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Gloria Soriano. Entre el amor y la enfermedad

Gloria Soriano

Foto: Catherina, La hora del té

Margarita K, Fantasía

Entre el amor y la enfermedad

Decidí que llamaría a Roberto al hospital fingiendo dudas sobre cuántas pastillas me había dicho que tomara de Malarone. No se me ocurría otra disculpa para telefonearlo. Debía valerme de ese contacto para dar lugar a otro; ser directa e insinuarme. Más insegura que un adolescente, me sentía avocada al fracaso. Ensayé varias conversaciones y las anoté.

… Por cierto, hasta el día de la consulta no sabía de ti, y desde entonces apareces por doquier: te conocen en el centro de salud, en la farmacia, estás en las revistas, en Internet… Te has convertido en alguien tan familiar, que ganas me dan de proponerte una cita y formarme un criterio propio. También tendrías la oportunidad de conocerme, el historial clínico es la parte más aburrida de mi vida. ¿Qué te parece? —Y sin darle tiempo a contestar, añadiría—Piensa en ello.

Una parrafada así, haciéndome la interesante, me dejaría sin aliento. En mi vida había hablado tanto. Si me paraba a respirar no podría seguir. Me aprendí el texto de memoria y lo repetía como un papagayo.

A Roberto lo había conocido cuando estaba con los preparativos de mis vacaciones y tuve que vacunarme. Estaba repasando mentalmente mi historial clínico, demasiado largo para mi edad, cuando vi salir por la puerta que me habían asignado a un hombre alto, moreno, con bata blanca. Una hora más tarde la secretaria me nombró y pasé a la consulta. De cerca parecía más joven. Me recibió de pie, con la mano extendida, sus ojos en los míos. Me sentí atraída por su mirada. Enseguida nos tuteamos. Para mí fue amor a primera vista.

Una vez decidido cómo abordaría a Roberto, tenía que valorar sus posibles reacciones. Qué hubiera investigado sobre esto, cursado un master de lo otro, o par-

Foto: Georgy, Something to celebrate

ticipado en tal misión, no me daba muchas pistas. Sí me las daba el brillo de sus ojos, sus largos dedos sin aro, el aire informal y aventurero de la sala donde me recibió. En una pared destacaba el poster de una mujer africana con el cuello cargado de collares. En otra, un corcho con folletos en árabe, en francés, con alfabeto cirílico; también números de teléfono y anuncios varios. Cada papel colgaba bailón de una chincheta, las había de diferentes colores, y tal vez porque era abril, me imaginé los lunares y volantes de la feria. —Lo siento, pero no va a ser posible— podría ser su contestación a mi propuesta. —En fin, tenía que intentarlo. Espero no haberte importunado. Si a mí me entraran de esta manera, creo que me pondría en guardia, pero no todo el mundo ha de ser tan prudente como yo—pausa— Así que tengo que tomar una pastilla diaria desde dos días antes del viaje, hasta siete días después de mi regreso.

El no va a ser posible, me parecía la respuesta más probable, estuve a punto de desistir, ¿para qué iba a pasar un mal trago en el teléfono? Pero recordé que no tenía nada que perder, y eso me subió la moral.

El día de la consulta, después de decirle dónde y cuándo iba a viajar, le hablé de mi salud. Sentí que su magnetismo perdía fuerza, como si mis enfermedades fueran un escudo que iba a protegerme de los males del corazón. Estaba relajado en su asiento, sin asomo de prisa. ¿En qué pensaba? Tan solo me hizo una pregunta sobre cierto síntoma que yo había pasado por alto. De algún modo percibía que su atención estaba en algo que no me era ajeno, algo que me iba inflamando, pero que nada tenía que ver con lo que yo le contaba. A mí también dejaron de interesarme mis enfermedades. No me atrevía a mirarle a los ojos por no perder el hilo. Justo a punto de desmadejarme, inicié el informe de la extirpación del teratoma, entonces me agarré con fuerza al ovario perdido, y volví a centrarme en lo mío, y a alejarme de él. Mantuve este equilibrio largo rato. Cuando terminé de hablar, casi nada pudo añadir, pues no le di tiempo. Me apresuré a despedirme con un “espero no tener que volver”. A menudo las palabras me contradecían.

Deseaba verlo otra vez. Si en él no hubiera habido fuego, ¿cómo habría podido saltarme esa chispa que me quemaba? Me reafirmé en la decisión de proponerle una cita. Repasé el primer acto, mi entrada en escena, y me pareció que daba demasiadas explicaciones. Hice una anotación al margen para reescribirlo más adelante, y proseguí con el teatrillo. Estaba en “…proponerte una cita… Piensa en ello”. Era su turno de palabra. —Lo haré, pensaré en ello —Estupendo, espero tu llamada.

Entonces me despediría deprisa, con una bomba amenazando en mi pecho. Después de colgar, levantaría los brazos y agitaría jubilosa los puños. En los días siguientes buscaría en el contestador su mensaje.

Foto: Lenin Kaspov, From surprise to surprise

Volví a recordar a las mujeres que lo conocían (la médico de cabecera, la responsable de medicamentos extranjeros, la secretaria) y en todas me pareció percibir cierto entusiasmo al mencionar su nombre. Le imaginé en la consulta, repantigado en su asiento, seduciendo a la bruja de la farmacéutica, y me pareció un cantamañanas. Pero reincidí.

Convencida de que pensar y esperar no hacían buena pareja, rectifiqué el guion. —Lo haré, pensaré en ello —Mientras lo piensas, puedes consultar la agenda y decirme qué día te viene bien. ¿Qué te parece el viernes?

Después de un breve silencio que se me haría interminable me propondría una hora.

Me fui de viaje sin haberlo llamado. Tampoco a mi vuelta, aunque se me ocurrió que podría decirle que, a pesar de mis antecedentes, el Malarone lo había tolerado bien, por si le servía para sus investigaciones. Después seguí engrosando mi historial clínico y me olvidé de él.

Han pasado ya tres años y no me resigno a que nuestra historia termine sin empezar. Una vez más, lo estoy reconsiderando.

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