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Una denuncia, una investigación, un invento: el hombre que se volvió toro

Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com

Juan Andrés tiene pacto con el diablo, y para más prueba, lo lleva tatuado en la espalda.

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El Tribunal del Santo Oficio tenía una estructura que se movía a partir de una vigilancia más o menos funcional y de montones de denuncias que, de buena o mala fe, llegaban a sus escritorios. Pero en aquellas delaciones había de todo: herejes, hechiceros, apóstatas y cómplices del diablo. A veces, por más que lo intentaran, el presunto criminal se les esfumaba entre las manos.

Así llegó la denuncia: como un dicho, como algo que se decía en la hacienda de Galindo, en las cercanías de San Juan del Río. Era enero de 1651, y ante el comisario del Tribunal del Santo Oficio, don Simón Núñez Bala, se presentaron dos hombres, españoles ambos. Uno, es el patrón, Baltasar López de Soria. Lo acompaña uno de sus empleados, Antonio de Vallejo. Don Baltasar quiere que Antonio le cuente al representante de la Inquisición lo que hará un par de semanas le narró a la hora de la comida: en las cercanías de la hacienda vive un hombre que, aparentemente, tiene pacto con el diablo, y que ese entendimiento con el demonio le permite metamorfosearse.

Núñez Bala les concede audiencia de inmediato, llama a su escribano y para bien la oreja: tal es la instrucción que tienen todos los comisarios del Santo Oficio. Estar atentos a todas las denuncias que llegan, pues, se sabe, las acechanzas del diablo son infinitas, y se manifiestan de las maneras más extrañas e insólitas. Pero hay que permanecer alerta para identificarlas, y prestar atención a cualquier cosa extraña que la gente de a pie encuentra en su camino diario. Son ellos los que están expuestos a las mañas del demonio y a las maniobras que, para apoderarse de sus almas, éste desarrolla con cuanto cómplice puede reclutar.

El joven Antonio de Vallejo comienza a hablar: es un muchacho de 19 años y trabaja como sirviente de Baltasar López de Soria. Refiere que hace un par de semanas, en nochebuena, estaba conversando con una mulata que también trabaja en la hacienda y que se llama Margarita de Ibarra. La muchacha le cuenta un chisme que le llevó otra persona: un mayordomo de la hacienda, llamado

El comisario del Santo Oficio le pide detalles al muchacho. Antonio parece tener buena memoria, o por lo menos quedó impresionado por la narración de la mulata, quien también parece repetir una historia que se le ha quedado bien grabada: la persona fuente de aquella información, caminaba al lado del mayordomo Juan Andrés, cuando de repente les sale al paso un toro que brama. El informante de la mulata Margarita se asusta, y se hace a un lado. Juan Andrés, en cambio, se acerca a la bestia. De pronto, el informante “lo perdió de vista”. Y comienzan a pasar cosas raras. Juan Andrés desaparece por espacio de una hora, y al informante no se le ocurre mejor cosa quedarse ahí a la expectativa. Ante sus ojos aparecen “dos toros bramando”. El informante asume que el segundo toro es, nada menos, que el mayordomo Juan Andrés. El otro dato que escucha el joven Antonio sobre el mayordomo es que tiene tatuado al diablo en la espalda. Tal es la historia que le cuenta a su patrón, quien, después de dos semanas de andar con ese asunto cargando en la conciencia, decide que lo mejor es ir a contarle a la Inquisición, antes de que alguien más lo diga y ellos resulten envueltos en problemas por haberse enterado antes y no haber ido a denunciar, como es deber de los buenos cristianos.

TRAS EL HOMBRE QUE SE VUELVE TORO Hombre razonable, el comisario Simón Núñez Bala manda a buscar, para que declare, a la joven mulata que le ha contado aquella historia, que parece estar entre la fantasía y el chisme, al joven Antonio. Los datos del expediente que se conserva en el Ramo Inquisición, en el Archivo General de la Nación, hablan de una Nueva España donde nada es lo que parece: la mulata se presenta ante el comisario inquisitorial y dice que se llama Margarita Méndez, pero que también se llama Margarita de Ibarra, nombre dado por el joven Antonio. Tiene 19 años, vive en la estancia de Xothez. Aclara que vive con su madre, Francisca de Ibarra, y con su padrastro, Gabriel Morales.

Se interroga a la muchacha: ¿sabe ella o ha escuchado algo sobre alguna persona que tenga pacto con el diablo, o que lo lleve tatuado en la espalda? Con presteza, la joven cuenta que en Nochebuena ella le contó a un conocido suyo, Antonio de Vallejo, esos rumores que había escuchado. Margarita tiene muy claro el origen de la historia: su fuente es un tío suyo, el mulato libre Pedro de Ibarra, que trabaja en la hacienda de Galindo y que haría cosa de cuatro años atrás, le narró aquel asunto. La muchacha se esfuerza por reproducir las palabras de su pariente:

“No sabes lo que me sucedió: que Juan Andrés se volvió un toro negro. Que yendo yo con él a la cerca a sacar el ganado, salió un toro bramando, que venía contra nosotros. Y dijo entonces Juan Andrés, dirigiéndose al toro: “Ya vienes, hermano”. Se fue hacia el toro, y una neblina los cubrió a los dos” Cuando se disipó la neblina, dijo el tío Pedro, había dos toros, que se quedaron ahí, a la vista del hombre, “más de tres horas”. Luego, nuevamente surgió de la nada otra neblina, de la cual salió, a caballo, Juan Andrés. El toro había desaparecido. “No tengas miedo, Pedro”, dijo Juan Andrés al asustado mulato. “Que es un camarada mío que me trajo un recado”. El tío Pedro, añade la mulata Margarita, dijo que era un chisme de la hacienda que Juan Andrés tenía al diablo tatuado en la espalda. La maquinaria inquisitorial se ha echado a andar. Pero en ocasiones es lenta, torpe, se hace bolas con los mecanismos burocráticos. Por alguna razón que los papeles viejos de siglos no alcanzan a explicar, el comisario Núñez Bala reanuda la indagación ¡tres años después! Y manda a llamar al mulato Pedro de Ibarra, señalado como el origen de todo aquel rumor que, de tener algún rasgo de materialidad, hará que se desencadene la peor parte del mecanismo del Santo Oficio, buscando al mayordomo Juan Andrés para averiguar, de una vez por todas, si tiene o no pacto con el diablo, y si derivado de ello, puede convertirse en toro. Y si el comisario encuentra algún indicio que confirme la historia, el tal Juan Andrés irá a dar con sus huesos a las cárceles inquisitoriales, para ser procesado.

LA DECLARACIÓN, EL CHASCO Como ocurre con todos los que comparecían ante el Santo Oficio, el mulato Pedro de Ibarra no tiene la menor idea de por qué lo ha mandado llamar el señor comisario. Irritado, Núñez recurre al mecanismo clásico que se emplea en estos menesteres: amenazar al interrogado con enormes penas y la segura condenación de su alma, si no dice la verdad y solamente la verdad.

Pero de nada valen los rollos: Pedro de

Cualquier rumor, por raro o extravagante que fuera, se volvía materia de interés para el Tribunal del Santo Oficio, pues juzgaba que en ellos podía estar la pista para detectar una acechanza del demonio.

Ibarra no solo no puede confirmar la historia del hombre que se convierte en toro. Ni siquiera se acuerda haber hablado alguna vez de eso, ni con su sobrina Margarita ni con nadie. El comisario de la Inquisición se sulfura un poco. Vuelve a insinuar un buen castigo para el mulato, si es que no se le refresca la memoria. Pero ni por esas. Le repiten la detallada historia que Margarita su sobrina ha referido con anterioridad, pero Pedro no recuerda ni haber experimentado tal extraña aventura con el hombre que se vuelve toro, y tampoco recuerda haber narrado aquello a la muchacha.

Lo más que el comisario Núñez Bala saca al mulato es que, hará unos pocos años, en la hacienda de Galindo vivió otro mulato, llamado Miguel, que solía contar, con mucha frecuencia, historias como la que ha llevado a Pedro de Ibarra ante el Santo Oficio. Naturalmente, la gente de la hacienda asumía que el tal Miguel estaba un poco dañado del entendimiento. ¿Dónde está Miguel?, pregunta el comisario. ¡Uh! Responde Pedro: hace tiempo que se fue a vivir a Celaya, y luego nos enteramos de que murió. ¿Juan Andrés? Ni siquiera hay en la hacienda de Galindo un mayordomo con ese nombre, agrega el mulato Pedro. Y en cuanto a aquellas historias del hombre que se vuelve toro, es probable que alguien haya prestado oído a las locuras que contaba Miguel, y haya empezado a repetirlas.

Un rumor, solo eso. Humo, ceniza al viento. El comisario inquisitorial de San Juan del Río, Simón Núñez Bala, deja por la paz el asunto, que, con ese extraño e inexplicado intermedio de tres años, se vuelve todavía más extravagante. “Se trata de un rumor sin fundamento”, asienta el funcionario en el expediente que sobrevive hoy en el AGN. Palabras contadas en una noche oscura, historias que entretienen el alma a la luz de una hoguera, y que, en un descuido, pueden llevar a quien las cuenta ante los señores de la Inquisición 

La doctora Helena Vidaurri de la Cruz, especialista en dermatología pediátrica y genodermatología, y el doctor Josué León, gerente médico de LEO Pharmael hablan sobre la dermatitis atópica, padecimiento que tiene su origen en una desregulación inmunológica y una disfunción de la piel.

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