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GRIS HORMIGA
Ni los mejores deseos consiguen que las cosas cambien de repente cuando comienza el año. Aunque, puestos a ambicionar, por qué no soñar con ser felices, enamorarnos o, ya puestos, acabar con las más graves enfermedades.
TEXTO FERNANDO SCHWARTZ ILUSTRACIÓN JACOBO PÉREZ-ENCISO
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TODOS LOS AÑOS, EN EL COTILLÓN QUE ACABA DE PASAR, las gentes exclaman “esta vez sí que sí”, en la esperanza de que todo cambie, a mejor, claro, y de que, con algo de suerte, no se les atraganten las uvas y el champagne no les dé acidez. Es como si, el 1 de enero, matemáticamente la vida pudiera dar un vuelco global. Una cábala tuviera el poder de alterarlo todo, de arriba abajo, para todo el mundo. Pero solo H. G. Wells tenía la capacidad de imaginar una cosa así o, lo más probable, solo George Orwell podía vaticinar un desastre total con el año nuevo. Dios me libre de ponerme orwelliano, pero es más razonable considerar lo segundo que lo primero.
Seamos realistas. Hay cosas que no se pueden cambiar: no puede alterarse el rumbo de la historia de la noche del 31 de diciembre a la mañana del 1 de enero. Tal como va, va. Mi madre solía decir “un poco de paciencia y todo acabará mal”. Y no es que fuera particularmente pesimista, es que con los datos de que disponía, el paso siguiente le parecía de cajón.
Aquí viene ahora el consejo de todos los años. Por mucho que hayan celebrado ustedes las fiestas, por mucho que este año hayan conseguido evitar pelearse con los cuñados en la cena de Nochebuena, hay cosas que ni qué. Seamos más pragmáticos.
La guerra de Ucrania no parece ir del todo bien ni se diría que Vladimir Putin acabará pagando por sus culpas. Podemos desear ardientemente que pase el invierno para que los ucranianos puedan volver a sentir calor. Podemos querer que no salte por los aires la central atómica de Zaporiyia ni que al Kremlin le dé por utilizar una bomba nuclear “limitada” (un sarcasmo como otro porque ¿qué hay de limitado en arrasar medio país?). Podemos desear con pasión que ninguna voz disidente sea silenciada en Rusia, en Irán, en Catar, en Afganistán o en China. Pero, claro, una cosa es desear ardientemente algo y otra es conseguir que tenga efecto. No parece que ese catálogo de cosas que acabo de enunciar vaya a resolverse en unos cuantos meses. Tampoco la situación política en España, pero eso sí que es a fecha fija.
El cambio numérico no va a resolver nada. Tampoco los gordos y gordas van a perder peso por haberse comprometido a ello consigo mismos a base de resoluciones teñidas de vapores de alcohol.
Unas cuantas decenas de afortunados celebrarán que les haya tocado el gordo de Navidad (serán seguramente menos que en tiempos de Franco, cuando tocaba la lotería en un pueblo arrasado por una avenida de agua tras derrumbarse un pantano; eso sí que era suerte). El resto de los mortales seguiremos yendo a la oficina (yo no, que estoy jubilado). Puede que hayamos conseguido llegar sanos y salvos a final de año; eso está muy bien, sobre todo si hay esperanza de seguir como ahora, incambiados, Virgencita. ¿Es demasiado pedir que consigamos felicidad? Seguramente no. Son pequeñas tonterías, nimiedades, tal vez, pero ¿no es legítimo pedir que nos enamoremos, que enloquezcamos emborrachados de vida, que lleguemos a tener paz y seguridad? No es mucho pedir y no exige un cambio telúrico en el universo ni una revolución en la humanidad. ¡Si es solo enamorarse! Que no paren las máquinas, que no choquen las estrellas: solo se trata de que un ser nanomicrobial tenga un momento de felicidad, aunque sea por comerse una tortilla de patatas y no digamos por invitar a cenar a la más guapa o a la más tierna o a la más sexi. Eso sí que son resoluciones viables de año nuevo.
El deseo verdaderamente válido es que progrese la medicina hasta acabar con el cáncer (si no puede ser en 2023, pronto) y con la ELA y con el COVID y con la malaria. Que haya generosidad suficiente para llenar las ollas de los comedores solidarios. Cosas pequeñas, vamos, cosas sin importancia, como los guijarros de los riachuelos. Y entonces, de pronto, el futuro dejará de aparecer del color de las hormigas. De hecho, las hormigas nos las habremos comido fritas, que está de moda.
No ambicionen demasiadas cosas, que el hombre feliz no tiene camisa. Cambien ustedes de coche o vayan a esquiar o naveguen el próximo verano. Modernicen su vestuario. No enfermen y visiten Sevilla, churros y pescaíto frito. Ea.
Próspero 2023.