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Tras las heridas de la guerra, el perfume del amor.
from Libro: "MASIS - LA ANTOLOGÍA I (Historias, Leyendas, Narraciones y Anécdotas)" / Autor: HÉCTOR MASÍS
by Héctor Masís
UN VICTORIOSO FINAL DE GUERRA...
Y EL COMIENZO DE UN GRAN AMOR...
“AMORES DESPUÉS DE LA GUERRA”
(Narración de Anécdota por : Héctor Masís)
Basado en hechos de la vida real y enriquecido con el valioso aporte de los fieles recuerdos de la por siempre venerada y muy amada Mamita Chú, “La Generala”: esposa y viuda del Gral. Tomás Masís, a quién después de muerto guardara ella luto eterno.

´´Año de 1909, Managua, Nicaragua. Era el fin de la guerra y, entraba triunfante de mil y un batallas en medio de un recibimiento apoteósico popular, el General Tomás Masís, después de derrocar a la dictadura liberal del tirano presidente José Santos Zelaya, cabalgando a compás de marcha de victoria junto al resto de los miembros de la Plana del Estado Mayor del Ejército Revolucionario Conservador, compuesto por un glorioso Trío de Generales: Emiliano Chamorro como Jefe Político del Departamento de Granada, Luis Mena como Jefe Político del Departamento de Masaya, y la persona del General Tomás Masís, por su parte, como el Jefe Político del Departamento de Rivas.

Luego vinieron los reconocimientos con sus consabidas condecoraciones oficiales a los héroes, y entre muchos vítores y algarabía del pueblo se le ofrecía al General Masís en el exclusivo Club Social del otrora prestigioso Casino de la Ciudad de Rivas, un acto solemne de bienvenida para agasajarle con todos los honores del caso.

Para ello se decidió escoger de entre todas las alumnas del Colegio de Señoritas de Rivas de la época, regentado por una orden religiosa de monjas, a alguna estudiante representativa que pudiese pronunciar para el General Masís, dignamente y a la altura de tan especial ocasión, un discurso político de memoria y con soltura, cosa que no fue nada fácil de conseguir, ya que casi todas las candidatas preseleccionadas en su gran mayoría, si bien cumplían con una cualidad, adolecían de la otra, pues de todas las muchas lindas y distinguidas chicas de sociedad que se considerarían como elegibles, aquellas con notoria capacidad intelectual parecía ser eran, al menos para esto, bastante tímidas, y si se trataba en este caso de las más extrovertidas, estas por su lado no tenían curiosamente tanta buena retentiva.
Fue así como, al no encontrarse entre las jóvenes mayores una que fuera lo suficientemente apta y, por lo tanto, apropiada para este serio encargo, buscaron entonces entre las jovencitas menores que todavía aún no habían sido tomadas en cuenta, indagando por alguna que se sintiera competente, y que a la vez estuviese dispuesta, a lo cual una de ellas respondió con actitud muy optimista y bien determinadamente resuelta, que ella lo haría.
Esta era la estimable señorita María de Jesús Martínez Barrios, “Jesusita” como le llamaban cariñosamente sus padres en casa, una quinceañera quien al poco tiempo después vendría a ser -como por jugada graciosa del destino- la esposa del casi ya señorón General homenajeado, e hija a su vez del respetado matrimonio formado por don Francisco Luis Martínez Urcuyo y la señora Eva Angelina Barrios Guerra, ambos provenientes de familias ultraconservadoras y de lo más selecto entre la conocida en aquellos viejos tiempos, como “La Alta Sociedad Rivense de Nicaragua”.



Le practicaron, pues, a la muy inteligente y valiente, aparte de bien guapa y hermosa muchacha, la correspondiente prueba con el respectivo formal discurso ya redactado de antemano para ella, prueba la cual pasó sin mayores dificultades que las propias naturales debido a su inexperta edad, realizándose así entonces simultáneo a sus múltiples ensayos con el texto, todos los preparativos necesarios también para la gran gala de su presentación de tan ilustre personaje.
Llegado por fin el tan expectante día para el histórico evento, ahí se encontraba su principal anfitriona ya lista, toda erguida con una esbeltez y gallardía muy propias de ella, aguardando serenamente ese momento señalado de poder entrar en acción y, así dar por inaugurado el programa, en el que aparte de pronunciar dicho discurso, le tocaría, además, por si fuera poco, tener que colocarle una banda de honor llena de medallas a aquel flamante caballero militar.



Éste, al encontrarse ciertamente algo tenso frente a la inevitable impresión que debía haberle causado un discurso así como ese, en labios de tan audaz jovencita, parado en su debida posición de firme, pero tan tieso como un riel, no le permitía a la apurada muchacha que ya comenzaba a ponerse nerviosa, la menor posibilidad de poder llevar a un feliz término su importante cometido, de colocar al petrificado hombre tan complicada banda, la que para ello debía de dejar atravesando cruzada entre su pecho y la espalda, y por lo cual, a la mitad de un oportuno bullicio de aplausos del ya en ese momento bien motivado público -que ella supo muy bien aprovechar- le murmuró bien bajo -casi susurrando a su oído- en tono un tanto mezcla de serio reclamo salpicado con algo de sutil coquetería: “¡Pero señor, levante el brazo!”, haciéndole por poco soltar a aquel que por tanta rigidez ya casi parecía soldadito de plomo, una carcajada que por fortuna supo reprimir a tiempo, y no pasó así de una ligera mueca de risa bien disimulada ante el público presente.


Luego, para culminar dejando cerrado como con un broche de oro a la usanza de aquellos tiempos dicho lujoso festejo, se procedió conforme a la costumbre de entonces a pasar finalmente a lo que era el famoso baile de salón, y en el cual, es ahora al distinguido señor y ejemplar hombre de armas, a quién corresponderá el inevitable turno de venir a enfrentarse a su propio gran desafío, al no imaginar siquiera cómo poder llegar a desenvolverse en lo más mínimo, realizando al menos algún acertado paso en este tipo de menesteres tan ajenos a sus competencias, pero debiendo aun así y obligado por el protocolo, de solicitarle sin ninguna posible escapatoria para él, el que le concediera el honor de la primera pieza para abrir el baile a la damisela, la que era toda una experta en materia de etiqueta, y que por lo mismo gracias a ello fue capaz de saber manejar muy bien con toda la soltura debida y la suficiente natural elegancia, tan embarazosa situación, como para poder ayudar en su terrible experiencia a aquel pobre hombre, a salir de sus apuros sin morir en el intento, y haciendo así que lograra superar este gran General, su primera prueba de fuego por la que habría de atravesar en su combativa vida, sin armas.

Al mismo siguiente día de los acontecimientos, se le pudo ver ya -a como era de imaginar- al flechado varón en casa de la pícara señorita a visitarla, preguntando a sus sorprendidos padres por la linda muchacha que el día anterior lo había “regañado”, porque -dijo- quería conocerla. Desde esa vez y después de su primer visita, no pudo dejar ya nunca más de seguir poniendo sus pies en dicha casa el General Tomás Masís, quien como todo un tipazo cuarentón que se decía era, fue hasta antes de contraer nupcias con esta audaz damita, tenido como uno de los caballeros solteros más apetecido y disputado por las damas de entonces´´.
