50 minute read

Capítulo 3. Manolo Martíneztorero de época

Manolo Martínez torero de época

Chopera “abrió el grifo” en Barquisimeto para la temporada de 1970. Feria de La Divina Pastora. Los Hermanos Peralta, Ángel y Rafael, en los carteles. Ángel, ya veterano, en la campaña del año setenta continuó toreando siendo ya septuagenario. Más adelante, a la edad de un venerable anciano, le acusaron de rapto y violación. Se casó en avanzadísima edad y si dejó de torear fue porque un gravísimo accidente automovilístico le mermó sus sobrenaturales condiciones físicas. Los que le conocimos, no dejamos de asombrarnos ante su impresionante fortaleza. Todo un personaje que se siente y se observa que cuando camina deja estela. Cuentan que cuando llega a su cuadra en Puebla del Río, Sevilla, los caballos se orinan del miedo.

La estada de los hermanos Peralta en Venezuela se recordará con cariño, ya que además de ser buenos toreros y de actuar con vistosidad en colleras en las distintas plazas, Rafael lleva la música por dentro tanto como el toreo. Es autor de sevillanas muy camperas y ha provocado admiración entre aquellos que disfrutamos de sus interpretaciones en las reuniones a las que asistíamos después de las corridas de toros.

En Barquisimeto, los Peralta lidiaron un toro de Guayabita que fue bravísimo. El público de Barquisimeto fue siempre muy caballista, y la actuación de los hermanos de la Puebla tuvo eco en aquel público.

En esta feria se presentó Santiago Martín “El Viti”, junto a Efraín Girón y Ramón Reyes, “El Ciclón de Puerto Cabello”. Lidiaron una corrida tlaxcalteca de Coaxamalucan. Fue el debut de “El Ciclón” en Venezuela. No había actuado ni como novillero. Ramón triunfó. Sufrió una escalofriante voltereta, cortó la única oreja de la tarde y fueron

para él los trofeos de la Feria de la Divina Pastora. Al igual que otros venezolanos, Ramón Reyes hizo grandes esfuerzos para formarse como profesional en el extranjero. La crítica y los públicos le dieron pocas oportunidades al ciclón porteño.

Junto al “motilón gitano”, como Caremis distinguía al gran fotógrafo Ramón Medina Villasmil “Villa”, al concluir las corridas de Barquisimeto viajamos a Caracas por aquella vieja carretera. Era necesario revelar los rollos y copiar fotos a como diera lugar y lo hacíamos en el baño de una posada o dentro de un auto en un improvisado cuarto oscuro. Donde fuera, además había que desarrollar la crónica y las entrevistas mentalmente para pasarla al diario por teléfono con compañeros que confundían “sobrero” con “sombrero”. La redacción cerraba muy entrada la madrugada y las rotativas de Meridiano rodaban en horas de la mañana para poder distribuir el diario por la tarde. No se editaba los domingos por lo que teníamos que procesar el material de los dos festejos taurinos en una sola reseña, junto a la crónica del Festival de Oro de la Canción venezolana y el juego de pelota del domingo por la mañana de Cardenales de Lara. Un verdadero multiuso que nos sirvió de Escuela de Periodismo con cursos intensos y variados en situaciones precarias y comprimidas en el tiempo. La verdad es que fuimos afortunados.

La Feria de San Sebastián en San Cristóbal presentó en 1970 siete espectáculos. Dos novilladas y cinco corridas de toros, organizadas todas por la empresa de Rodríguez y Pimentel. Víctor Rodríguez, el socio de Jerónimo Pimentel, manejaba muchas plazas en Colombia y tenía el apoyo de grupos radicados en el Valle del Cauca y en Bogotá. Esta empresa organizaba las temporadas de Bogotá y de Cali, y tenía intenciones de meterse en la Costa Atlántica de Colombia, en plazas como Barranquilla y Cartagena, que más tarde serían su perdición económica y la bendición financiera para los que llegaron después y cosecharon lo sembrado.

La presencia de Rodríguez y Pimentel en San Cristóbal tuvo sentido beligerante ante Manolo Chopera quien ampliaba su dominio por América desde Lima hasta México.

Los rivales naturales de Chopera eran los hermanos Lozano. Eduardo y José Luis, estrategas de la “guerra de guerrillas” que en España libraban Manuel Benítez “El Cordobés” y Sebastián Palomo “Linares”, con un grupo de toreros que, habiendo sido importantes en una época, fueron utilizados por la “guerrilla” en calidad de mercenarios.

Rodríguez y Pimentel operaban en la amplitud de Colombia, con la anuencia de los hermanos Lozano como si de un frente ante Manolo Chopera se tratara, pues “la guerra” se extendía desde España hasta la América hispana y el territorio americano incluía cada palmo de terreno entre Perú y México

El año taurino de 1970 se abrió con un conflicto en la mesa de toreo. Los subalternos habían fraccionado su integridad y tomado banderas que capitaneaban intereses foráneos.

Sergio Flores y Rafael Hernández “Ginesillo”, nos visitaron en la redacción, para informarnos de la expulsión de un grupo de toreros de la Unión. Vicente Aray “Camachito”, Rigoberto Bolívar, Mario González, Carlos Saldaña y Rafael Girón era acusados de haber firmado con Gregorio Quijano una exclusiva de 11 festejos. Gregorio fue el hombre que sindicalizó y organizó a los toreros subalternos venezolanos, y esta organización laboral no le convenía, mucho menos le agradaba, a Manolo Chopera.

Flores, entre algunos puntos del ataque a Quijano, decía que la oferta de las 11 fechas era una utopía y con ella había tentado la inocencia de los subalternos disidentes. Quijano respondió. Alegó respaldo de Jerónimo Pimentel. Gregorio, quien más tarde se destacaría como organizador de brillantes y muy productivas temporadas de novilladas, hacía frente una vez más en la lucha contra el poder de Manolo Chopera, empresario al que había trasnochado antes con su actividad sindical.

Si de una cosa puede vanagloriarse el infatigable Gregorio Quijano, en su lucha de aquellos tiempos, es el haberle dado rango de dignidad a la torería subalterna venezolana. Hasta esa fecha el torero venezolano no conocía el sentido de la profesionalidad. Lamentablemente, al paso del tiempo, se burocratizarían los picadores y banderilleros nacionales y en actitudes deleznables perderían rango y jerarquía adquiridos en luchas plenas de dignidad.

Luis Troconis, abogado muy amigo de César Girón, representó a la torería subalterna encabezada por Sergio Flores. Luis fue siempre un hombre ligado a las causas del deporte. Representó a la Asociación de Peloteros y más tarde a la Asociación de Matadores de Toros, que presidió el torero de Camoruco, Alí Gómez. En enero del 71 la situación taurina nacional era de tensión, con toda la tirantez surgida por parte de empresarios y de los dos gremios de subalternos.

En una corrida en el Nuevo Circo de Caracas, en la que actuaron Santiago Martín “El Viti”, Adolfo Rojas y Manolo Cortés, en compañía de los hermanos Peralta, con toros mexicanos de Ernesto Cuevas, se le rindió un homenaje a Eleazar Sananes “Rubito”. Sananes actuaba como asesor de la Comisión Taurina en el Nuevo Circo. Rubito fue el primer venezolano en tomar la alternativa en España, y aparte de haber sido el ídolo más querido de la ciudad de Caracas, mucho antes que el “Diamante Negro”, fue parte de una sentida rivalidad con el también caraqueño Julio Mendoza, otro grande del toreo nacional. Presidió aquella tarde la corrida “El Catire” Alfonso Álvarez, un aficionado de los de antes, rubitero y caraqueño, que sintió tan hondo el acto de reconocimiento al diestro josefino que le fue imposible contener el llanto de emoción.

Desde México los cables informaban del descontento que capitaneaba Raúl Acha, “Rovira”, porque la mayoría del mercado suramericano acaparaba la producción de ganado bravo de México. Rovira era el apoderado de Alfredo Leal, un destacado diestro que realizó su última campaña española en compañía de César Girón y otros matadores de toros integraban el grupo de los guerrilleros. Chopera, debo subrayar, manejaba la plaza México y tenía gran influencia en otras empresas mexicanas, a las que no tenía acceso Rovira.

Como si el aceite no tuviera suficiente hervor, se había roto la relación entre Chopera y Manolo Martínez. El mexicano había dejado por la mitad la temporada española, alegando incumplimiento en la palabra del empresario vasco, confirmando una actitud, que en esta oportunidad no era nueva, de los taurinos españoles hacia los toreros americanos.

Manolo toreó su primer año en España 48 corridas de toros. Fue un año de grandes triunfos, como reseñan sus actuaciones en Andalucía y en el norte español. El resultado artístico fue premiado con 68 orejas y 5 rabos. Manolo Martínez regresó a España en 1970 para confirmar la alternativa en Madrid. Le cortó la oreja en Las Ventas al toro de la confirmación de nombre Santanero de Baltazar Ibán. Toreó esa tarde de la feria de San Isidro con El Viti, su padrino, y Palomo Linares. Su segunda corrida en Madrid fue con toros de Antonio Pérez y como para su tercer compromiso le cambiaron los toros, Manolo no lo aceptó.

Desde ese mismo instante el boicot contra Manolo Martínez tomó cuerpo. En Palma de Mallorca, por ejemplo, en el callejón de la plaza

y estando Martínez vestido de torero, la Policía Nacional le exigió, so pena de ir detenido, los papeles de identidad. Manolo y su apoderado Álvaro Garza denunciaron en los medios de México que las empresas en España sin anunciarlo cambiaban los toros de las corridas anunciadas, igual que le cambiaba los alternantes. Si tenía un compromiso para actuar con Camino o con Ordóñez, lo ponía con un torero segundón y con toros de otra ganadería. Algo parecido de lo que ha ocurrido en los últimos años con algunos toreros mexicanos que han ido a España. Manolo, después de torear en Málaga, donde cortó dos orejas, y en Ondara, cuatro orejas y un rabo, decidió cortar la temporada española. Dejó pendientes varias corridas y regresó a México. La prensa adversa a Manolo Martínez coincidiría en que éste había fracasado; mientras que el “martinismo” se erigiría como bastión adverso al malinchismo en México. En fin, la cosa se puso color de hormiga y todo anunciaba una ruptura de relaciones entre españoles y mexicanos.

No fue fácil la conquista de Venezuela por Manolo Martínez. La baraja taurina nacional contaba con sus mejores espadas, como fueron los hermanos César, Curro y Efraín Girón, además de toreros como Luis Sánchez Olivares “El Diamante Negro”, que eran propietarios del afecto irracional de la multitud, condición sine qua non del ídolo de masas.

Los mejores toreros de España habían hecho suyo el bastión suramericano para cuando Manolo hizo sus primeras visitas a Venezuela. Fueron los días que revivieron los míticos Luis Miguel y Antonio Bienvenida tras afortunado festival en Las Ventas, tiempos en los que mandaban en la Fiesta Antonio Ordóñez, Paco Camino, Manuel Benítez “El Cordobés”, Santiago Martín “El Viti”, Diego Puerta y Palomo Linares, toreros que vivían metidos entre las trincheras de combate, jugándose la vida y su propia existencia profesional, en los escenarios que se encontraban divididos por la contienda de la política taurina. Ardua lucha entre las grandes casas de las empresas, que por aquellos días se imponían y dominaban la escena desde la virreinal plaza de Acho en Lima, Perú, hasta la frontera mexicana con los Estados Unidos, que no

era, en ese momento, tan “de cristal”, como la calificaría más adelante Carlos Fuentes.

Eran los días que América tenía mucha importancia económica para Europa, porque los toreros “hacían la América” en la temporada invernal.

Nada fácil, por supuesto, para los americanos.

Allí el reconocido mérito de los llamados toreros de la excelencia: Gaona, Armillita, Arruza y Girón, póker de ases con quienes la América de Bronce ganó las partidas sobre el tapete de las arenas del toro, desde los días de Gallito y Belmonte, hasta épocas de Manolete, Dominguín y Ordóñez.

Ante esa realidad inobjetable, trepidante, se presentó un desgarbado joven norteño en el Nuevo Circo de Caracas. Fue una tarde luminosa del noviembre caraqueño, exactamente el 13 de noviembre de 1966. Cartel inolvidable para quien escribe, pues se trataba del debut de Manolo en la América del Sur, y la presentación de Sebastián Palomo Linares en América. Les acompañó en el festejo el merideño César Faraco, El Cóndor de los Andes, y los toros llevaron la divisa de San Miguel de Mimiahuapan.

Manolo fue el único que cortó oreja. Una oreja la tarde de su presentación; y aunque las espadas se convirtieron en bastos para Palomo Linares, el aniñado diestro de Jaén conquistó el fervor de la afición capitalina. “Cuitlahuac”, marcado con el número 105, fue el astado que le diera la bienvenida en Venezuela a Manolo, un torero que con el tiempo crecería en torería y madurez profesional.

¿Quién era aquel joven de raquítico aspecto al que comenzaban a anunciar en los carteles como “El Mexicano de Oro”? Venezuela esperaba desde hacía tiempo que llegara un torero de México, con los arrestos y la personalidad, dentro y fuera de los ruedos de aquellos toreros de la Época de Oro, que se hicieron del corazón de la afición criolla; porque fueron los toreros mexicanos los que forjaron lo mejor de la afición venezolana. Armillita, Garza y El Soldado tuvieron entre los venezolanos fervientes admiradores. Arruza fue descubierto por Andrés Gago, antes de su incursión lusitana, en el ruedo de Caracas, y Luis Procuna ha sido el torero más querido por la afición de la capital venezolana, desde que construyera sobre la bravura de Caraqueño de

La Trasquila una faena monumental, que fuera premiada con la única pata en la historia del Nuevo Circo. Procuna se convirtió en el mejor compañero y más atractivo rival para Luis Sánchez Olivares “Diamante Negro”. Antes de Manolo, grandes toreros de México encontraron en los escenarios venezolanos la extensión de la pasión taurina que había sembrado su rivalidad con los toreros de España. Andrés Blando, Antonio Velázquez, Luis y Félix Briones, Garza y El Soldado. ¡Silverio Pérez! El valiente Rafael Rodríguez y El Ciclón Arruza, lo mismo que los inolvidables El Ranchero Aguilar y Juanito Silveti. Joselito Huerta, adusta expresión indígena y Alfonso Ramírez “El Calesero”, trazo profundo de la emoción estética. La joven legión posterior a la Época de Oro como fueron el exquisito príncipe Alfredo Leal, el magistral Chucho Córdoba y el chihuahuense Raúl Contreras “Finito”, llenaban pero no copaban la escena y mucho menos satisfacían las expectativas.

Manolo Martínez llegó para llenarlas todas, y rebasar su contenido.

Ha sido este gran torero de México la referencia histórica para los venezolanos en los días de su crecimiento como artista y como figura del toreo. Convencidos estamos, los venezolanos, que de no haber sido porque en nuestro reñidero se topó con los finos gallos españoles, este chinguero azteca no habría cruzado las aguas del Caribe hasta toparse con la Armada Española en las aguas del Golfo y del Mediterráneo. Nuestros públicos y plazas reclaman para sí, parte de la formación de Manolo Martínez en su más de veinte años pisando arenas venezolanas.

Aquel Manolo de los primeros días era un torero de juvenil aspecto y de desgarbada figura, demostrando enciclopédica amplitud y largura en su tauromaquia. Todo lo contrario al Manolo maestro. Hombre de gruesa madurez, que culminaría sus días en los ruedos con una expresión técnica corta y escueta, aunque precisa y profunda. Traía, eso sí, en sus alforjas el don del mando y del temple, con inteligencia y absoluta comprensión del toro de lidia.

Cuando Manolo Martínez hizo el paseíllo la tarde del 13 de noviembre del año 1966 en el Nuevo Circo de Caracas, sobre la casi centenaria arena estaban aún frescas las huellas holladas por las zapatillas de César Girón, quien meses antes se había cortado la coleta con la idea de ponerle punto y final a una carrera brillante encerrándose en solitario con seis toros de Valparaíso. Fue epopéyico el adiós, y atrás crecían en el recuerdo sus tardes históricas de Guadalajara, México, Bogotá,

Caracas y Lima en América, Madrid, Sevilla, Pamplona y Bilbao en España; Arles, Dax y Nimes en Francia, como cuentas de los grandes misterios que separan los gozosos capítulos del rosario de triunfos, en cientos de plazas menores de este titán de los ruedos que con su adiós dejó desamparada la afición venezolana. Manolo, sin saberlo y mucho menos proponérselo, ocuparía en América el lugar de la respuesta al reto que hasta esa fecha, en forma hasta insolente, había sido Girón ante la cara de los grandes de España.

Hablábamos de los grandes rivales que tuvo Manolo al pisar tierra venezolana, pero no debemos dejar fuera los que fueron surgiendo en el transcurso del tiempo como lo fueron su propio paisano Eloy Cavazos, que le vino a retar hasta estas remotas tierras sureñas, y los jóvenes maestros Francisco Rivera “Paquirri”, José María Manzanares y Pedro Gutiérrez Moya “El Niño de la Capea”, cuarteto con el que cubrió el lapso final de su vida torera entre los venezolanos. Sin embargo, fueron los hitos de Manolo los que marcaron huella en su camino venezolano. Momento para recordar lo que acotaba el gran escritor madrileño, don Antonio Díaz Cañabate, cuando alguien le preguntó el porqué no tomaba notas durante una corrida de toros. A lo que le respondió don Antonio: “lo que no se graba en la memoria, bueno o malo, no vale la pena reseñar”. Debemos confesar que pretendimos recurrir al detallado inventario que tiene de la historiografía taurina venezolana el excelente recopilador Nelson Arreaza, base valiosísima para el orden histórico de nuestra fiesta, pero me pareció traicionar el principio de Cañabate, que debe ser el principio fundamental del buen aficionado. Así, pues, que cuando hablamos de Manolo Martínez en Venezuela, el primer recuerdo que me salta a la memoria es verle vestido de pizarra y plata en la Monumental de Valencia, con el muslo derecho abierto por una cornada de la cual manaba un torrente de sangre. Sangre que salpicó el testuz del toro de Reyes Huerta que recién le había herido. Realizó Martínez una de las grandes faenas de su vida, como él mismo lo confesaría más tarde en la Ciudad de los Palacios, una tarde en el Restaurante Belenhausen en grata tertulia junto a don José Alameda. Y no podía ser menos, pues Manolo alternó en aquella Corrida de la Prensa con dos leones: Curro Girón y Manuel Benítez “El Cordobés”. Fue una tarde histórica, los toros de don Reyes salieron bravos y nobles, estupendamente presentados, escogidos para tan importante cartel por el siempre gratamente recordado Abraham Ortega. El Círculo de

Periodistas que presidía Abelardo Raidi, el creador del mundialmente famoso evento, tuvo que dividir el trofeo entre los tres toreros, pero con sangre y sobre la arena de Valencia quedó tatuada la misión torera en la tierra de este torero de Monterrey, que no fue otra que la de ser figura del toreo. Figurón, diríamos los que fuimos testigos de sus tardes en San Cristóbal, cuando en la Feria de San Sebastián, tras cortar siete orejas se hizo acreedor a todos los trofeos que estaban en disputa. Tres tardes fue Manolo a esa temporada de 1969, con rivales de la categoría de Curro Girón, Paco Camino y Palomo Linares y toros de Peñuelas, El Rocío y Pastejé.

Aquel año 69, en la referida Feria de San Sebastián, nació Manolo como ídolo para las masas taurinas venezolanas. No fue un torero “simpático”, y mucho menos un artista de “buena prensa”, a pesar del empeño y gran labor de sus apoderados Pepe Luis Méndez, Álvaro Garza y Pepe Chafick. Manolo lo estropeaba todo con su carácter huraño, nada afectuoso y siempre aislado. Con brusquedad respondía a las entrevistas y pocos fueron los que pudieron llegarle cerca en la amistad.

Maracay y Caracas le fueron plazas duras, pero al final se le entregaron sin reservas. En Caracas le indultó un toro a los ganaderos Miaja y Chafick, de La Gloria y de nombre “Diamante”, el primer toro de la línea de San Martín indultado en Venezuela.

Pero su plaza fue Valencia. La plaza grande, la de las históricas corridas de la Prensa, donde rivalizó con los grandes de España. Allí creció Manolo con muchas faenas grandiosas, una de ellas ante un toro de nombre Matajacas que por su trapío le hacían asco los banderilleros y apoderados a la hora del sorteo. Ese Matajacas de Javier Garfias sirvió como un libro abierto para exponer toda su grandeza lidiadora, abrirles los ojos a los incrédulos e invitarlos a que metieran sus dedos dentro de la herida abierta en el corazón del toreo. Fue una obra de exquisito arte, ya moldeado el barro, que era dura roca en el principio en el que las manos de este Buonaroti de la más hermosa de las fiestas. Hubo otras heridas, como no, aparte de la histórica cornada de Valencia. Manolo fue herido en Maracay, aquella tarde que vistió como vistiera Alberto Balderas, de canario y plata, también en Caracas, donde el escafoides pulverizado a causa de un pisotón de un Santo Domingo le hizo perder el sitio con la espada, hasta encontrarlo más tarde al cortarle los gavilanes a la toledana.Se fue sin decir hasta luego. Vinieron noticias aciagas de su triste vuelta a los ruedos, de sus éxitos ganaderos y de su muerte en Los Ángeles. Se comentaron sus proezas y su recuerdo,

como las sombras en el ocaso, crece a medida que se pone el sol.

Manolo fue la grandeza que creció con el poniente del sol del toreo.

México y España habían roto sus relaciones políticas desde la caída de la República hasta la muerte del Generalísimo Francisco Franco. En el aspecto taurino, la guerra tenía infinidad de frentes y en todas partes se libraban interesantes batallas.

Efraín Girón sumó a su éxito de haberle cortado cinco orejas y un rabo a los toros del doctor Labastida en Caracas, el Día de la Corrida de la Prensa, se convirtió en el máximo triunfador de la temporada. Abelardo Raidi hizo entrega del trofeo La Pluma de Oro en el restaurante El Faro, en la Plaza de la Castellana.

Este sitio era una especie de discoteca, fuente de soda y restaurante, administrado por Manolo Rigeiro, un gallego muy simpático que con el tiempo administraría varios exitosos negocios de comidas en Caracas. En el sitio que ahora se levanta el colosal edificio del Banco Consolidado, frente a la Plaza de la Castellana, estaba El Faro. Fue una reunión muy amena a la que Efraín asistió en compañía de su bellísima esposa y de su hermano mayor, César.

Uno de los temas que más atención tuvo durante aquel invierno español fue el del Convenio Taurino entre España y los países americanos. En Venezuela fue Luis Troconis el que se encargó de su redacción, junto a Alí Gómez. En Meridiano hicimos una campaña de información sobre estos acuerdos bilaterales, y fue curiosísimo el constatar la gran ignorancia que sobre el asunto se tenía, y se tiene, entre dirigentes y profesionales del toreo y del periodismo taurino.

Aquel año de 1970 falleció en Caracas Felipe Reina Contreras, banderillero tachirense, que junto a Rubito había escrito un pedazo importante para la historia taurina dentro y fuera del territorio nacional. Felipe Reina se anunciaba en los carteles como “Niño de Rubio”. Pocos aficionados en la funeraria, entre ellos don Alfonso Álvarez, “El Catire”, que había sido presidente de la Comisión Taurina de Caracas y sobre todas las cosas amigo de Eleazar Sananes “Rubito”, el primer

matador de toros venezolano que alcanzó el grado con una alternativa en España, y junto a César Faraco los únicos que lo hicieron en Madrid.

“Rubito” tomó la alternativa en la vieja plaza de La Carretera de Aragón en tarde regia con la asistencia de Alfonso XIII a la plaza con cuatro alguacilillos que hicieron el despejo de la plaza en cuatro tordillos que le abrieron paso a cuatro toreros: Marcial, Saleri, Nacional y el caraqueño Eleazar Sananes. En la cuadrilla de Sananes iba “Niño de Rubio”. Pero no fue “Rubito” el primer venezolano que se atrevería “cruzar el charco” para hacerse matador de toros. Antes lo había hecho Luis Emilio Olivo, hermano de Isaac Olivo Meri, fallecido en Caracas a causa de un percance. Luis Emilio actuó en España en 1916, en la plaza de las Arenas de Barcelona y por ser de raza negra le anunciaron como caso de extravagancia en la fiesta de los toros. Luis Emilio Olivo toreó en compañía de Daniel Martínez Piñero y lidió utreros de Pedro Sánchez. Junto a ellos otro raro elemento, un jinete brasileño que en el cartel anunciaron sin nombre y sí como el campeón invencible de La Chirigotería.

Este Luis Emilio Olivo, que tiene el mérito de haber sido el primero, lamentablemente olvidado, era del grupo de toreros que se formó junto al tachirense Felipe Reina Contreras, “Niño de Rubio” que, además de haber sido matador de postín en Venezuela, llegó a ser destacada figura de la torería subalterna en España.

“Niño de Rubio” cruzó el Atlántico junto a Eleazar Sananes, “Rubito”, como banderillero del Josefino, y más tarde en 1926, hizo su presentación en Barcelona como novillero. Fue junto a Sebastián Rivero “Chaleco”, un torero de gran audacia y no escasa inteligencia. Supo dignificar la fiesta en nuestro medio, y cundió tanto su ejemplo, como el de casi todos los que integraban la torería nacional de entonces, que llegó a entusiasmar a los muchachos de la época para seguir sus pasos. Actuó en los ruedos nacionales hasta 1942, cuando decidió retirarse. Siempre estuvo ligado a la realización de los espectáculos taurinos, porque actuaba muchas veces como asesor.

“Niño de Rubio” falleció en Caracas el 20 de mayo de 1970, y su última aparición en público había sido unos días antes, cuando como reseñamos antes en la plaza de Caracas, un grupo de aficionados, entre ellos “El Catire” Alfonso Álvarez, le rindió un sentido homenaje a su amigo, Eleazar Sananes “Rubito”.

La casa Domecq volvía a la vida a nivel mundial, gracias a la gran labor que en México desarrolló el jerezano Antonio Ariza. Domecq de México, con sus licores sacó de la penuria a la casa jerezana y se convirtió en su bastión más importante en el mundo. Antonio Ariza fue un jerezano que vivió entre dos grandes pasiones en la vida: el toro de lidia y el caballo andaluz. Ambas las sembró con creces en México, e identificó los caldos y aguardientes con la fiesta de los toros y con la cría del caballo árabe-español. La televisión mexicana jugó un papel importantísimo y Domecq fue el promotor más importante que haya tenido el toreo en México equivalente en su esfuerzo y sus logros sólo al llevado a cabo por la Cervecería Moctezuma de Monterrey.

Venezuela vivía el esplendor del alba económica. La Organización de Países Exportadores de Petróleo –OPEP–, avalaba el atrevido desarrollo que se proponía a la nación. De este esplendor quería participar España, y cada día se acercaba más y más a América Latina, y en especial a Venezuela. La banca, los exportadores de vinos y ultramarinos, los más diversos negocios, entre los que no faltaban la construcción, la agricultura y la cría del toro bravo, se proponía a distintos consorcios nacionales.

Juan Pedro Domecq y Diez, ganadero jerezano hermano de Álvaro, visitó Caracas en 1970, con el propósito de lanzar al mercado el Brandy Virrey, al estilo de los brandis mexicanos, Don Pedro y Presidente, que se habían adueñado del mercado.

En la carretera Panamericana, cerca de Los Teques, se construyeron unos galpones muy grandes y se inauguraron en Boleíta unos amplios despachos donde instalaron las oficinas de Domecq Venezuela S.A. Don Juan Pedro, hombre de una gran simpatía, estaba más preocupado por el mercado de los vinos que por lo relacionado con el toro de lidia; y aunque se reunió con taurinos, no encontró motivos, ni los aficionados de categoría como para entusiasmarse. La época, además, por razones de la fiebre aftosa, y de prohibiciones sanitarias de diversa índole no recomendaba pensar en importar ganado bravo de Europa. Sin embargo, considero que la traba más significativa que encontró el

famoso ganadero fue la escasa cultura ganadera entre los venezolanos.

La fiesta de los toros no dejaba de ser un espectáculo exótico, aunque hubo momentos en los que caló hondo en el sentir popular. Tal fueron los días de Rubito y de Mendoza, o toda la época de “El Diamante Negro”. Ignorábamos todos que traer ganado bravo de Europa estaba más cerca de lo que creíamos.

Fuera de unos cuantos avisos desplegados en algunas revistas, la promoción de Domecq no dejó de ser tímida. Mucho más si la comparamos con lo que hacía Ariza en México. No pudieron las ideas de Don Juan Pedro hacerle sombra al marketing de los rones, los que para esa época se lanzaban a la conquista absoluta del mercado nacional con grandes aspiraciones en la exportación, basados en la calidad del ron venezolano, uno de los mejores del mundo.

A mediados de 1970 recibí una llamada del médico veterinario Manuel Zafrané Escobar. Me comunicó el deseo del señor Luis Morales Ballestrasi, para que visitara su Hacienda de San Antonio en el estado Yaracuy, donde pastaba la ganadería de Guayabita, y que desde esa época es de su propiedad. Un grupo de jóvenes veterinarios, entre quienes estaba Zafrané, asesoraba a los recién iniciados ganaderos venezolanos, entre los que se encontraban Marcos y Maribel Branger, José de Jesús Vallenilla, Carmelo Polanco, Sebastián González Regalado y Luis Morales Ballestrasi.

Esos días se formaban, con ganado colombiano, las ganaderías de Tierra Blanca de Manolo Chopera y Sebastián González, Bella Vista de Carmelo Polanco y Tarapío de Marcos Branger. Daba sus primeros pasos la ganadería de Los Aranguez fundada con vacas de Guayabita, que los hermanos Alejandro, Raúl y Ramón Riera Zubillaga y el doctor Alberto Ramírez Avendaño le compraron al gerente autobusero Julio García Quintero.

Julio García Quintero, hombre muy ligado a Julio Azpurua y a los sindicatos del transporte negoció con Morales Ballestrasi el rebaño de

Guayabita que él, Julio García Quintero, había calculado a la vista en 300 cabezas y que Luis Morales dudaba, porque luego hizo una amplia retienta de todo el rebaño, que apenas superaba las 200 vacas.

Muy de madrugada fui hasta Valencia donde vivía Manuel Zafrané. En compañía de los veterinarios Tomás Descriván y César Scovino, los novilleros Carlitos Martínez, Jesús Salermi y Rafael Ponzo y el picador de toros El Charro Gil fuimos hasta la finca de San Antonio cerca de Boca de Aroa donde estaba el hato de lo que Luis Morales había rescatado de Guayabita.

Luis Morales y Miguel Gil “El Charro” retentaban todo el ganado guayabitero. La ganadería, que había adquirido su nombre de la finca de La Guayabita, vecina de Turmero, donde los hermanos Gómez Núñez, hijos del general Juan Vicente Gómez, la fundaron en el decenio de los treinta. Más tarde pasó por variadas manos, de gente que la maltrató como ganadería. Este evidente maltrato provocó al inteligente periodista Oswaldo Pérez Estévez a bautizarla con el nombre de “la ganadería de triste destino”. Fue una reacción en un momento de justificado enojo de aficionado, porque veía cómo desbarataba un gran esfuerzo por formar una buena ganadería.

Ciertamente. Ha sido una cruz el tránsito de la ganadería en la historia, pues mientras su rebaño hermano ha fundado hierros de abolengo, como Benítez Cubero y Lora Sangrán, la parte de Pallarés del Sors que vino a Venezuela por recomendación del rejoneador Antonio Cañero y de Juan Belmonte a los hijos de Gómez, fue maltratada por la ignorancia y la improvisación con los más desastrosos cruces.

A pesar de todas las calamidades a que la ignorancia e inconsciencia sometieron a su generosa sangre, Guayabita fue capaz de sembrarse en el surco de otra ganaderías, como era el caso de Los Aranguez, que nacía de las vacas guayabiteras en los valles caroreños de Los Caballos y Copacoa, la misma época en que Morales retentaba el rebaño de Guayabita, de lo que nos quedaba de Pallarés en Venezuela.

Luis Morales ha sido un exitoso criador del purasangre de carreras. Ha tenido la suerte de sentir la prolongación de sus triunfos en el hipismo, en los logros de su hijo Carlos, un preparador de grandes triunfos en La Rinconada. En su juventud, Luis Morales se destacó como deportista, y llegó a ser profesor de natación en el Casablanca Tennis Club. Su amor e intuición hacia el purasangre le llevaron desde los boxes y cuadras de los hipódromos hasta los bureaus del Directorio del Instituto Nacional

de Hipódromos y los salones del exclusivo Jockey Club de Venezuela. Posiblemente ese éxito apasionante, le entusiasmaría a probar con el toro de lidia.

Dos días, con sus noches, estuvimos en la Hacienda San Antonio, de Yaracuy. Mañana y tarde se tentaron vacas y becerras. Las vi mansas, como en todas las ganaderías del mundo; pero también las había de una bravura y de una nobleza que pocas veces he visto en otras vacadas.

Carlos Martínez, Jesús Salermi y Rafael Ponzo hicieron el largo y laborioso tentadero. Ponzo por primera vez en su vida toreaba ganado bravo.

Luis Morales conversaba e intercambiaba ideas con todos. Descubrí en Luis a un hombre de un criterio muy firme y de una inteligencia sumamente aguda. No se casaba con lo que veía. Discernía y comprobaba, más que ver con los ojos, pesaba y juzgaba con la razón, todo lo que sucedía. Creí ese día que estaba ante el hombre que, al fin, salvaría la ganadería de Guayabita, la “del triste destino”. Lamentablemente no fue así; y la culpa no ha sido de Luis Morales. No hay dudas de que el hombre hizo sacrificios que le llevaron más allá del deber. Imagino que, dentro de él, había un reto. Un reto consigo mismo, porque no lo entiendo de otra manera.

Cuando Luis Morales llegó a la Hacienda San Antonio, encontró una selva tupida, impenetrable, donde crecían como animales salvajes las reses de Guayabita. No había otra cosa en San Antonio que abandono y desorden. Esa fue la visión que tuve de la ganadería. Todo me impresionó y me parecía imposible ordenarlo. Me contaba que había que meterse a pie en la montaña para cazar las vacas y enlazarlas. El ganado era parte de la fauna de las tierras de la finca. Incluso, muchas reses se habían escapado de los linderos de San Antonio. Había ganado con mucha edad sin herrar. La casa apenas podía sostener el techo de zinc. El calor era infernal. Los mosquitos y otras plagas nos azotaban de noche. Las lluvias torrenciales hicieron intraficable los caminos y, para salir de San Antonio, tuvimos que atravesar la finca de un general retirado, cruzar unos desfiladeros por unos puentes hechos de rieles de trenes, donde nos jugamos en serio la vida.

Luego, otro día, volví con Curro Girón. Fue la segunda y última vez. Encontré cambios profundos. Potreros muy bien delimitados. Vaqueras que producían suficiente leche y caballerizas que guardaban hermosos ejemplares. Se habían sentado las bases para desarrollar una finca

moderna y se construía una plaza de tientas muy lujosa. También se proyectaba una gran casa, con puertas de finas maderas, labradas, con ventanales protegidos con hierros forjados muy hermosos. Casa de amplias habitaciones para el dueño y su familia, que se refrescaría con aire acondicionado, y donde la tela metálica impediría la plaga.

Hablaba Luis de mucho señorío, de cientos de comodidades para sus amigos, los invitados de mucha categoría que serían huéspedes en Guayabita. Recuerdo, entre las muchas cosas que Luis me dijo, que construiría unos baños y unos cuartos juntos al tentadero “para que se aseen los toreros, se vistan y nada tengan que ir a buscar a la casa”.

Luego de muchos intentos por formar rebaños de ganado bravo con la base del toro criollo y uno que otro toro de lidia española, los hermanos Florencio y Juan Vicente Gómez Núñez decidieron importar vacas y sementales de España. Los muchachos, como distinguían a los hijos del presidente Juan Vicente Gómez, eran muy amigos de Juan Belmonte. El trianero sabía de la afición que por los toros sentían los Gómez Núñez, y supo de sus intentos no muy serios, pero al fin y al cabo intentos que se hacían de tentaderos y selección de ganado de media casta –cruza de criollo con español–, en las haciendas de La Providencia, propiedad los hermanos Gómez Núñez y La Quebrada propiedad del coronel Gonzalo Gómez Bello, hermano de Juan Vicente y de Florencio. En principio, bajo la supervisión del propio Belmonte y de don Antonio Cañero. Más tarde con el concurso de don Manuel Mejías Rapela “Bienvenida” y sus hijos Manolo y Pepe Bienvenida, el célebre Manuel Jiménez “Chicuelo”, el de la Alameda de Hércules y toreros tan importantes como el gaditano Pepe Gallardo, el valenciano Vicente Barrera, el caraqueño Eleazar Sananes “Rubito” –compadre de don Florencio–, Pepe Amorós, José González “Carnicerito de México”, Nicanor Villalta, Antonio García “Maravilla”, David Liceaga y Juan Martín Caro “Chiquito de la Audiencia”, entre otros, eran invitados por la familia Gómez a los valles de Aragua para que participaran en faenas camperas en la ganadería de Guayabita.

Juan Belmonte, que era muy amigo del general Gómez, desde 1918, tal y como lo reseña la biografía escrita por el célebre periodista Chávez Nogales, siendo testigo de la gran afición de Juan Vicente y de Florencio, les dijo con claridad que si de a de veras pretendían ser ganaderos debían hacer el esfuerzo y traer de España una ganadería completa. Sabía el maestro lo que podían hacer los Gómez en Venezuela, que para la época remataban la construcción de la bellísima plaza de toros de Maracay, proyecto encargado al gran arquitecto Carlos Raúl Villanueva. Así que el trianero junto a su íntimo amigo don Antonio Cañero, en nombre del presidente de la República de Venezuela y de la familia Gómez Núñez, contactaron en Córdoba a sus amigos cordobeses los ganaderos Pallarés Delsors, quienes habían puesto en venta su ganadería.

Aquella vacada procedía de la línea que en 1825 fundó el canónigo Diego Hidalgo Barquero con reses de Giraldez –origen Cabrera– que cruzó con reses procedentes del conde de Vistahermosa y dos toros de Juan José Vázquez. Varias estaciones vivió la ganadería hasta llegar a manos de los hermanos Pallarés.

En 1841 el canónigo vendió una parte al jerezano Joaquín Barrero. Lidiando Barrero a su nombre, porque Hidalgo Barquero se reservó hierro y divisa. En 1886 Barrero vende ganadería y divisa –blanca y encarnada– a Juan López Cordero y este a José Antonio Adalid quien lidia a su nombre en Madrid en 1874. Esta vacada llega a manos de Carlos Otaolaurruchi en 1896, y de este pasa a ser propiedad de don José Domecq en1910. Domecq le agrega vacas de Surga, encaste de Vistahermosa y sementales procedentes de la ganadería de la marquesa de Tamarón. José Domecq muere en 1922, y su viuda vende a don Antonio Peñalver que, siete años más tarde, pasa la propiedad a los señores don Luis y don José Pallarés Delsors, de Cabra, Córdoba. Los hermanos Pallarés lidiaron por primera vez a su nombre en Madrid, la tarde del 12 de julio de 1931, tarde de la presentación en la capital española del orfebre tapatío, Pepe Ortiz uno de los más fecundos creadores de suertes mexicanos.

Juan Belmonte y el rejoneador y militar don Antonio Cañero eran muy amigos. El cordobés Cañero, fue pionero del toreo a caballo y actor de cine y capitán de Caballería en España. En Maracay, Cañero creó la yeguada militar en el Haras San Jacinto, y fue quien diseñó el Hipódromo de la ciudad.

Belmonte y Cañero, que eran próximos de los hermanos Juan Vicente y Florencio Gómez, por la intimidad que tenían con su padre el general

Juan Vicente Gómez, muy amigos todos, hicieron contacto con los señores Pallares Delsors. Los hermanos Luis y José Pallarés, vendieron a los venezolanos hermanos Gómez Núñez 180 vacas, 12 toros padres, una corrida de toros y unos añojos. Junto a este grupo vinieron 25 vacas, con el hierro de Gamero Cívico como un regalo de Belmonte a los hermanos Gómez, y un toro de Miura que estuvo padreando en Guayabita. El trianero recién había comprado ganado de Gamero para mejorar su ganadería que había fundado con reses de Campos Varela.

El ganado embarcó en Cádiz en el buque alemán Magdalena y cruzó el Atlántico hasta el puerto de Turiamo en las costas aragüeñas. A la sazón desde donde, según relato de don Ramón Martínez Rui, esposo de doña Cristina Gómez Núñez, hermana de Juan Vicente y de Florencio, a toda la ganadería la condujeron hasta las sabanas aragüeñas de Turmero por vaqueros cordobeses y sevillanos, hasta la finca de Guayabita. Al frente de estos conductores del ganado de Pallarés estuvieron Antonio Pedroza Romero, conocedor de la ganadería de Gamero Cívico, que fuera sonsacado para este viaje por Belmonte y Cañero. Un hondero de la ganadería de Miura de nombre Juan Jiménez “Sardina” al que conocían mucho Belmonte y Cañero y sabían que sería de gran utilidad para la formación de la ganadería de personal idóneo en el manejo de ganado.

Sardina estuvo con el ganado hasta después de la muerte del general Gómez. Este hondero de Miura no conoció el catre o la hamaca. Siempre durmió en el suelo. Sobre una tela que durante el día le envolvía como una faja. Dentro de la faja, colocaba piedras que con inusitada destreza utilizaba con su honda. Preparó varias yuntas de bueyes, bueyes tan bien domados que cuando pasaban por la iglesia de Turmero se arrodillaban, impresionando a todo el que tuvo el privilegio de verlos. El ganado español llegó a los valles de Aragua en 1933. Cincuenta machos llegaron a La Providencia y las hembras a Guayabita.

La ganadería de Guayabita, cuyas reses estaban herradas con el 19 y tenía por divisa los colores rojo y gualda, no llegó a lidiar bajo la administración de los hermanos Gómez, aunque sí se tentaron sus vaquillas durante años, en un tentadero construido en la finca donde estuvo el ganado hasta mucho después de la muerte del general Juan Vicente Gómez.

ooo000ooo

En junio, Felipe Serrano, su hijo Andrés, Aquilino José Mata, Gustavo Trías, Danilo Suárez y Marco Tulio Maristany, directivos de Radio Rumbos y propietarios de Meridiano, nos informaron de la compra de unas rotativas Off-Set, que instalarían en San Martín, porque “la idea es llevar el periódico hasta los cien mil ejemplares”. Recuerdo que hablé con Andrés Serrano, quien era mi amigo desde los días de la infancia en el Colegio de La Salle de los Hermanos Cristianos, y le pregunté sobre una venta a Armando de Armas, a quien había visto el otro día con Carlitos González. Me preguntó que si estaba loco, que “Meridiano es la niña de los ojos de mi papá”. A don Felipe Serrano lo conocía desde que en mis días de estudiante frecuentaba La Campiña, compartía con nosotros, los amigos de Andrés, su hijo, partidas de dominó y la interminable polémica del beisbol. Le recuerdo en la esquina del CADA de La Florida, preguntándole a la gente cuál era la transmisión de radio que más le gustaba.

Serrano, dueño de Rumbos, tenía la exclusiva de los Leones del Caracas, con la transmisión de Delio Amado León. Su gran amistad con “El Negro” Prieto, que en vida fue también hombre de radio, además del beisbol, hizo que comprendiera mucho antes lo que podría ser un Circuito Radial de un equipo de pelota.

Felipe Serrano no creía en encuestadores, pero hacía las más variadas e interesantes encuestas. Las hacía él mismo y recurría a muestras curiosísimas. Investigaba entre sus familiares. Con sus amigos. Con los amigos de los amigos, en el vecindario. Prefería hacer él mismo las muestras, persona a persona. Antes lo había hecho con unas conservas que distribuía por Sabana Grande, en las pulperías y ventorrillos de Chacao y de Chacaíto; y ahora preguntaba a su manera y de forma muy directa, sobre Rumbos y Meridiano. Con los resultados de estas investigaciones descubrió que iba por el camino correcto, y que Meridiano día a día crecía en el número de lectores. Era necesario aumentar el número de ejemplares en cada edición.

Meridiano mudó sus oficinas de Cipreses a Hoyo, la casona vieja de La República, a San Agustín del Norte, entre las esquinas de Páez a Junín, en el segundo piso del edificio Dinapren. También cambió de rotativa, y nos fuimos a imprimir el diario en los talleres que fueron de La Verdad, un periódico que fue propiedad de Nicomedes Zuloaga y manejó el “Viejo” Rafael Fuentes, gran maestro de periodistas.

El estilo del periódico cambió, de acuerdo a las exigencias técnicas de las rotativas. Ahora no cerrábamos de madrugada, como cuando tirábamos en plomo las ediciones del diario; y tampoco circulábamos en horas del mediodía. Ya Meridiano estaba en la calle mucho más temprano y cerrábamos la edición pasada la una de la madrugada.

Un día, cerca de la medianoche, me encontraba haciendo una traducción de unos reportajes aparecidos en unos diarios norteamericanos sobre una hazaña realizada con los Tigres de Detroit por el antesalita venezolano César Gutiérrez, cuando recibí una llamada del empresario Sebastián González Regalado.

¿Podríamos vernos más tarde? Me preguntó y señaló Sebastián que bien podría ser el Restaurante don Sancho, en El Rosal, el sitio para la reunión. La verdad fue que me extrañó la llamada. En primer lugar, por lo tarde, y luego porque González Regalado, socio de Manolo Chopera, no era hombre de andar con tapujos. De haber sido algo corriente, González se hubiera acercado a la redacción.

Concluí lo que hacía y me trasladé al sitio de la cita. Conversamos y me explicó González Regalado que se encontraba en un aprieto, porque al día siguiente, es decir ese mismo día –ya estábamos de madrugada–, salía a la venta el abono para la Feria de Caracas y él estaba obligado, según documento que reposaba en las oficinas de la Comisión Taurina Municipal, a publicar un aviso, detallado, de las condiciones para la venta de las entradas y del abono de la temporada.

Como los talleres de Meridiano trabajaban hasta muy entrada la madrugada, fuimos e insertamos una página publicitaria en la que especificábamos todos los detalles exigidos para la venta del abono. Así cumplía la empresa con las exigencias de la autoridad y se satisfacían las responsabilidades por parte de los organizadores.

Este detalle revela cómo marchaban las cosas en esos días. Me refiero al respeto que existía entre las empresas que organizaban los espectáculos y la autoridad. Recuerdo que la Comisión Taurina estaba integrada por Gustavo Bravo Conde, Luis Ernesto Navarro, César Rondón Lovera, Alfonso Álvarez, Paco González Betancourt y Eloy Dubois, buenos aficionados, ciudadanos de recto proceder, quienes jamás mezclaron sus atribuciones, derechos u obligaciones, con la amistad o la fanfarronería, como lamentablemente ha ocurrido en exceso con los integrantes de las autoridades caraqueñas y de las plazas del interior, propiciando barcos sin rumbo que han hecho zozobrar la nave del toreo en Venezuela.

Con Sebastián, a quien conocía desde aquella mañana que le visité en la Calle Negrín para indagar sobre la corrida de Cantinflas que se lidiaría en la Feria de Valencia, me ha unido siempre una estrecha y cordial amistad.

Su primera preocupación, como empresario, fue dar lo que ofrecía, y siempre fue su intención ofrecer gran calidad. Siempre gozaba al ver las contrabarreras y los palcos plenos de gente elegante. Su felicidad era convertir la plaza en un rendez-vous del jet set caraqueño. Una clase alta que entendía a mucho de toros. Allí, en la plaza de Caracas se reunían los intelectuales, en peñas que integraban el pintor López Méndez, Arturo Uslar Pietri, Jesús Soto, Manuel Alfredo Rodríguez, Miguel Otero Silva, Gonzalo y Oscar Palacios Herrera, por recordar algunos; empresarios como Oscar de Guruceaga, Armando y don Juan Ernesto Branger, Eugenio Mendoza, padre; banqueros como Pérez Dupuoy y González Gorrondona. No faltaban personalidades de la política de entonces, como Jóvito Villalba, Rafael Caldera, Gonzalo Barrios; de la farándula, que tenía en Renny Ottolina su astro, quien era un severísimo aficionado en la plaza. El Nuevo Circo se llenaba de hermosas mujeres, como las “nenas” Zuloaga y Winckelman, y de mucha juventud.

No faltaban sus personajes propios, como “El Loco” Bermúdez; un gironista furibundo, vendedor de libros a domicilio, que entraba a la plaza muy temprano y, mientras caminaba hacia su sitio en la barrera de sol, allá junto a la meseta de toriles, iba gritando “¡Girón, Girón, Girón...!” La gente de Caracas iba a ver toros. Como público participaba vehementemente de la corrida de toros. Lo que no sucede ahora.

Con el tiempo, las circunstancias que rodean a los hechos en el transcurso de los días, han surgido cambios considerables en el espectáculo taurino caraqueño. Posiblemente haya sido culpa de las empresas que, por asegurar el éxito económico, han recurrido a la colocación de la boletería casi por compulsión de los organismos públicos que están tras la organización del espectáculo.

Un aluvión de público nada entendido, carente de afecto por lo que sucede en el ruedo, que van a la plaza a “codearse” con los famosos, a vivir un momento raro y a beber, ha hecho de la plaza de Caracas un sitio desagradable para ver una corrida de toros. Las consecuencias han sido que ya los buenos aficionados no van al Nuevo Circo. Las peñas se fueron de las gradas. El público es agredido constantemente por vendedores anárquicos y mal educados; y lo que pudo significar en

categoría e importancia Caracas, como plaza de toros, dejó de ser.

Mucha culpa de esto la tienen, también, las distintas autoridades que supuestamente han velado por los intereses de la afición y porque se cumplan con fidelidad las ordenanzas taurinas. Y la prensa taurina que se le entregó a las empresas y en vez de cumplir sus funciones informativas y críticas se convirtieron los periodistas taurinos en vulgares promotores de espectáculos.

La plaza de Caracas estaba considerada como una de las más exigentes de América, y cuando a ella se referían la comparaban, en exigencia, con Acho y la México. Triunfar en Caracas les abría las puertas de América a los toreros. Los dineros de Caracas eran los más importantes del continente.

Antonio Ordóñez me confesó, en una entrevista que le hice en el Hotel Tamanaco, que en México cobraba la mitad de lo que devengaba en Caracas, y que el haber cortado una oreja en el Nuevo Circo, la tarde que se reivindicó ante los caraqueños con la corrida de Javier Garfias, le había abierto el invierno en las plazas americanas.

No era extraño ver en los días de corridas a destacados personajes taurinos en la ciudad; periodistas franceses venían con frecuencia a Venezuela, igual que taurinos de México y de Perú, o destacadas personalidades de España. La categoría que tenía Caracas no la tiene ninguna otra plaza americana en la actualidad. Algunos la compararon con San Sebastián en Guipúzcoa, porque en el Chofre, la arena donostiarra, también se daba cita lo más granado de la torería y de la intelectualidad taurina.

Manolo Chopera confiaba a plenitud en la organización de las corridas de toros por parte de Sebastián González. El Chopera, acomodaba en los carteles a los diestros de su casa, a los que apoderaba. Sebastián se encargaba de los nacionales, de comprar las corridas en México y de contratar a los toreros mexicanos.

Julio y Carlos García Vallenilla eran muy amigos de Manolo Chopera y de Sebastián González, además de que Julio representaba en Venezuela los intereses de César Girón y Carlitos, los de Curro. Los hermanos García Vallenilla, con quienes me une una respetuosa amistad, han participado además en la organización de corridas de toros y en la contratación de muchas figuras del toreo.

La ganadería de Bellavista había dejado de ser propiedad de un grupo de tachirenses que encabezó Joel Cacique, que había hecho negociaciones con Antoñito García, hijo de Francisco García, el fundador de la Vistahermosa de Colombia, para pasar a manos de Carmelo Polanco.

Hombre simpático, Carmelo Polanco, franco y bonachón, que representaba, en el Táchira y para el occidente, una firma de alimentos concentrados para animales. Las deudas contraídas por la ganadería con la empresa fueron cuantiosas y Bellavista debía muchísimo dinero. Vino el embargo y Polanco adquirió una gran parte de las acciones. Más adelante una ejecutoria del Banco Nacional de Descuento (BND) pondría en manos de José Joaquín González Gorrondona la mayoría de los valores de esta sociedad ganadera. Polanco se embriagó con prontitud, con los triunfos de la divisa, gracias a los éxitos de las reses de Antonio García, que en Venezuela se lidiaban a nombre del hijo del fundador de Vistahermosa, aunque estaban herradas con un hierro diferente al que identifica hoy día a Bellavista. Carmelo era el ganadero más popular de Venezuela. No había duda. Los titulares de la prensa eran suyos, gracias a los éxitos de sus toros.

Uno de los atractivos para el abono de Caracas era la presentación de una corrida de toros de la recién fundada ganadería, la que aparte de los éxitos alcanzados en Valencia y en San Cristóbal, templaba la fibra nacionalista que siempre vibra en las cosas de los pueblos. Así que Carmelo Polanco organizó un viaje a la fronteriza Delicias, Táchira, donde está enclavada la ganadería de Bella Vista, con el propósito de atender a los empresarios y tentar algunas vaquillas y un toro que destinaría para semental.

Federico Núñez, que representaba a la empresa de Puerto Cabello, que también quería comprar una corrida de toros, y Sebastián González, cruzaron la distancia que hay entre San Cristóbal y Delicias, pasando por Rubio y Bramón, pueblos cafetaleros sumergidos en montañas hermosas, que surgen como cuentas de rosario, con todo y sus misterios, camino a la frontera con Colombia.

Desde las alturas de Bellavista se observa, acostada a la falda de las gigantescas montañas, la población neogranadina de Ragonvalia, productora de café y denominada en honor a un presidente colombiano.

Polanco improvisó con cañas y bambúes la barrera de su tentadero. Federico Núñez vistió con gran corrección al estilo del campo andaluz; zahones; botos de la Puebla del Río; calzona de paño fino; camisa de chorreras; capotes y muletas de estreno. En fin, la perfección. Como invitados especiales Sebastián González, empresario de Caracas, Antonio Pardo, publicista porteño y Santiago Guevara, de la empresa de Puerto Cabello. La sorpresa era el novillero. Se trataba de Jorge Polanco, hijo de Carmelo, que quería ser torero.

Apenas saltó a la arena el toro, un bien armado cárdeno con unos cuartos traseros empulpados, se echó a los lomos al novillero Polanco que intentó pararle.

En el suelo, el toro, certero y con asesinas intenciones, le metió el pitón hasta la cepa, abriéndole un boquete en el pecho surgiendo de inmediato un torrente de sangre. Un caudal que apenas detuvieron taponeando la herida. El camino, serpentina que abría las altas montañas, se hizo interminable. Sentían que se les iba la vida del muchacho entre la angustia y la desesperación que da el saberse impotentes por resolver tan grave percance.

Carmelo sólo atinaba a decir: “Cómo es esto posible, Señor. ¡Cómo! Si hace una semana le toreó muy bien. No; no entiendo, cómo haya podido pasar esto, si él sabía cómo torearle. ¡Hace no más una semana lo había hecho, y lo hizo muy bien!”.

La corrida de Puerto Cabello fue lidiada por el cordobés Florencio Casado “El Hencho”, José Falcón y Joselito López. Falcón dejó una gran impresión, El Hencho triunfó y recibió una cornada, y Joselito López estuvo valiente ante toros muy encastados.

En Caracas la corrida tuvo mucho trapío. Paquirri estuvo muy bien, lo mismo que Efraín Girón y José Falcón. Recuerdo que Antonio Ordóñez comentó, favorablemente, la casta de estos toros.

Al terminar cada corrida, Antonio García cobraba con letras de cambio la deuda que Bellavista tenía con él desde el día de su fundación en las altas praderas de los páramos del Táchira.

El maracayero Jesús Narváez, luego de una heroica estada en España, tomó la alternativa de matador de toros en Elda, Alicante, el 19 de septiembre. Campaña breve la de Narváez, ya que no compareció en plazas como las de Barcelona, Sevilla o Madrid.

En una carta que nos envió a la redacción, decía:

-Con respecto a mi alternativa, sé que hay en esa mucha polémica en torno a ella. Hay algunos en que son partidarios en que retrase la fecha; pero le diré que no pude aguantar más de novillero, puesto que en esto del toro todo es falso. Todo está montado con una visión comercial. El que tiene dinero torea y el que no lo tiene no. Sólo basta mirar la estadística de novilleros para darse cuenta de cuántos venezolanos lo hacen. Sólo los hermanos Girón y yo, y no es porque no tengan condiciones, sino porque carecen de respaldo económico y de seguir esto así será la ruina del torero venezolano.-

Narváez toreó en Caracas, y fue herido. Repitió en Maracaibo y en Maracay y poco a poco se desvaneció el interés que pudo haber despertado, actuando de vez en cuando en corridas de poca monta. Más tarde ocupó el sitio de asesor en la Comisión Taurina en Maracay.

Sin embargo, Jesús no desaprovechó su estada en España. Estudió y se preparó en otras actividades distintas a las del toreo. Hoy es un hombre que goza del respeto de los aragüeños y mantiene relación con la familia taurina.

La temporada de novilladas tuvo gran actividad en las plazas de Caracas, Valencia y Maracay.

El ganado colombiano de las ganaderías de José del Carmen Cabrera, Las Mercedes, Carmelo, La Chamba, Cuéllar y Dosgutiérrez, sirvió de sostén para la misma. Se realizaron 10 novilladas y los espadas más destacados fueron Rafael Pirela, Bernardo Valencia y Celestino Correa. Estos dos últimos debutantes con reses de casta en 1970.

La temporada continuó en Maracaibo con las corridas de la Feria de La Chinita, organizadas por los hermanos José Luis y Eduardo Lozano. Un fracaso económico, porque a pesar de la gran calidad de los carteles, que tuvieron por base nombres como Santiago Martín “El Viti”, Palomo Linares, Dámaso González, los maracuchos aún no se inclinaban en masa hacia la fiesta de los toros. Sí, en la fiesta; porque más tarde, en el tiempo, Maracaibo se convertiría en plaza importante, en el sentido económico, y uno de los bastiones de la temporada venezolana. González Piedrahíta envió un encierro, al igual que Luis Gandica que debutó como ganadero con el toro “Guitarrón” del hierro de Las Mercedes. Guillermo Angulo López, presidió los festejos al frente de la Comisión Taurina. Llevaba ya, entre ceja y ceja, la construcción de la plaza de toros Monumental. No cejaría en su empeño, y aunque siempre ha sido un hombre contradictorio en el manejo del espectáculo, como autoridad, a Guillermo Angulo se le debe que la fiesta de los toros en Maracaibo haya echado raíces y adquirido personalidad.

En Valencia, luego de muchos dimes y diretes y de estira y encoge por parte del Concejo Municipal, César Girón se erigió como empresario de la Monumental. Presentó cuatro corridas de toros, con carteles muy atractivos, que anunciaban estas combinaciones: Antonio Ordóñez, César Girón y El Viti, con toros de Reyes Huerta; o el que abrió feria, Ordóñez, Curro Girón y Palomo Linares. Combinaciones, realmente insuperables. Toros muy bien presentados de Zotoluca, El Rocío, Reyes Huerta y de La Laguna. Hicieron su debut en Venezuela Antonio Lomelín, mexicano, y José Luis Parada. Y sin embargo la temporada fue un fracaso económico.

La ciudad de Valencia, el público, no entendió el esfuerzo de Girón, y la prensa de Caracas, en su mayoría, no respaldó la promoción de las corridas de toros. No se entendía cómo a un venezolano, como era el caso de César, no se le apoyaba debidamente. La temporada se cerró en Maracay con una corrida de toros de poca monta, con toros de varias ganaderías, limpieza de corrales; actuaron El Macareno, buen torero

que hizo su debut en Venezuela con género impropio, y los criollos Joselito López y Jesús Narváez, conducidos al patíbulo ante feos y descastados animales.

La mala presentación de las reses provocó un escándalo y algunos comisionados renunciaron a sus cargos en la autoridad. Maracay siempre fue víctima de este tipo de organizaciones, y aún lo sigue siendo, pues no sé por qué llevan toros sin presencia que provocan grandes disgustos.

1. Viñeta

C a p í t u l o 4

Juan Fernández “Morenito de Málaga”, Curro Girón, Federico Núñez, Ítalo Núñez, Chavito - picador de toros y apoderado de Girón - Manolo de la Rosa, Pedrucho de Canarias y Diego Martínez . . . La flor y nata del toreo.

This article is from: