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Bertha Hernández - Páginas
from 19-02-2022
La terrible muerte de Chinta Aznar
En aquel asesinato se entreveraron toda clase de extrañas historias; desde el recelo con que el México de las primeras décadas del siglo XX veían a las “mujeres modernas”, hasta el oscuro recurso de la ley fuga. Fue tan sonado este crimen, que sus ecos llegaron hasta la literatura y el cine, con extrañas reconstrucciones
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Historias Sangientas
Bertha Hernández
historiaenvivomx@gmail.com
El 23 de febrero de 1932, los policías Manuel Macedo y Basilio Manjarrés llegaron ante el número 17 de la avenida de los Insurgentes, a instancias del barrendero Arcadio Cadena. El humilde empleado del Departamento de Limpia había captado, un par de días atrás, un terrible hedor, y se había dado cuenta que provenía de aquella casa. Cadena no lo sabía, pero se trataba del aroma de la muerte, que envolvía ya a doña Jacinta, “Chinta” Aznar.
Los policías llamaron a la puerta en repetidas ocasiones, y no obtuvieron respuesta. Una pequeña compañía empezaba a reunirse ante la puerta de Insurgentes 17; llegaban el reportero Carlos Domínguez y el fotógrafo Ismael Casasola, y el delegado de la séptima Demarcación de Policía, Rafael Esteva. Nadie acudió a abrir la puerta.
A aquel grupo no se le ocurrió algo mejor que llamar a los bomberos para que ellos abrieran la puerta de la casa. Así ocurrió: con una escalera, un bombero trepó hasta la ventana del primer piso, y la rompió con un hacha. De esa manera entraron policías, autoridades y reporteros.
Eran ya los años 30: parecía que los crímenes políticos que habían sobresaltado al país estaban ya muy lejanos; que, en materia de delitos, nada habría ya que esperar de la clase política. Los mexicanos de entonces sabrían, todavía, de casos donde la lucha por el poder sería el móvil de algunas muertes, pero desde los sonados casos de las autoviudas y el del cuádruple homicida Luis Romero Carrasco, en los estertores de los años veinte, nada había vuelto a estremecer a la sociedad. Fue el hallazgo que hizo aquel variopinto grupo que penetró por una ventana a Insurgentes 17, lo que volvió a electrizar a los habitantes de la capital, primero, y, al correr de los días, a todo el país.
Debieron haberse dado cuenta al primer golpe de vista; no sólo era el espantoso olor que traspasaba los muros y llegaba a la calle, los envolvió un espeso comité de recepción. Entraban a la escena de un crimen, era claro: cientos de enormes moscas verdosas, compañeras y heraldos de la muerte, los recibieron.
Con los pañuelos se protegieron las narices; a manotazos ahuyentaron a los bichos repugnantes. Avanzaron unos pasos, guiados por la intensidad del hedor. Tirada en el suelo, devorada por la fauna cadavérica y por el tiempo, estaba la dueña de la casa, Jacinta Aznar. Los peritos dictaminarían después, que “Chinta” Aznar, como la conocían sus muchas amistades y las páginas de sociales, llevaba muerta cerca de un mes.
Para bien o para mal, la presencia del fotógrafo Casasola propició la crónica gráfica de aquella tragedia. Las fotografías del cadáver de Chinta Aznar pueden ser todavía material de pesadillas para quienes navegan por los caminos insospechados del internet. Algunas de aquellas imágenes, que solamente pueden definirse por uno de los adjetivos preferidos de la nota roja, “macabras”, fueron a dar a las páginas de los periódicos. Casi nueve décadas separan a los criterios editoriales de aquel entonces de los del siglo XXI. En aquellos días lejanos, tenía total validez aquella norma periodística que, en 1923 Martín Luis Guzmán, editor de periódico, le explicaba a un incómodo Alfonso Reyes: “los crímenes siempre van en la primera plana”.
ESCÁNDALO Y SANGRE
EN TINTA Y PAPEL A pocas horas del hallazgo del cuerpo de Chinta Aznar, un periódico vespertino, el Universal Gráfico, ya daba la nota: “Espeluznante crimen”, era el titular, por encima del cabeza. No costó trabajo a los editores dar, en su archivo fotográfico, con un retrato de la señorita Aznar, como la habían conocido sus múltiples amistades: cabello corto, aretes, vestido oscuro, escote pronunciado. Tal vez la imagen provenía de una de tantas fiestas o reuniones, porque de Chinta Aznar se decía que era aristócrata, amiga de nobles europeos, perteneciente a una familia de la mejor sociedad yucateca. No faltó quien les contara a los reporteros que ya andaban en el caso, que Aznar tenía, cosas de la genealogía, hasta una pizca de princesa maya. De ella, contaron después sus amistades ante la policía, se contaba que había sido, nada menos, amante del rey de España.
La escena del crimen ofrecía numerosos indicios para seguir: el cuerpo de Chinta estaba semi envuelto en dos colchas, que es-
De Jacinta Aznar se dijo, después de muerta, que era voluntariosa, tormentosa y que había sido amante del rey de España.
taban a medio quemar, junto con montones de papeles. Los investigadores dedujeron que los asesinos habían pensado en quemar el cadáver junto con elementos que los incriminaban, pero que finalmente habían desistido de aquella idea.
Los peritos trabajaron todo ese día, acompañados por reporteros y fotógrafos. Después se contaría que rociaron montones de insecticida para deshacerse de las moscas verdes; se conserva una foto de esa jornada, donde uno de los reporteros porta una mascarilla para soportar el olor. Después, el responsable de la autopsia declararía que a Chinta Aznar la habían matado a golpes, con un tubo de metal. La habían atacado por la espalda, pegándole en la cabeza. Otros tres golpes, de frente, le deshicieron el cráneo y el rostro.
De entrada, hubo distintas hipótesis acerca del terrible asesinato; Luis Lara Robelo, comandante, comentó a la prensa que, sin duda, se trataba de un crimen pasional. Uno de los policías planteó otra idea: para él, los autores del asesinato eran ladrones inexpertos, que, al ser descubiertos, no atinaron sino a atacar a la dueña de la casa.
La investigación se desplegó. Indagando entre los vecinos, la policía pudo enterarse que un mes antes, el 22 de enero, dos hombres que se dijeron empleados de la Compañía de Luz, llegaron a Insurgentes 17, para subir a la azotea. Iban a cortar el servicio por falta de pago, dijeron. Un vecino, el sastre Arturo Galicia, servicial, les prestó una escalera. Pero el sastre no pudo dar una descripción precisa de aquellos hombres.
Siguiendo pistas, indicios, señales, recuerdos, la policía dio con un muchachito de 16 años, que trabajaba de mozo con la señorita Aznar. Los comerciantes del rumbo contaron que el chico hacía los recados y mandados de la difunta.
Entre los papeles medio quemados, se encontraron tres fotografías con el sello Fotografía Chic y una nota: “Señorita Aznar: como ayer no la encontré, paso mañana, como quedamos”.
Firmaba el mensaje Alberto Gallegos Sánchez. La policía lo localizó: tendría unos treinta años, era alto y fuerte, de ojos pequeños y de mandíbula sobresaliente. Cuando lo vio la prensa, un reportero lo describió como “una de esas momias de Guanajuato que parecen tener vida”.



Un periódico vespertino fue el primero en abordar el asesinato de chinta Aznar.
El fotógrafo Ismael Casasola fue el primero de su oficio en llegar a la escena del crimen y consignó el proceso de análisis de la escena del crimen.
Jamás se esclareció el repentino cambio de opinión de Alberto Gallegos, quien acabó confesando la autoría del asesinato y exculpó a todos sus presuntos cómplices. Se dijo que protegía al verdadero criminal.
Gallegos también fue detenido para ser interrogado. En 1932, todavía estaba en pie la horrible cárcel de Belem. En los separos de la Policía Judicial, contiguos al viejo presidio, Alberto Gallegos, del que se supo tenía por apodo “El Conde Federico” comenzó a hablar en la madrugada del 24 de febrero.
Lo primero que dijo fue “¡¡Yo no la maté!!”
LA MADEJA DEL CRIMEN
Gallegos contó cómo había visto a Chinta Aznar discutiendo con un hombre, la primera vez que acudió a la casa de Insurgentes 17: “Es inútil que insistas, Paco. No te firmaré ningún documento”. Lo describió como un hombre elegantemente vestido, con bastón con puño de oro. No, no fue la única vez que la vio. Gallegos volvió el 20 de enero a la casa de Aznar. Pero en aquella ocasión, la puerta de la calle estaba entreabierta. Al asomarse vio a “Paco” bajando las escaleras a toda prisa. Gallegos preguntó por la señorita. “Está arriba. Pase usted, si quiere, pero le advierto que si cuenta algo de lo que ha visto, correrá la misma suerte”.
Aterrado, Gallegos subió para encontrar a Chinta Aznar en el suelo, bañada en sangre, pero viva. La ayudó a incorporarse, le dio agua. Luego, la mujer murió. Gallegos salió huyendo. No dijo nada, declaró, porque el miedo lo ahogaba. “Justamente”, pensaba en ir a la policía a contarlo todo cuando lo detuvieron. Las autoridades hallaron en su casa un pantalón ensangrentado. Dijo haberse manchado cuando se inclinó para auxiliar a la mujer agonizante.
La policía hizo su trabajo. Supo así, que el tal “Paco” existía, y que solía dejarse ver con la señorita Aznar en diversos lugares públicos, como la elegante cafetería Lady Baltimore. Pero no había registros que permitieran identificarlo plenamente. Se comprobó que los presuntos empleados de la Compañía de Luz no existían: entre los papeles quemados estaban los recibos de agua y luz, pagados, de Insurgentes 17.
“Paco” se hizo humo. La policía consignó a Gallegos por robo y homicidio, a pesar de sus repetidas declaraciones de inocencia. Insistía con vehemencia: el asesino era “Paco”.
Pero empezó a deshacerse la madeja: entre los testigos, un amigo común de Aznar y gallegos, un pintor llamado José Urbina, aseguró haber escuchado a Gallegos hablando con otro cubano de apellido Somellán. Planeaban, dijo, un robo a un pagador de los camiones de Indianilla y otro golpe: el robo a una mujer rica. Otros testigos, malquerientes de Gallegos, dijeron que el sujeto, que trabajaba de fotógrafo era mala persona, capaz de matar por dinero.
Buscando entre amistades de las amistades, la policía dio con Eugenio Montiel que resultó ser el mozo empleado de Aznar. Montiel no tenía 16 años, como se dijo en un principio, sino 30. Sin vacilar, identificó a Gallegos como uno de los hombres que le ofrecieron 200 pesos si les facilitaba la entrada a la casa de Chinta para robarla.
Ya no había camino de regreso: Montiel admitió que él ayudó a los hombres a entrar, que Chinta Aznar los vio y los invitó a subir al primer piso. Cuando ella se volvió de espaldas, frente a su piano de cola, Gallegos sacó un tubo de metal que llevaba envuelto en papel, y con él atacó a la mujer. Ella alcanzó a gritar. Gallegos la calló a golpes y la derribó. Montiel nada pudo hacer porque el cómplice del asesino le apuntaba con una pistola.
Salieron de la casa, dándole a Montiel 200 pesos. El mozo confesó haber envuelto a la mujer en las colchas. Luego, abandonó el lugar. “Nunca imaginé que la fueran a matar”, dijo. El cómplice de Gallegos, dijo, se llamaba José Sánchez, que fue aprehendido. Negó haber amenazado a Montiel con un arma. Todo, dijo fue idea de Gallegos.
Hubo careos, contradicciones. Los presuntos cómplices se enredaban al hablar con el asesino. Cuando se empezaba a murmurar que tal vez dejarían en libertad a gallegos, por no haber claridad en las declaraciones de los participantes en el crimen, Gallegos cambió radicalmente, y confesó ser él el asesino, exculpando a los demás.
El juez condenó a Alberto Gallegos a 22 años de prisión. En enero de 1934 liberaron, por fin a los otros cómplices, después de que se diera por buena la confesión del asesino, aunque no faltaron quienes opinaran que el verdadero criminal era el brumoso “Paco”, y que Gallegos lo protegía.
Poco después, la policía anunció que Alberto Gallegos fue muerto a tiros en la prisión, cuando intentaba escapar.
EPÍLOGO DE PALABRAS
El asesinato de Chinta Aznar dejó varias huellas: en el caso se inspiró el escritor Rodolfo Usigili para hacer la novela “Ensayo de un crimen”, aunque el eco de la personalidad de la muerta se tradujo en una víctima voluntariosa, enamoradiza, apasionada y tormentosa. Lo demás estaba a cargo de un hombre soñando con el crimen perfecto. Luego, Luis Buñuel hizo una película con el mismo título, que provocó el enojo de Usigili, porque no se parece en nada a la novela, y mucho menos a la historia real del asesinato de Chinta Aznar.
De la muerte de Alberto Gallegos quedó un término que aparecería en la nota roja de los años subsecuentes para referirse a la ley fuga: “galleguear”. De “Paco” no se supo nada
IMSS y gobierno de Michoacán impulsan seguridad social para trabajadores aguacateros

El gobernador de Michoacán Alfredo Ramírez y el director del IMSS Zoe Robledo se reúnen con productores de aguacate.
El director general del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), Zoé Robledo, y el gobernador del estado de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla, se reunieron con productores y empacadores de aguacate en las instalaciones de Casa APEAM, en Uruapan, con el propósito de trabajar para que los trabajadores del campo accedan a la seguridad social.
Zoé Robledo dijo que al conocer el entorno y la cadena de producción de este sector, es posible entender el panorama de los trabajadores y hacer un esfuerzo para que piensen en su futuro.
Por ello, indicó que se fortalecerá el modelo de atención para enfermedades crónico-degenerativas con el fin de tener trabajadores saludables, además de un contar con un modelo de guardería empresarial.
El director general del IMSS afirmó que la incorporación al Instituto no se debe ver como una opción, por lo que tiene que haber intercambios más justos y equitativos, con la visión de transformar al Seguro Social en lo que fue en el momento de su creación, una institución de seguridad social al servicio de los trabajadores