarse en lo anecdótico y en lo sentimental cursi. Para de esta manera soportar el tiempo de la espera y de paso calentar un poco las sillas de los aeropuertos o salas de espera en los consultorios médicos.

La edición que tengo en mi mesa de noche a la espera del día, es la tercera en menos de dos años. Este éxito editorial y muy seguramente de ventas, me lleva a sospechar que la recepción de esta obra sigue girando en los lectores alrededor de la historia que se desliza por la superficie, así: ocurre que el escritor mismo, hijo abandonado por su madre, decide ir al encuentro con ella en el filo de su muerte. Momento intenso en el que ambos, tan lejos y tan cerca, tienen el valor de volver a ver sus rostros y figuras fantasmales, contarse, si queda tiempo, sus mutuas historias de vida y allí, exactamente allí en esas narraciones, poderse reconocer.

¿Dónde más?

Así que, a medida que avanzaba en la lectura del libro de Zuleta Ortiz, tuve por absolutamente cierto que su tema es la relación siempre ambivalente y cuántas veces tensa de las hijas e hijos con sus padres, la nebulosa del origen o punto de partida y la manera como los abandonados de este mundo deciden enfrentar la ausencia de esa luz y ponerle la cara al origen umbrío. Y, en cuando sea posible, porque no siempre se logra, poner fin al desasosiego de toda una vida mediante la entrada en un agujero negro en cuya salida, como un coágulo, despunta un punto ciego: la madre.

Si esto es así en términos míticos y hasta mítico-sagrados, el hecho de que el autor de la obra sea o no el mismo abandonado que en cuanto personaje trajina las páginas, pasa a ser para la literatura de propósito estético un asunto ciertamente secundario. Opcional, por supuesto, para los lectores comunes y corrientes. Y este es precisamente el punto preocupante de la discutible recepción, la más superficial y fácil, que ha venido teniendo este libro en los lectores corrientes. Puesto que, además -y este además se convierte ya mismo en totalidad-, lo que hace de esta “novela familiar” una conmovedora obra literaria, es precisamente el tipo de escritura que se toma la historia, la invade de arriba abajo hasta dejarla convertida en otra cosa. Al punto de que si alguien llegara a preguntar dónde es que se encuentra enterrado el tesoro con las alhajas de esta novela, inscrita como ha quedado dicho en el “género de novela familiar”, según Marthe Robert, no dudaría al decir que el tesoro con las alhajas no está en lo autobiográfico, ni incluso en la poética de las situaciones que debe enfrentar el abandonado, sino sobre todo en la relación sistémica que esta escritura literaria sostiene con el tema de fondo. Se trata de la poética de la escritura misma que engrandece, que redime de lo convencional común y corriente y hace suya la poética situacional.

Bajo el siguiente supuesto: 1

LA ESCRITURA LITERARIA COMO ESCRITURA “EXTRAÑA”

Y SU RECEPCIÓN POR EL LECTOR

No son muchas las lectoras ni lectores que han advertido suficientemente que la escritura literaria es absolutamente otra y diferente de la escritura convencional, a pesar de estar “hecha” con los mismos signos del habla corriente, pero “enloquecidos” y “transgredidos” precisamente por la poética. No es fácil percibir la especificidad literaria que ocurre en este tipo de trastorno de los signos. Los seres humanos corrientes, habituados a las lecturas funcionales o de pasatiempo, difícilmente logran sentir las conmociones que causan las escrituras literarias poéticamente trastornadas. En principio, es posible afirmar que los más significativos escritores son aquellos que han propuesto y siguen proponiendo al lector una escritura “extraña”, incluso respecto de historias o temas que pueden considerarse banales y corrientes. Como hizo la inmensa y olvidada Clarice Lispector e incluso, luego, García Márquez en sus crónicas. Se trata de escrituras llamadas a despertar y poner en marcha la dimensión estética en el lector que, si es de aquellos comunes y corrientes, se aburre o no entiende nada lo poético inherente al lenguaje literario. De este desperdicio y fracaso están llenas las bibliotecas y librerías del mundo, aunque jamás por culpa de ellas.

Todo aquí depende y queda en manos de la recepción que, de este tipo de escrituras estéticas y poéticas, esté en condiciones de hacer el lector. Este es, por supuesto, un asunto de las élites intelectuales-sensibles. No todos sienten lo mismo ni están obligados a hacerlo y por no poder hacerlo son peores o mejores que nadie. De este tipo de “normalidad” promedio necesita el mundo. Porque no se trata sólo de entender sino de sentir algo diferente, una especie de “más allá”, un “plusvalor” en el ruido mismo ante Bach, Mozart o Vivaldi, o ante la escritura de Beckett, Shakespeare, Trakl, Neruda, Vallejo o Valéry. La mayoría de los lectores comunes no están en condiciones de dejarse conmover por las características diferenciales de los sonidos o las escrituras literarias de propósito estético. Los lectores corrientes son el nicho al que le que apuntan las editoriales comerciales, porque allí ese tipo de demanda cuantitativa es absolutamente superior. Me preocupa entonces que “Lo que no fue dicho” sea un texto llevado por la sensibilidad cursi del “qué pesar” a hacer parte de este nicho, en razón de una lamentable recepción que de este libro se haga por parte de los lectores comunes o de cierta crítica de superficie, que tan fácilmente se quedan atrapados en la sensibilidad “muy humana” y cursi que se pone en marcha cuando se conoce que el autor fue abandonado por su madre. Y, otra vez, qué pesar.

A propósito de esto de la conmoción interior que causan las escrituras literarias, en alguna novela que leí un día supe de una muchacha personaje que durante el desayuno con su amado se puso a leer el cuento de un navegante niño abandonado por sus padres, y a la mitad del relato ya estaba ahogada y llorando conmovida sobre los huevos revueltos y los pequeños panes que comía, mucho más por causa del lenguaje que por la historia misma, que no era mucha cosa. Ojalá que este tipo del llorar literario ocurriera más a menudo, aunque no tanto como para arruinar los deliciosos desayunos de este mundo. No se trata, por supuesto, de poner a sollozar a todos los lectores. Pero este personaje literario que humedeció el desayuno ante la perplejidad y conmoción de su amado, podría ser un buen ejemplo de lo que ciertas escrituras literarias desencadenan en los lectores “por sí mismas” en términos sensibles. Puesto que este encuentro entre el lector y la escritura literaria de propósito estético, se convierte en un campo de confluencia en el que se hace posible que brote de lo hondo del mar el cofre con las alhajas literarias. Esta especie de epifanía que produce lo “bello y profundo literario”, ocurre en el lector y no en ninguna otra parte, en cuanto él o ella actúan como “campo complejo intelectual-sensible” de recepción en términos estéticos.

Pero el punto aquí es también, y se da por supuesto, lo que sucede en el escritor que, para referirse a las “cosas mudas” que no tienen para sí palabras, como ocurrió con Hugo Von Hofmannsthal, ha de recurrir al arte de “enloquecer y transgredir” el lenguaje corriente. Y, así trastornado, ofrecerlo al lector. ¿Por qué razón el escritor de propósito estético hace esto y lo goza en medio de su propio trastorno respecto de la manera como se representa el mundo y así lo escribe? Delante del llamado proveniente de esta oferta extraña, el lector especial acude, entra como por una “umbralidad”, en términos de Walter Benjamín, y allí se queda a vivir dado el encanto de cuanto allí sucede. Y entonces acaece, como un “campo” personal complejo, el encuentro llamado recepción de la obra por parte del lector. Campo de convergencia entre un lector que lleva a este encuentro lo que tiene y un texto que, a su vez, pone en el asador del lector lo que tiene. 2

El Abandono De Los Padres Que Se Van A Vivir En Las Ideolog As

De regreso al abandono de las criaturas por cuenta de sus padres, en el caso de “Lo que no fue dicho” podemos “ver” un padre que a distancia y algunas veces como a ratos permanece atento a los recorridos de su hijo por las periferias, a sus apariciones y desapariciones en redondo de un núcleo circular, a veces en elipse y que se llama familia rota por causa del abandono. Entonces ha llegado el momento de decir que uno de los abandonos más crueles e invisibles es aquel que recorre desde el comienzo hasta el final este libro de Zuleta Ortiz. Pero no precisamente el abandono de la madre, que en el libro es evidente, sino el del padre, que es “invisible”. Y que es el que se produce cuando el padre se marcha a vivir a las ideologías, pierde la noción de realidad respecto de eso que se conoce como “hogar”, reduce la responsabilidad con sus hijos y con el mundo cotidiano e incluso con su función proveedora, por cuanto la Revolución y el “pueblo” en abstracto son aquello que importa de verdad en lo que imaginariamente se denominaba “en última instancia”. Dado que el hogar dizque es un invento burgués, donde los sentimientos y los apegos familiares no son bienvenidos. Olvidando, como ya se sabe, que los neandertales vivían en grupos llamados “familias” ancestrales, tenían “hogares” alrededor del fuego y no por esto hacían parte de ninguna familia burguesa recolectora, cazadora, pescadora, carroñera o incluso, como también ya se conoce, antropofágica. Se predicaba y se predica todavía, además, por hombres y mujeres libertarias y no sin falta de argumentos históricos y hasta personales razonables, que la familia “nuclear” en su modalidad moderna está mandada a recoger, que ciertamente es una

“institución burguesa”, que opera, actualmente como un estorbo para los narcisistas y egoístas que necesitan vivir solos sin negociar espacio ni tiempo con nadie. Seres humanos ensimismados de nuestro tiempo hiper-moderno, y cuántas cosas más. Así vivan en “familias” tradicionales o no necesariamente nucleares los obreros y especialmente los indígenas de otras maneras, en fin, nada burguesas. Porque una cosa es, al parecer, la teoría política y los movimientos legítimos libertarios burgueses y ciudadanos, y otra muy diferente la etología humana y la antropología. Incluso, la sociología. Hasta el punto de que podría pensarse que existe una zona de profundas tensiones entre las libertades, por una parte, y por la otra los apegos etológicos y antropológicos propios del legado animal que los sapiens arrastramos.

Pero, independientemente de esto, el abandono ideológico, a no dudarlo, parece ser el caso del padre del escritor en esta novela de Zuleta Ortiz en cuanto personaje de la historia. Tan bien logrado y caracterizado, a gritos, mediante los detalles más dicientes. Hasta el punto de que, en términos de novela de época, si así se la llegara a considerar, en “Lo que no fue dicho” se encuentra retratada y caracterizada de manera magistral una generación entera, no sólo nacional sino latinoamericana y hasta universal, con sus correspondientes estragos y consecuencias en la novela familiar.

¿Es más devastador el abandono de la madre que partió o el del padre que se fue a vivir a las ideologías?

Esta modalidad de abandono por irse a vivir a otro mundo sin irse, en este caso un mundo ideológico-político, es tan cruel o incluso más que el abandono físico de quien desaparece un día y no se deja volver a ver. El abandono ideológico-político es imperceptible, alcanza lejanías reales pero inasibles e indefinibles, se blinda de legitimidad y alcanza justificación: “la causa revolucionaria”. Pero, dígase lo que se diga, este “heroísmo” individual socaba, entristece y llena de sombras y sensaciones de abandono no sólo a las parejas sino a las criaturas. Déficits afectivos cuantas veces irreparables. Y, lo que torna más duro e inasible este tipo de abandono que recorre el libro de Zuleta Ortiz, es que encuentra justificación en las formaciones culturales ideológicas que se predican y que, además, son constituyentes de estilos de vida, encarnan y se convierten en formas “ejemplares” y apostólicas de ir por el mundo, existencias entregadas e inmoladas al servicio de una u otra “causa noble”. Se cuenta que San Agustín abandonó a su mujer y sus hijos, cuando por intervención de Mónica, su madre, se convirtió al cristianismo y debió echar al olvido su familia “pagana”. Pero, no por “burguesa”, sino por pagana.

Este tipo de abandono por cuenta de madres o padres que desaparecen por irse a vivir en el mundo de las ideologías o las libertades y todos los derechos, pero muy pocos o ningún deber, sólo maravillosos derechos; padres y madres que no sienten haber abandonado a nadie, porque siempre hay hogares de abuelos y casas familiares “tradicionales”, ahora sí no “burguesas”, donde es posible dejar en consignación sus criaturas mientras ellos hacen sus vidas en uso de sus derechos indiscutibles y sin deberes; este tipo de remisión y abandono de criaturas dejadas en consignación en casas como cuentas corrientes que son las familias de los mayores, recorre de manera muy fina pero evidente la totalidad de “Lo que no fue dicho”. Acierto profundo y desgarrador de este libro, por cuanto al final se sabe que también la madre del abandonado padeció peores abandonos y sufrimientos de origen análogos a los del niño escritor, dejado por su madre libertaria y su padre en un lejano mundo ideológico imaginario, que lo depositó en consignación en casa de Margarita, la abuela, a cuya memoria, con sobrada razón, Zuleta Ortiz dedicó su libro.