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Los caballeros no tienen memoria - Rafael Araiza

Los caballeros no tienen memoria

Rafael Araiza

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Es menester asentar que no soy hábil con los relatos de temática erótica, aunque, para ser honesto, creo que ningún género literario me ha bendecido con sus mejores musas. Aclarado lo anterior… no, aún faltan por esclarecer las razones que me obligan a contar una historia de tintes sensuales de la que yo he de ser el protagonista. No daré vueltas innecesarias al asunto, la causa de esta narración obligada tuvo su origen en una borrachera. Imagino que no soy el primero, ni seré el último, en involucrarse en una empresa cuyo fin es mantener intacto el orgullo personal.

Al calor de las copas y la música, de la que no recuerdo ni género ni títulos, Martín inició una charla sobre las artes amatorias que decayó hasta el grado tal que terminó elogiando sus propias habilidades como amante. Ante este escenario de conversación, Jorge, el tercer amigo de juerga, sintió que su orgullo de macho le exigía participar con una historia mayor y mejor que la de Martín. Sobra decir que, los alcoholes se adueñaron de mi voluntad e inteligencia y, caí en la trampa, me esforcé en opacar las fantasías de mis compañeros de juerga con un cuento improvisado, nacido de los vahos etílicos, la camaradería competitiva y los deseos insatisfechos que componían la atmósfera de esa noche.

—Les adelanto que no diré nombres ni detalles, solo la historia.

—Uh, así qué chiste —renegó Jaime.

—Está bien, Jorge, déjalo que cuente su experiencia. Tú ya contaste la tuya —terció Martín.

—Muy bien. Con el tiempo que tenemos de ser amigos, ya saben de la timidez y torpeza que padezco hasta estos días con las damas —dije mientras veía las sonrisas dibujarse en sus bocas— , pues esta historia aconteció en mi adolescencia, en una etapa en que, estas limitantes para relacionarme estaban aún más 4

acentuadas. Recuerdo que, por aquel tiempo, y con las hormonas entonadas a la edad, la mirada femenina más indolente era capaz de enamorarme y provocar sueños delirantes de sensualidad… Esto parece que va a alargarse —señalé al beber el resto del brandy en mi vaso— , mesero, otra ronda, por favor. ¿En qué estaba?

—Yo ya ni sé, has hablado como cura en sermón dominguero y no has dicho nada interesante todavía —asentó Jaime, con el tono exigente que lo distingue cuando espera algo con ansia.

—Decías algo de que, hasta las miradas femeninas, te excitaban cuando eras adolescente. Ah, solo para que conste, concuerdo con Jaime: te estás alargando sin darnos nada sensualón —agregó Martín. Yo era consciente de que mi historia parecía no ir a ningún lado, pero las mentiras me dificultaban seguir adelante. Sin embargo, debía hacerlo.

—Entiendo. Contaré la versión resumida. Fue después de una fiesta en el bachillerato. Habíamos bebido muchísimo y una de las mamás fue a recogernos para llevarnos a nuestras casas y así evitar accidentes. Me dejó para el final porque mi domicilio era el más lejano. Al entregar al último de los compañeros me dijo que pasara al asiento del copiloto, yo obedecí.

»De lo poco que recuerdo es que, al parecer, terminé adormilado por la borrachera durante la mayor parte del trayecto. Cuando sentí el auto detenerse, abrí los ojos con la intención de bajarme del miniván, pues pensé que habíamos llegado a mi hogar. Estaba equivocado. Frente a mis ojos recién abiertos estaba el rostro de tez blanca y angelical, tan cerca que pude saborear su aliento de goma de mascar mentolada y embriagarme con el perfume del maquillaje, escaso pero atinado que hermoseaba atributos que no lo necesitaban.

»En el momento en que mi cerebro descifró que la hermosa señora me montaba a horcajadas, una erección salvaje estalló en mi entrepierna, reacción que provocó una sonrisa lujuriosa en la boca de labios gruesos que buscaban los míos para fundirse en un beso que no supo de ternuras ni galanterías. La lengua femenina se clavó en mi garganta y lamió anginas, esófago, muelas y hasta el paladar. Todavía no me reponía del éxtasis del beso frenético cuando sentí la humedad de aquella boca deslizarse por mi pecho, abdomen, pubis… Mi hombría conoció, por primera vez, el calor inigualable de una boca experta. La saliva se mezcló con la simiente y una explosión de mil sensaciones, desconocidas hasta entonces, estalló en mi masculinidad. Satisfecho, egoístamente, intenté abrir la puerta del vehículo para bajar. La mano firme y fuerte la azotó para cerrarla de nuevo. Ese gesto fue suficiente; entendí que apenas comenzábamos.

»Otra vez, los labios se lanzaron sobre los míos, pero el recuerdo del semen escurriendo de ellos me hizo evitarlos. Iluso jovenzuelo era entonces, pues el brazo, delgado y firme, sujetó mi nuca para que, la lengua enardecida se sumergiera en mi garganta por segunda vez, convenciéndome de que el cielo existía y aquel instante de pasión era un pedazo de él. La presión de los dedos en la nuca dirigió mi boca directamente a la delicada hendidura que recibió a mis torpezas con calor y remojo. La mano, con su tensión en el pescuezo, aleccionó a mis labios para brindar las caricias correctas, lamiendo, besando y chupando donde la presión así lo indicaba.

»Con la lengua escocida de tanto lamer y la barbilla goteando el sabor de tan impresionante fémina, por tercera vez, recibí la lengua del placer anunciadora. Después, las manos expertas, decididas e inolvidables, mimaron el falo hasta que este alcanzó el punto perfecto para ser abrigado por primera vez en las carnes rosadas y

tiernas. No se me permitió hacer movimiento alguno, las caderas montaron a su antojo, subieron y bajaron, mecieron y sentaron, escurrimos, gemimos, lloramos y reímos hasta que el calor y las luces del amanecer nos sorprendieron amalgamados, fundidos, extasiados. Y entonces, peor que vampiros, nos ocultamos de la luz solar. Yo corrí varias calles para llegar y encerrarme en mi casa, ella subió los cristales entintados del miniván y se alejó a toda velocidad.

—¿Nunca la volviste a ver? —preguntó Jaime.

—No.

—¿De verdad? ¿Por qué? ¿Temías algo? —Continuó preguntando ante mi silencio.

—Es una historia tan buena que no te la creo —dijo Martín— , pero, conforme nos contabas estuve sacando cuentas y si esa aventura sucedió durante el bachillerato, entonces…

—No, no es nadie que conozcan. Tampoco diré nada más. Esa fue la historia y ya. Recuerden que los caballeros no tienen memoria. —Mentí con la mayor de las falsedades a mis mejores amigos. Por supuesto que sabía nombre y apellidos, y cada detalle de aquella mujer madura, perfecta e irremplazable.

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