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Arte contemporáneo

Los intelectuales nos invitaron a unirnos al grupo. El clan. La resistencia. La guerrilla. Tienen planes. Quieren regresar a la ciudad de la luz. Exigir reformas gubernamentales. La cultura volverá a ocupar el lugar que le corresponde, dicen. Nos caen bien los intelectuales. Es lindo verlos. Aún tienen deseos de volver. Quieren cambiarlo todo. Quieren que se escuche su voz.

Mi marido dice que le hubiera gustado apoyarlos. Pero nosotros no somos intelectuales. Quisiéramos, pero no lo somos. Nos aburriría pasar todo el día hablando de arte y literatura. Y toda la noche hablando de arte y literatura. En otro momento quizás. Ahora ya no. Ahora no nos interesa regresar a la ciudad de la luz. No nos interesa exigir reformas gubernamentales.

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Ya no soñamos con cambiar algo. No nos interesa que escuchen nuestras voces. Ahora ya no. Todo ha cambiado para nosotros. Estamos decepcionados. Lo único que queremos es vivir tranquilamente. Lejos de todo. Vivir. Tener una casa. Una familia. Que nadie nos moleste. Eso dice mi marido. Y yo asiento. Es verdad que no somos intelectuales. Ojalá lo fuéramos. Sería muy hermoso pertenecer a alguna parte. Aunque fuera al clan. A la guerrilla. A la resistencia. A los intelectuales.

Estamos en el vertedero de arte fermentado. Bien temprano en la mañana salimos de la biblioteca. Los intelectuales nos dijeron adiós con las manos. Desde abajo los veíamos, apilonados en la ventana. Una señora delgada tenía un pañuelo blanco en la mano. Lo movía a un lado y al otro. No sé si fue el pañuelo tan blanco en medio de la decadencia.

No sé si fue el hecho de verlos en la ventana. Pero me dio por llorar. Estás bien, preguntó mi marido. Y dije que sí. Casi como una respuesta automática. Luego agregué: es la primera vez, en mucho tiempo, que nos dicen adiós.

Hoy el cielo está nublado. El viento bate fuerte. El aire guarda cierta humedad que nos duele en los pulmones. Todo luce más oscuro. Parece que dentro de poco lloverá. Necesitamos un lugar donde guarecernos. No querremos estar a la intemperie cuando el agua comience a caer. Podríamos volver a la biblioteca. Pero esa no es una posibilidad. Si regresamos correremos el riesgo de no volver a salir. Quizás nos entrarían deseos de leer los libros que aún se conservan. Y querríamos hablar sobre los libros. Todas las noches hablar, alrededor de la hoguera. Cálida la hoguera. Acogedora. Varados para siempre, mi marido y yo alrededor del fuego. Presos en un área de confort que nos proteja y nos limite. Postergando los sueños, porque afuera hace frío.

Hay viento, humedad, nubes, amenazas de lluvia. No. Ese no es el plan. No es lo que queremos para nuestras vidas. Por eso caminamos. Vamos hacia adelante. Un paso tras otro. Ese es el plan. Solo así podremos llegar lejos.

Debo decir que el arte en descomposición no es encantador. Entorno nuestro, las antiguas instituciones culturales. Antes estaban distantes entre sí ahora pueden verse una a continuación de la otra. Una sobre otra. Un exceso burdo. Es desolador ver el estado de avanzada fermentación en el que se encuentran todos los edificios. Todos excepto el museo de arte contemporáneo. Desde lejos lo reconocemos. La arquitectura es inconfundible. Luce como antes de los atentados del F-29. Incluso mejor, por contraste, dada la decadencia que le rodea. El museo sigue intacto. Ni siquiera el desplazamiento hasta acá pudo con él. El museo de arte contemporáneo ha echado raíces en el suelo húmedo del vertedero.

Parece un ser vivo. Un gran insecto de exoesqueleto inquebrantable. Nos alegra tanto verlo. Corremos hasta él. Como dos niños felices. O como dos turistas ingenuos. O como dos personas que se aman. Entramos a los salones donde antes trabajaba mi marido. Nos reímos casi nerviosos. Todo se conserva muy bien. Es como si aún fueran los días de esplendor.

Vamos de una sala a otra. Por los pasillos. Por las escaleras. Hasta que llegamos a nuestra instalación favorita. Ciberhappening. La obra de un artista local, digo. Mi marido se ríe. Siempre me gustó su sonrisa. Cuando mi marido ríe siento que nada puede salir mal. Es una obra alabada por la crítica, agrega él. Él alguna vez fue guía de este salón del museo.

Frente a nosotros está la obra. Ciberhappening. La posibilidad de construir un mundo y sus reglas. Mi marido revisa la obra.

Todo está en orden, dice. Luego se queda mirándome.

Este tal vez es el único lugar donde todo puede ser exactamente como queremos. En este lugar ya hemos sido muy felices. Si entramos a la obra, no querremos salir jamás. Seremos tan felices que nos olvidaremos de todo. Mi marido me aconseja no temerle a la felicidad. Yo pienso en la ciudad de la luz. En las cosas que nos contaron los intelectuales. En el caos en que, según ellos, están las calles. Un minuto antes de entrar pensamos en toda la gente de la ciudad de la luz. Nos preguntamos si hicimos bien.

Photo © Martha Acosta Alvarez, 2018

En medio de una sociedad de consumo marcada por la alienación y los contrastes sociales, una joven emigrante vive en la periferia junto a su esposo desempleado. Cada mañana viaja una larga distancia hasta llegar a la oficina donde gasta gran parte de su tiempo y sus energías. Es víctima del estrés, el agotamiento físico, la violencia y la precariedad. Pese a todo, su vida transcurre de un modo rutinario, hasta que se ve involucrada en hechos que la podrán en peligro a ella y a su familia. La historia se desarrolla en la Ciudad de la Luz, un lugar ficticio al que todos se acercan atraídos por su belleza.