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La Muerte del Comisario Liturno (parte 2)

Por

María A. Orellano

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Desde aquel hecho nadie discutió la autoridad del Comisario. Se tranquilizó el pequeño poblado. Los Narváez seguían mamándose pero dejaron de lado las actitudes amenazantes y las carneadas se redujeron a uno que otro cordero sin que nadie denunciara nada. Sin embargo dos de los más chicos solían pasar por la Comisaría. Pasaban al trote mirando fijo hacia la pieza de material. Tres veces el cabo Acosta los había visto en oportunidad de estar limpiando su machete que era su orgullo. El agente Albornoz se burlaba del cabo diciendo que hablaba bajito con su machete como si estuviera conquistando a una mujer. Cuando los Narváez pasaban al trote mirando fijamente hacia el reducto del Comisario, el Cabo sentía una sensación rara, una mala espina. Se lo dijo al Comisario pero no había obtenido respuesta. Liturno estaba hosco, malhumorado, porque la noche anterior había tenido que intervenir en una gresca entre conservadores y demócratas progresistas en el boliche del turco Isaac. Los conservadores habían iniciado la cuestión. Uno de los demócratas había recibido una herida de arma blanca. Era uno de los Carboni, buenos vecinos del lugar. El ruso Vladimir había puesto a disposición su carro ruso para llevar el herido al pueblo. El carro tenía espacio como para llevarlo acostado sobre unos cojinillos. Le mojaban el rostro con agua y con su propia camisa le taponaron la herida ubicada en la tetilla derecha.

Siete leguas eternas para llegar al hospital. Liturno tenía pensado darse una vuelta por lo de las Maidana y la pelea le había frustrado el propósito. Quería verla a la gurisa con la que estaba muy caliente. Las veces que había ido de visita las hermanas mayores la mandaban a cebar mate. Se sentaban debajo de una enramada tupida y las mujeres se sentían tan honradas con su visita que no hallaban qué hacer para que ese hombre huraño y corpulento se sintiera cómodo. Que la más chica fuera la encargada del mate formaba parte del juego. Era más bien flaca pero tenía tetas grandes, unos ojos medio verdosos que nunca lo miraban de lleno. Una media horita que la veía ir y venir acarreando los mates mientras un cosquilleo casi doloroso se le instalaba entre las piernas. Se consideraba un conocedor del cuerpo de la mujer y estaba seguro de que la gurisa no había conocido hombre. Hacía mucho tiempo que había decidido que él sería quien la desvirgara. Las Maidana revoloteaban a su alrededor y solían convidarlo con tortas fritas o torta asada. Todos sabían el fondo de esas visitas. Cuando el Comisario se retiraba las mujeres hacían toda clase de comentarios e incluso se reían de la cara de ternero degollado que ponía cada vez que la Elba le entregaba el mate. La que más se reía era la mayor, Juana. Tenía un poco de asma y al reírse se ahogaba y se ponía roja por la falta de aire. Comisario!, me encontré con la Juana Maidana y me dijo

que se hace nomás el baile el sábado, que estamos todos invitados, medio le grito el Cabo Acosta recostado en el vano de la puerta. El ceñudo Liturno lo miró fijo hasta hacerlo pestañear. Se va a juntar mucha gente y va a haber muchos mamados, vamos a pegar una vuelta para prevenir, dijo. Y a quién va a dejar aquí de guardia? A vos! le contestó el jefe. El Cabo quedó clavado al piso como una estaca. Quedó tan al descubierto que Liturno se largó una carcajada y luego murmuró, que se quede Soto. Acosta no dejaba de pensar en los Narváez, en los dos o tres que a veces pasaban por enfrente de la Comisaría. Seguía con la mala espina. Siempre le pasaba mientras limpiaba el machete. Lo vio venir a Liturno que salía del excusado acomodándose el cinturón. Sin poder aguantarse casi gritó, capaz que algunos de los Narváez estén! Y? dijo el otro, ésos no joden más! Soto se acercó para burlarse del esmero puesto en lustrar el machete. Ya se había enterado de que el sábado no sería de la partida y deseaba mortificarlo al Cabo porque le echaba la culpa de su injusticia. Saboreaba una información que les iba a poner los pelos de punta al Cabo y al Comisario. Soto tenía fama de taimado, siempre pescaba las cosas que otros querían esconder y las hacía jugar a favor de su retorcida cabeza. Tiene ganas de clavarle el machete limpito a alguno? El que me busque me va a encontrar!