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Los ríos y la Conquista
EL AGUA Y LOS ABORÍGENES DEL TERRITORIO CORDOBÉS
Los pueblos originarios de Córdoba fueron esencialmente tres: los Comechingones, los Sanavirones y, en el sur de la provincia, los Ranqueles. En la geografía de distribución se puede observar que todos residían en las inmediaciones de ríos, lagunas y arroyos. Los Sanavirones se extendieron mayormente por el norte de la provincia y en las cercanías de la Laguna Mar Chiquita y su comunidad construía acequias y represas para preservar el agua. Los Comechingones, por su parte, ocupaban la región de las sierras y almacenaban el líquido vital en vasijas y tinajas que ellos mismos creaban con barro curado. Estos dos primeros grupos, según los historiadores Carlos Floría y César García Belsunce, integraban el segmento de aborígenes denominados serranos, por lo general pacíficos, monoteístas y con una intensa relación con la tierra. El territorio de los Ranqueles, en tanto, se extendía alrededor de la Laguna El Cuero, así denominada por ellos mismos en alusión a una antigua leyenda de su pueblo, y con las salinas al sur y el Río Salado al oeste, lo que alcanzaba una porción de la actual provincia de La Pampa. Ellos también juntaban el agua para su preservación en recipientes de barro tratado, que producían con sus propias manos. En total, todos los aborígenes que habitaban lo que hoy es el territorio argentino a la llegada de los conquistadores no superaban el medio millón de personas, según Floria y García Belsunce, por lo que los recursos hídricos con los que contaban eran más que suficientes.
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SANTO RECURSO
El agua para las comunidades aborígenes representaba un recurso sagrado y, desde su cosmovisión, estaba íntimamente ligada a la existencia del ser humano. A lo largo de la historia de la humanidad, el carácter imprescindible de este líquido vital ha jugado como binomio en la reflexión y el quehacer de las comunidades. Cualquiera sea la época, la actividad, complejidad y nivel cultural de los pueblos, el agua ha sido siempre un tema central en las decisiones de los grupos. Según explica el escritor Ramón Vargas en su libro “La Cultura del Agua”, cada asentamiento fue creando, según sus valores, creencias y cultura, distintos tipos de relaciones con el agua y, por lo tanto, distintos modelos de gestión en torno a ella.
La Fundación, por Pedro Svetlosak, 1954.
Lo primero que se observa al recorrer la historia son las distintas organizaciones que los indígenas tenían para administrar el agua, la cual iba de la relación de sociedad con el recurso, a la del poder con ella. Los pueblos originarios construyeron sus propias maneras de entender y actuar en relación con el recurso hídrico, la naturaleza y los otros hombres, englobándolas en un contexto espiritual en el que “el agua era aborigen” y las fronteras de ecosistemas, seres humanos y sobrenaturales, se entrelazaban en reciprocidades y respetos mutuos que aseguraban la vida. Se sabe que los asentamientos primitivos tenían sus leyendas y mitos sobre las fuentes de agua. Casi siempre había dioses, sirenas o serpientes que protegían los espejos de agua y, generalmente, eran venerados. Esa actitud de respeto sagrado estaba directamente relacionada con el temor a ser castigados. Entre las leyendas más conocidas se encuentran las de la laguna de Ansenuza (Mar Chiquita) (1) y la que narra la relación de amor que existió entre el cerro Uritorco y el río Calabalumba (2), todas en torno a la importancia que tenía el agua. La creencia se apoyaba en la idea de que el agua es vida para todos y si se atenta contra ella, se lo hace contra todos, y por eso merecían ser castigados. Basados en los dichos del antropólogo Vargas, podríamos decir que el vínculo con el agua es una construcción social, resultado de percepciones y valores socioculturales que atraviesan a los sujetos. 1) Ansenuza era una diosa que habitaba las aguas de la actual Laguna Mar Chiquita, era una mujer tan bella como despiadada para con quienes invadían su territorio, hasta que un día encontró en la orilla a un indio sanavirón gravemente herido y en agonía de muerte. Ansenuza se enamoró de su belleza pero, al entender que ya no podía salvarle la vida, comenzó a llorar, y tanto lloró que las aguas de la laguna se volvieron saladas. El padre de los dioses se conmovió con su dolor y resucitó al joven, pero lo transformó en un hermoso flamenco rosado, que es el ave predominante en la laguna. 2) Uritorco era un indio joven que se enamoró de la bella Calabalumba hija de un hechicero que jamás aprobaría la relación. Por eso, escaparon una noche pero el hechicero se convirtió en un demonio que los perseguía siempre. Se refugiaron en matorrales y cuevas, pero todo fue inútil: el demonio de la muerte los acosaba hasta que un día los enfrentó convertido en un jaguar con ojos de hombre: el Uturunco. Entonces, los jóvenes enamorados se transformaron para poder hacer su amor eterno. Él se convirtió en el imponente cerro Uritorco y ella en el río Calabalumba, un torrente de lágrimas que, como un manantial, surge del mismo pecho de su enamorado.
La bebieron, la guardaron, la atesoraron y hasta se refrescaron e higienizaron gracias a ella.
EL VALOR AGREGADO DE LA TEMPERATURA
La surgencia natural de aguas termales y la producción de vapor de agua se utilizaban con fines terapéuticos, de relajación y ocio. Actividades que en Córdoba se le atribuyen a los Comechingones quienes, incluso, utilizaban pequeñas lagunas u ollas seguras como parideras donde las mujeres daban a luz a sus hijos. Según relatan las guías del Parque Natural Los Terrones, en cercanías de Capilla del Monte, allí se atesora una de las parideras más elegidas por los Comechingones. Ellos habitaron esa región y dejaron huellas de su cultura también en Ongamira y Cerro Colorado, donde el agua ocupaba un lugar fundamental. El uso del vapor del agua, ya sea natural o artificial, denota cierto grado de conocimiento muy importante de las virtudes terapéuticas, que fueron valoradas por algunos de nuestros pueblos. Fuera de la provincia de Córdoba, hacia el sur de la Argentina, algunas tribus calentaban el agua para higienizar a sus bebés mediante buches para lograr la temperatura adecuada. Método que llamó mucho la atención a los investigadores que iban descubriendo la historia de nuestros pueblos. En síntesis, el agua fue fundamental en el desarrollo de las comunidades aborígenes, incluso en aquellas nómades que siguieron sus derroteros siempre en torno a los ríos y arroyos que cruzan nuestra provincia. En todos los casos, el agua ya estaba allí cuando llegaron, una maravilla natural que se les presentó generosa, saludable y transparente.
LOS RÍOS Y LA CONQUISTA
La ciudad de Córdoba, en tiempos coloniales, pertenecía a la jurisdicción regional de la Gobernación de Tucumán, integrada al espacio económico y administrativo del Virreinato del Perú y, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, al Virreinato del Río de la Plata. Francisco de Toledo, Virrey del Perú, ordenó al gobernador de Tucumán, Jerónimo Luis de Cabrera, que estableciera una ciudad en el Valle de Salta. Sin embargo, Cabrera decidió desobedecer y crear una ciudad más al sur. En las márgenes del río Suquía se estableció la Ciudad de Córdoba, dentro de la región llamada “De Los Comechingones”. Las sociedades indígenas que habitaban esta región vivían en aldeas agrícolas, generalmente cerca de cursos de agua. Combinaban la agricultura con la caza y la recolección de frutas para su subsistencia. En las primeras expediciones a lo que hoy sería el territorio cordobés, los españoles describieron el lugar como “tierra en la que se hallaron siete ríos caudales y más de 70 arroyos o manantiales, todos de muy lindas aguas”. Los espejos de agua locales fueron lo que los atrajo y los llevó a considerar la región como muy propicia para fundar una ciudad. El aguja tuvo mucho que ver con los lugares elegidos para fundar ciudades, ya que los legisladores del Consejo de Indias, como apunta el historiador Fernán Bravo, determinaron orientaciones sobre las características que tenìan que tener esos territorios y que debìan ser: “De muchas y buenas aguas para beber y para regadíos” y que “los sitios y plantas de los “pueblos deben elegirse en parte a donde tengan el agua cerca”. A medida que los conquistadores avanzaban e iban descubriendo los cursos de agua, decidieron utilizar nume-

Honorio Mossi, Córdoba en el año 1895. Óleo sobre tela, 50 x 195 cm. Museo de Bellas Artes Evita – Palacio Ferreyra. raciones cardinales para designar a los ríos de este territorio, aunque estos ya contaban con su denominación aborigen.
LOS CURIOSOS NOMBRES DE LOS RÍOS CORDOBESES
Cuatro importantes ciudades cordobesas llevan aquellos nombres dados por los conquistadores a sus ríos (Río Primero, Río Segundo, Río Tercero y Río Cuarto). Denominaciones que también se aplican a tres departamentos e indirectamente a otro más (Tercero Arriba). El historiador Esteban Dómina explica que “los conquistadores fueron muy prácticos a la hora de bautizar a nuestros cursos de agua y, como los fueron encontrando en forma paralela a medida que avanzaban hacia el sur, simplemente se les ocurrió designarlos Primero, Segundo y así sucesivamente”. Dómina destaca también que los ríos fueron fundamentales en la historia de Córdoba y que por eso figuran dos cursos de agua en el escudo original de la ciudad, los cuales están citados en el acta fundacional de la ciudad. Efectivamente, el mencionado documento rubricado por Jerónimo Luis de Cabrera y su comitiva, dice textualmente: “…por tener mucha abundancia y mejores tierras y haber en el dicho asiento las cosas necesarias y bastantes y suficientes que han de tener las ciudades que en nombre de Su Magestad se fundan, como son dos ríos caudales que tienen en término de tres leguas, de muy escogidas aguas, con mucho pescado y que el uno alcanza a entrar en el Río de la Plata, donde ha de tener puerto esta ciudad”. Los historiadores aún debaten el tema, pero coinciden en que lo más probable es que los “dos ríos caudales” de los que habla el acta y figuran en el escudo son el río Suquía y el arroyo La Cañada. Con todo, el documento histórico es una prueba del valor estratégico que tenían los cursos de agua a la hora de fundar ciudades, tanto como proveedores de agua para consumo e higiene, como en la alimentación, lo que significaba una riqueza ictícola.
RESCATANDO LA IDENTIDAD
Muchos vecinos cordobeses impulsaron desde siempre el retorno a los vocablos indígenas con los que se conocían a los ríos de la Provincia antes de la llegada de los españoles, pero fue el impulso del influyente poeta y escritor Arturo Capdevila quien llevó la iniciativa hasta la decisión final. El famoso Romance del Suquía comienza con las estrofas: “Yo me llamaba Suquía / este nombre me quitaron / que de nuevo me lo den / que así quiero ser llamado”.
Xanaes
río Segundo
Ctalamochita
río Tercero
Suquía
río Primero Los versos de Capdevila fueron utilizados por una entidad crediticia en una exitosa campaña que, llegó a buen puerto y cumplió su cometido, recuperar la identidad de los ríos. El 12 de septiembre de 1984, la entonces Legislatura bicameral de Córdoba aprobó la ley que devolvió esos nombres. La normativa ordena: “Agréguese a la denominación actual de los ríos Primero, Segundo, Tercero, Cuarto, Quinto, los nombres aborígenes que los distinguían. Los mismos deberán colocarse en todas las señalizaciones verticales existentes en los distintos caminos que los atraviesan, en nomenclaturas, cartografía, folletos, libros, y todo instrumento público, entre paréntesis y a continuación de las denominaciones hispanas”. Las equivalencias establecidas según esa ley son río Primero: Suquía; río Segundo: Xanaes; río Tercero: Ctalamochita; río Cuarto: Chocancharava y río Quinto: Popopis. Además, se estableció como obligatoria la enseñanza de las equivalencias en las escuelas de la Provincia, y su instrumentación quedaba a cargo del Ministerio de Cultura y Educación.
¿SE LLAMABA SUQUÍA?
Si bien se acuerda que Suquía era el nombre que le daban los aborígenes al río de los cordobeses, y ese es el vocablo que citó Arturo Capdevila en su Romance, muchos investigadores ponen en duda que esa haya sido la denominación del curso de agua. En su Toponimia aborigen de la provincia de Córdoba, Carlos Paulí Álvarez destaca: “Cuando los conquistadores españoles se dieron con el río que hoy llamamos Suquía, le pusieron de inmediato, y era común en ellos, el nombre de un santo: San Juan. Pero los nativos ya lo habían bautizado siglos atrás como Pucará, dado que en el extremo de la subida que comenzaba en las márgenes del río habían construído el fuerte que así llamaban”. Paulí Álvarez explica: “Aunque el nombre existió y en la citada lista de caciques y pueblos, de la que fue autor Ferrari Rueda, para el departamento Río Primero se limita a Suquía (cacique) y su pueblo llamado igualmente Suquia”. Para este investigador, “Suquía podría resultar de la compaginación de suc, apócope de suco, barrial; qui, aféresis de siqui, junta, y a de ha, pueblo: Pueblo de la junta del barrial, nombre referido a la desembocadura del arroyo La Cañada en su lecho terroso”. Finalmente, Paulì Álvarez especula “si no vivió en la región recorrida por nuestro río algún capitán o hacendado español de apellido Suquía, ya que el penúltimo arzobispo de Madrid, el cardenal e historiador en quien estoy pensando, se llamaba y es sólo un ejemplo, Ángel Suquía Goicoechea”.
EL AGUA EN LOS PRIMEROS AÑOS DE LA CIUDAD
Muchas veces se escucha decir que Córdoba fue fundada en un pozo, porque efectivamente se encuentra en una hondonada, lo que la puso a merced de numerosas inundaciones que quedaron en el registro de la historia y que fueron generadas por los dos cursos de agua que la atraviesan: el rìo Suquía y La Cañada. ¿Por qué se levantó en ese lugar? ¿Fue idea del fundador Jerònimo Luis de Cabrera ese emplazamiento? No. El emplazamiento original estaba en la parte más alta. El historiador Carlos Luque Colombres señala que del fuerte primitivo y provisional fundado en la banda norte del rìo Suquìa, “en la barranca meridional correspondiente a la secciòn más elevada de la meseta, se organizó el traslado buscando mejores posibilidades de obtener el agua que, proveniente del río permitirìa la construcciòn de acequias y canales y el riego de quintas y chacras”. Popopis
río Quinto
Chocancharava
río Cuarto
No fue un traslado de un día para el otro. Hubo muchas dudas. Mayol Laferrere, en Córdoba de la Nueva Andalucía, destaca que “el 10 de julio de 1577 se procedió a romper la traza del fundador y al día siguiente se presentó a los desconcertados regidores un nuevo delineamiento urbano, que es el que ha conservado la ciudad hasta nuestros días”. En su Historia de Córdoba, Efraìn U. Bischoff coincide en que la “mudanza” a la otra orilla se hizo el 11 de julio de 1577, pero señala que la nueva traza de la población ya se había ordenado el 1º de febrero de 1576. Es decir que las dudas postergaron la ejecución de la orden durante un año y medio. “Como existiera vacilación entre los miembros del Cabildo para ejecutar el traslado, Antòn Berrú se presentó en la reunión, arrebató el libro de actas y arrancó con violencia la hoja donde estaba dibujado el plano hecho por Cabrera. Al día siguiente, los vecinos completaron el traslado al emplazamiento en la orilla opuesta del río. Comenzaba la vida definitiva de Córdoba”, apunta Bischoff. Es decir, la recién fundada ciudad, luego de cuatro años de mirar desde arriba a su río, se acomodaba ahora, con mucha lógica para su momento, en un sitio en que la misma ley de gravedad le garantizaba la distribución y el sustento del agua.
LOS AÑOS QUE SIGUIERON
En su “Descripción de las Indias”, en 1598, el historiador Fray Reginaldo de Lizárraga destacaba: “La ciudad de Córdoba es fértil de todas frutas nuestras, fundada a la ribera de un río de mejor agua que los pasados, y en tierra más fija que Tucumán, está más llegada a la cordillera, dando viñas junto al pueblo a la ribera del río, del cual sacan acequias para ellas y para sus molinos. La comarca es muy buena y, si los llamados indios comechingones se acabasen de quitar, se poblaría más”. La descripción, pese a su final despectivo para con los pobladores originarios, habla de una primera etapa en la que Córdoba parecía gozar de las virtudes de un clima con cuatro estaciones y de las bondades de su tierra fértil y su río generoso, todo lo cual alcanzaba para satisfacer la demanda de una pequeña población. En 1599, justo un año después de esa “pintura” con palabras que nos dejara De Lizárraga, se instalaba en Córdoba la orden religiosa de Los Jesuitas y su Compañía de Jesús, cuyo importante legado tiene tanta valía en el tratamiento del agua que hemos reservado un capìtulo aparte para tratar el tema.
EL ABASTECIMIENTO A UNA CRECIENTE POBLACIÓN
Desde aquellos primeros 40 ó 50 hombres que se cruzaron al otro lado del río en 1577 para establecer la ciudad en la zona baja hasta 1760 la población se multiplicó varias veces y llegó a las 14 mil personas, según el informe del Cabildo de Córdoba al Rey elaborado ese año. Ya por entonces comenzaron a registrarse inconvenientes con el abastecimiento de agua a los vecinos.

Traza definitiva de la ciudad de Córdoba, 1577 - Actas del Cabildo
En ese mismo informe, rescatado por el historiador Bravo Tedin, figura que “hace años ya no corre la acequia” por su calle mayor y “sólo se miran sus vestigios por no tener la ciudad medios para restablecerla”. ¿Cómo llegaba el agua desde el río? A través de los aguateros, que cobraban por su servicio, o por el esfuerzo de los criados que la buscaban desde el Suquía para asistir a las familias donde eran servidumbre. Ni siquiera en la plaza había una “pila”, como se les decía por entonces a las fuentes que muchas ciudades tenían para proveer del vital elemento a sus pobladores. Al respecto, ese informe del Cabildo de Córdoba el Rey de 1760 consta de un párrafo que lo expone en su capìtulo 3: “Careciendo consiguientemente de pila en la plaza pública, que incomparablemente hace más falta porque con ella se evitarían muchos desórdenes de los criados y criadas, que les facilitaba la distancia al río y la inmediación de los bosques de que está circunvalada por todas partes la ciudad”.
ACEQUIA MUNICIPAL
1780
RÍO SUQUÍA
BEATRIZ SOLVEIRA Desembocadura de La Cañada en el Río Suquía en 1927. Sebastián Cánepa

Los archivos históricos datan del penoso saneamiento ambiental que poseían los primeros asentamientos formados durante los años anteriores al 1780. La situación fue revertida con la creación del Virreinato del Río de la Plata, que comenzó a descubrir y concentrarse en la importancia de la generación de este tipo de infraestructura. La primera obra de magnitud destinada a asegurar la provisión de agua a la población fue la acequia municipal, que contaba con una extensión que iba desde el río Suquía hasta el actual Paseo Sobremonte. Esta obra, como relata en un ensayo Beatriz Solveira, “fue construida durante la década de 1780, bajo la gobernación intendencia de Sobremonte. Su principal propósito era que sirviera para riego, abasteciendo a las chacras y quintas que rodeaban la ciudad, específicamente al Este y al Norte”. Esa acequia y sus derivados sirvieron a la ciudad casi por un siglo, hasta que se reglamentó su distribución en 1860, cuando el país ya tenía su Constitución. Desde su fundación y hasta entonces, el río Suquìa, la Cañada y el afluente habìan sido suficientes, pero los nuevos tiempos llamaban a atender una explosión demográfica sin precedentes que se iba a intensificar con las olas migratorias. La distribución del agua no estuvo ajena a ese fenómeno y, como una creciente de río, acompañaría el desarrollo no sólo demográfico sino también industrial que pronto tendría la ciudad.
1599
1767
La COMPAÑÍA DE JESÚS fue expulsada de España a principios de abril de 1767, entre la noche del 31 de marzo
LA ERA JESUITA, TAJAMARES Y MOLINOS
Los jesuitas se instalaron en Córdoba en 1599 y rápidamente comenzaron a desarrollar sus labores educativas. Para sostener estas actividades en sus colegios, generaron su propio mantenimiento a través de seis estancias adquiridas entre los siglos XVII y principios del XVIII. En ese periodo, comprendido entre 1599 y 1767, la Compañía de Jesús estableció un sistema sociocultural único en la América hispana que marcó el desarrollo de nuestra provincia. Habían sentado sus bases en lo que hoy conocemos como la “Manzana Jesuítica” de Córdoba, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 2000. En ese momento, hace más de dos décadas, se resaltó el valor que tienen los tajamares que acompañan a cuatro de las estancias como sistemas de embalse, que optimizaron el uso del agua para múltiples propósitos, que iban desde el riego hasta el aprovechamiento de su energía hidráulica en molinos, además de ser los primeros diques de reserva de agua que tuvo la provincia. Si bien el más famoso de los tajamares es el de Alta Gracia, por su tamaño y por el valor ornamental que tiene en el contexto urbanístico de esa ciudad, las otras tres estancias que cuentan con estos embalses, que son Colonia Caroya, La Candelaria y Santa Catalina, aún los conservan y forman parte de la belleza del conjunto arquitectónico de esas maravillosas construcciones de cuatro siglos de existencia. Según explican los investigadores de la Unesco Santiago Reyna, Teresa Reyna y María Lábaque, debido al déficit hídrico de la zona serrana cordobesa, “las primeras obras jesuitas dentro de las estancias fueron de ingeniería hidráulica. Sus sistemas hidráulicos tenían por finalidad el suministro de agua para riego de sus campos y huertas, y abastecimiento de energía para el movimiento de sus molinos y batanes. Dentro de la estancia, el agua era utilizada también para uso doméstico”.

Tajamar Alta Gracia. Tripin Argentina Los autores del documento publicado por la Unesco, destacan que los Tajamares jesuíticos forman parte de los diques más antiguos de Latinoamérica y son los más longevos de la Provincia de Córdoba. Todos se conservan; algunos de ellos continúan hoy en funcionamiento manteniendo las funciones para los que fueron creados, otros cambiaron sus fines o se encuentran actualmente fuera de uso, pero todos se mantienen en pie y en condiciones de ser puestos nuevamente en funcionamiento con un mínimo de reparaciones.
Tajamares 1616
COLONIA CAROYA
1683
LA CANDELARIA Los estudiosos de estos embalses subrayan que se pudieron conservar porque fueron construidos lejos de los cauces de arroyos y ríos de los que tomaban el agua, con lo cual se evitó que grandes crecidas los derrumbaran y por eso perdurar casi intactos hasta hoy, después de tantos años. Todos los tajamares cordobeses fueron construidos en el siglo 17. El primero de ellos fue el de Colonia Caroya, que data de 1616 (406 años de antigüedad) y el último que terminaron los jesuitas fue el de la Candelaria, en 1683. Hace un siglo, Baldomero Fernández Moreno le dedicó también estos versos: “Tajamar pleno de estrellas y de yuyos / Anoche me dio miedo tu singular concierto / Jamás he oído sapos músicos como los tuyos / Estanque centenario, frailuno, vivo o muerto”. Así, útiles, inspiradores, fuertes desde su concepción misma y pioneros de la impronta cordobesa y la importancia de preservar el agua, los tajamares son todo un símbolo y un legado de progreso que merecidamente forman parte del Patrimonio de la Humanidad.
LOS MÚLTIPLES USOS DEL AGUA
Destinadas al fomento de la agricultura y la ganadería, además de ser una “avanzada” de la civilización, para estos asentamientos el agua tenía especial importancia. Había que conservarla para el consumo humano y el riego de los sembrados y, de paso, servía para moler los granos de las cosechas en los molinos que también caracterizaron el legado de los jesuitas. En todo este aprovechamiento se parecen a los inmensos diques que se construyeron luego en la Provincia de Córdoba y que le dieron un paisaje distintivo en el contexto nacional, además de ser utilizados para proveer de los servicios de agua potable, agua para riego y electricidad a los cordobeses.
Pero hay otras cosas que la magia del agua le ofrece al hombre y que los tajamares otorgan con generosidad, entre los cuales sobresale el romanticismo y la capacidad de ofrecer escenarios ideales para enamorarse. En su libro “Camino a la Historia”, el destacado comunicador y maestro de ceremonias Cristian Moreschi, describe al tajamar de su ciudad textualmente así: “Con más o menos piedras, con más o menos cambios, el Tajamar fue el escenario de momentos inolvidables, y en su registro secreto lleva anotados imágenes y testimonios de una Alta Gracia que lo tiene como protagonista”.

LA CAÑADA Y EL RÍO SUQUÍA, ÍCONOS DE LA CIUDAD
En 1671 se construyó el conocido calicanto, que consistía en murallones de cantos rodados soldados con cal.
(Biblioteca de la FAUD) La Cañada y el río Suquía son íconos de Córdoba gracias a que, al ser integrados a la traza urbana, se consolidaron como ejes y parte fundamental de los paisajes más representativos de la ciudad. Tal como ocurrió con la mayoría de las ciudades, Córdoba nació a orillas del agua, principalmente del río Suquía, nombre que le dieron los pueblos originarios, pero también del arroyo La Cañada. Esta cercanía con el vital elemento les permitió a los primeros habitantes contar con este recurso para vivir y desarrollar sus actividades económicas. Además, ambos cursos de agua contribuyeron a crear un paisaje distintivo, tal como lo señalan Sergio Barbieri y Cristina Boixados: “El río Suquìa y La Cañada quebraron la cuadrìcula para crear sinuosas calles y construcciones con ángulos extravagantes que acompañan los cauces de agua. Así, se logró, en parte, mofarse de las leyes españolas y también concebir una ciudad con paisaje propio, con personalidad única”. Hasta hace poco, cuando hablábamos de La Cañada, la mayoría de los cordobeses pensaban en el encauzamiento de unos tres kilómetros de arroyo que va desde la calle “... concebir Tronador hasta Humberto Primo, atrave- una ciudad con sando de sur a norte la capital de Córdoba, hasta fundirse en el río Suquía. Luego, con paisaje propio, la urbanización de Manantiales, la empresa con personalidad Edisur, desarrollista a cago del sector, recuperó buena parte del recorrido y su entorno natural. única.” Cerca del Valle de Paravachasca, en el espejo de agua “La Lagunilla”, nacen los 28 kilómetros de recorrido total que realiza el arroyo La Cañada por la geografía cordobesa. Hasta inicios del siglo 20, este arroyo era en los hechos el límite occidental de la ciudad de Córdoba. Más al oeste comenzaba una zona de arrabales conocida popularmente como “El Abrojal”. “La Cañada fue el límite natural de la ciudad. Indicaba que, más allá de su cauce, más allá de las 70 manzanas cuadradas del orden impuesto por las Leyes de Indias, estaba lo contrario, el desorden, lo no regido, la naturaleza virgen, sin la organización humana”, apuntan Sergio Barbieri y Cristina Boixados en su libro “El Cauce viejo de La Cañada”. Aunque en tiempos normales se trataba de un cauce manso, en épocas de lluvias torrenciales se transformaba en un río violento que, en muchas ocasiones, arrasaba con todo lo que encontraba en su camino, arrastrando viviendas e incluso cobrándose vidas humanas. En 1623, las autoridades encargaron la construcción de un parapeto para contener las crecidas del arroyo. Sin embargo, la obra no funcionó correctamente y, tras una importante crecida en 1671, el entonces gobernador de Córdoba del Tucumán, Ángel de Peredo, ordenó a Andrés Jiménez de Lorca la
